2005. Ciclo a
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
(GEP 09/01/05)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 13-17
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, íy eres tú el que viene a mi encuentro!» Pero Jesús le respondió: «Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». Y Juan se lo permitió. Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».
SERMÓN
En la narración de los acontecimientos que se recordaban de la vida de Jesús, inevitablemente los evangelistas recurrían a las imágenes del mundo que eran propias de su cultura, no las de nuestra ciencia contemporánea. Es sabido que, salvo algunas intuiciones de Aristóteles o de Aristarco de Samos y algunos pocos astrónomos de la antigua Grecia y Alejandría, todas las culturas, desde la China y la India hasta la de nuestros indígenas americanos, incluida la hebrea y, luego, la occidental -al menos hasta Copérnico, el sabio sacerdote católico que revolucionó la concepción del universo- pensaban que la tierra, centro del universo, era un gran disco asentado sobre columnas o sobre una gran tortuga o sobre los hombros de Atlas o sobre una serpiente, surgida y asentada sobre las aguas primigenias. Aguas que, representando al caos, eran el origen y el fin de todas las cosas. Así lo concebían, por ejemplo, Homero o Hesíodo .
Cuando los griegos quisieron transponer estas imágenes o mitos a ciencia, hubo algunos todavía, como Tales de Mileto -el del famoso teorema-, siglo VI AC, que sostenía que el 'Agua', sin forma alguna, el caos acuoso primordial, era el germen de todas las formas y, por lo tanto, de toda la realidad. Según Tales, ella, principio de todo lo demás, carecía de principio. El 'Agua' era, por lo tanto, lo divino, lo eterno. Fuerza activa, animada y animadora, de donde derivaban todas las demás fuerzas y seres del cosmos, aún las deidades. Ella había engendrado sobre si misma el disco de la tierra y, más arriba, el 'firmamento', donde estaban clavadas las estrellas. Tales no fue un personaje secundario. Su nombre encabezaba, en la tradición griega y romana, la lista de los Siete Sabios de la antigüedad. Una vieja tradición le atribuye esta hermosa frase antes de morir: " Te agradezco Zeus porque quieres acercarme a ti. Ya viejo, desde la tierra no alcanzo a ver las estrellas. "
Porque claro, en estas concepciones, a partir de ese caos primordial, lo luminoso y lo puro, el mundo de las deidades, no está abajo sino arriba, del lado de los astros, del sol, de las estrellas, el llamado 'firmamento' o 'cielo'.
El pensamiento hebreo, aún en el evangelio, se mueve en el ámbito de estos esquemas, comunes a toda la humanidad primitiva. También para los hebreos la tierra era un enorme plano asentado en cuatro columnas sobre el abismo de las aguas primordiales que rodeaban todo el universo. Precisamente, el firmamento, con sus luminarias, hacía de cúpula protectora que cubría la tierra, como un fanal de vidrio con el que cubrimos el queso. Pero, a diferencia del resto de la humanidad, los hebreos no creían que todo este conjunto fuera divino, eterno, sino creado , temporal . Dios está mucho más allá -y más acá- del cielo y de la tierra. Es el Creador, infinitamente superior a su creación, no identificado con nada de este mundo, ni siquiera con las aguas primordiales, que solo son su creatura y su instrumento. " El Señor tiene su trono sobre las aguas celestiales ", dice el Salmo de hoy, el 28.
De todos modos, aún para la Biblia el 'abismo acuático' era lo primero que Dios creaba. Lo vemos en el mito de la creación, cuando, antes que nada, lo que aparece es el acuoso abismo, sobre el cual aletea el espíritu de Dios. ¿Recuerdan?: " Al principio, Dios creó el cielo y la tierra. las tinieblas cubrían el abismo, y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas. " El espíritu, el viento, sinónimo de la Vida -de la Vida de Dios en este caso-, la respiración de Dios, desde el principio domina sobre el caos, sobre el agua. Él es el que la hará fecunda. El que este espíritu aletee significa que, de alguna manera, se representa imaginativamente como un ser alado.
Quizá, como leemos la Biblia pensando que todos sus pasajes quieren ser históricos, no nos damos cuenta de que, en sus páginas, además del de Génesis 1, hay varios inicios o creaciones más, que recogen los mismos elementos mítológicos. Uno de esos inicios -en realidad el de nuestra humanidad actual- sería el del mítico relato de Noé, que encuentra paralelos en otros mitos mesopotámicos. También allí se trata de un comienzo.
Tengamos en cuenta que Noé, como Adán, es el progenitor de toda la humanidad. De hecho, en el mito, es el único varón que sobrevive y del cual supuestamente descenderán todos los hombres. De él nacen, en sus tres hijos, Sem, Cam y Jafet, las tres razas en las cuales los judíos clasificaban a los pueblos que ellos conocían: la de Sem, los semitas; la de Jafet, los blancos que venían del mar; y la de Cam, la de los de tez oscura. Los descendientes de Noé, de todas maneras, conformaban una nueva humanidad respecto a la anterior, aniquilada por el diluvio. Ahora unida a Dios con el vínculo de una alianza.
Si Vds. vuelven a leer el relato, en los capítulos 6 al 9 del Génesis, verán que, en la composición de este nuevo origen, vuelve a aparecer el caos del agua en la imagen de esas precipitaciones torrenciales. Todo es lluvia y piélago sin horizontes. Se unen las aguas de arriba y las de abajo. Se retorna al caos, a lo indiferenciado, a la muerte.
Pero de esa agua nacerá la nueva tierra, la nueva vida. Y otra vez un ser alado la representa. Todos hemos visto palomas con ramitas o briznas o hilos en los picos. Es señal de que están nidificando y preparando el hogar para su pareja y para sus hijos. No es extraño, pues, que el autor bíblico la utilice para significar el renuevo de la vida, la victoria sobre la muerte.
