1986. Ciclo c
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
Gn . 9, 8-15; 1 Pe . 3, 18-22; Lc. 3,15-16.21-22 (GEP 12-1-86)
Como Vds saben, los evangelios no están escritos simplemente como una crónica. Los hechos y las palabras del Señor están presentados diversamente, por cada evangelista, para ofrecer a los oyentes distintos aspectos, reflexiones que, en la fundamental semejanza, enriquecen mutuamente a los libros del Nuevo Testamento.
Lean Vds por ejemplo, según los distintos evangelistas, esta misma escena (-por otra parte tan llena de rasgos simbólicos, no fotográficos-) del Bautismo de Jesús y podrán apercibirse, Vds mismos, del tratamiento distinto que cada uno da al mismo material.
Comparemos el de hoy –el de Lucas- con el relato de Marcos que nos tocó, para esta Fiesta, leer el año pasado. Como Vds recordarán, Marcos comienza su Evangelio con la escena del Bautismo. No hace referencia alguna a su nacimiento e infancia. Siendo, pues la primera vez que aparece el Señor, tiene que presentarlo. Para ello usa esta escena y la simbología apocalíptica de la voz, los cielos abiertos y la paloma, pertenecientes a uno de los lenguajes teológicos de la época.
Como a Marcos (aunque Vds no se acuerden) lo expliqué el año pasado, no me detengo en él. Pero lo he mencionado porque el interés de Lucas, cuando se detiene en esta misma escena, es diverso. Lucas ya no necesita presentar a Cristo. Lo ha hecho, abundantemente, a través de los relatos del nacimiento y niñez de Jesús. Esos primeros capítulos del evangelio lucano son un elaborado ‘prólogo teológico' que presenta, en sus rasgos esenciales, la figura divina del Señor. Por eso Lucas -que escribe bastante después de Marcos y, seguramente, después de haber redactado la historia de las primeras comunidades cristianas en su libro de los Hechos o Actos de los Apóstoles - está interesado, más que en definir a Cristo, en mostrar lo que significa ser cristiano, pertenecer a la Iglesia. Con esa intención utiliza la escena del Bautismo ‘de Jesús' para reflexionar lo que significa el bautismo ‘cristiano' o, mejor dicho, la condición de cristiano. Lo hace sobre el ejemplar arquetípico, paradigmático, del primogénito, nuestro hermano, Jesús nuestro Señor.
Lucas, que escribe su evangelio para los griegos, acostumbrados a gurues y sectas, lo primero que hace es distinguir el ser cristiano de cualquier ética o mística helenista o puramente humana. Ser cristiano no se trata de un esfuerzo ético o ascético fundado en determinadas técnicas de adquirir virtud, a la manera estoica, epicúrea, aristotélica -o yoga o budista o de Confucio-. No es mover a un puro esfuerzo humano -representado en Lucas por la figura de Juan el Bautista con su llamado a la conversión, al cambio, al cumplimiento de los deberes y de la ley-. Eso no tiene fuerza. No es capaz de cambiar verdaderamente al hombre. Aún en el mejor de los casos todos esos esfuerzos quedan cerrados en el límite de lo humano pero, generalmente, terminan en el fracaso y en lo inhumano- como cualquier esfuerzo de construir al hombre y a la sociedad sin Dios-.
No: todo eso es exangüe, endeble, carente de verdadera fuerza, aguachento -en lo puramente humano se bautiza con agua…-. Tiene que venir el que tiene fuerzas, el poderoso, el fuerte. El isjiróteros dice Lucas, en griego, utilizando un término preferido por él que aparecerá muchas veces en sus escritos.
Esto es, para Lucas, el ser cristiano: una fuerza, una energía, megavoltios, hachepes, caballos fuerza, brío, nervio, ímpetu, robustez, vitalidad, pujanza, que se derrama como adrenalina divina en nuestra sangre anémica y nos hace capaces de cualquier empresa, designio, cruzada, que, como nobles hermanos del Rey, nos queramos proponer.
Porque justamente se trata de una transformación, no de una serie de ejercicios yogas o de control mental o de virtudes cardinales. Transformación que, más allá de las posibilidades de nuestra naturaleza humana, nos proyecta a la esfera de lo divino. Es el mismo Espíritu Santo, el alma de la Trinidad, la Vitalidad de Dios ,su dinamismo de amor y de combate, el que, en forma de fuego, quiere evaporar hasta la última gota de agua de nuestros