Pasados cuarenta días Noé se da cuenta de que las aguas comienzan a bajar, el caos a ordenarse. Otra vez -dice el texto- " sopla el espíritu, el viento, sobre la tierra y las aguas empezaron a bajar ". Y Noé sabe que ya la tierra está seca y nuevamente fértil y dispuesta para la vida cuando, soltando una paloma, "é sta - dice la narración- regresa al atardecer, trayendo en su pico una rama verde de olivo " ( Gn 8,10). Cuando Noé y los suyos bajan del arca se oye la voz de Dios que lo bendice y, como signo de paz y de amistad, cuelga su arco de guerra, como para no usarlo más contra los hombres, en la pared del firmamento: el arco iris. Ese arco iris que para toda la antigüedad -inclusive Platón- fue también un símbolo de la unión del cielo y de la tierra: su convexidad tocando las alturas, sus extremos asentados en el suelo. El cielo se abre en bendición hacia la tierra.
El agua seguirá cumpliendo en varios otros lugares de la Biblia este papel recreador, fecundada por el espíritu. Así la vemos cuando Israel nace como Pueblo en la Tierra Prometida , atravesando las aguas del Mar Rojo, guiado por la columna de fuego -otro símbolo del espíritu, de la vida de Dios-. O, siete siglos luego, cuando, a la vuelta del exilio en Babilonia, conducidos por un Elegido -'yo he puesto mi espíritu sobre él', así lo hemos oído en la primera lectura- atravesará, para regresar a Jerusalén, las aguas del Jordán.
Este es el vocabulario simbólico que utilizan nuestros evangelistas para rememorar el bautismo de Jesús que marcó el inicio de su vida pública cuando, después de años de preparación y de silencio con María, en Nazaret, comienza su actividad vivificante, precisamente en las aguas del Jordán -como hemos escuchado en la segunda lectura- " después del bautismo que predicaba Juan: cuando Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder ."
Pero los evangelistas ven mucho más que una unción con poder. Ven en Jesús el nacimiento de una nueva humanidad. De hecho el espíritu santo ya ha aleteado sobre la matriz de María y, en sus aguas amnióticas, ha hecho nacer al Hijo de Dios, al hombre unido a Dios, el 'hombre verdadero' unido al 'Dios verdadero', primicia de la humanidad definitiva. La escena del bautismo se transforma así en una 'epifanía' o 'revelación' de lo que, ocultamente, había sucedido en el momento de la Anunciación.
En realidad con este fiesta del Bautismo concluimos el tiempo de Epifanía, de Navidad. Esta noche, o mañana temprano, desarmamos nuestros pesebres y adornos navideños e, iluminados por estas semanas navideñas, epifánicas que hemos vivido, regresamos al tiempo ordinario.
Porque al Nacimiento, a la Adoración de los reyes, al milagro de las Bodas de Caná, en los cuales la Iglesia ha querido que centrásemos nuestra atención en este tiempo, se añade hoy, como para terminarlo, la gran revelación o iluminación del Bautismo de Jesús.
Jesús plenamente hombre: tanto que, aún sin tener pecado, asume la condición de pecador, sometiéndose al bautismo de Juan. El que no conoció pecado se hace plenamente hermano de todos nosotros, pecadores. Y se sumerge -como en nuevo inicio, como nuevo comienzo, como "Al principio creó Dios"- en las aguas primordiales, representadas por las del Jordán. Tales de Mileto hubiera estado contento de este evangelio.
Y, otra vez, aparece el Espíritu, la novísima vida de Dios, el renuevo del verdadero vivir, a semejanza de la paloma que anuncia a Noé la vida. El hombre partícipe de la vida de Dios. El hombre verdadero unido al Dios verdadero. Y, a la manera del arco iris que anuncia la paz, la amistad con Dios y, al mismo tiempo, la unión del cielo y la tierra, el evangelio va mucho más allá, dice que el hombre no ha quedado encerrado en el límite, las fronteras, -en realidad, la cárcel- de lo humano: se abren las puertas, ya no del firmamento, sino del cielo, es decir de la morada de Dios. Morada que es el mismo Dios, trascendente al universo, pero que permite al hombre, en Jesús, acceder a Él y participar de su vida, la vida de la gracia, la vida del espíritu. Y la revelación se hace ya clara y terminante cuando, a la percepción del hombre transformado y recreado, llega la voz que dice: " Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección ".
Con eso termina la gran luz de la Navidad y de la Epifanía. Luz que nos revela el ser de Cristo -junto con María, el Hombre Nuevo-. Pero luz que nos revela también las consecuencias de esa Navidad para nosotros. Porque, al mismo tiempo que al bautismo de Jesús, el evangelio quiere referirse a nuestro propio bautismo, ya no el de Juan, sino el que nos hace hermanos de Cristo, porque, de alguna manera, repite sobre cada uno de nosotros la misma realidad.
Sin el bautismo, hubiéramos quedado del otro lado del mar Rojo, en el mítico y perverso Egipto; del otro lado del Jordán, en la esclavitud babilónica; en el diluvio que nos haría perecer para siempre, sin sol y sin paloma. Quedaríamos del lado del caos, de la vida que termina inevitablemente en la muerte. Pero, en el bautismo, también nosotros hemos pasado a este lado, el de la vida del espíritu, el de la gracia santificante, el de la Tierra prometida.
También nosotros hemos sido recreados nuevas creaturas, hermanos de Jesús. También nosotros podemos escuchar -y lo haremos en oración y renovada fe, a partir de mañana, todos los días del año, aún en los momentos de desaliento y tribulación-, también nosotros podemos escuchar la voz consoladora del Padre: "Tu eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección"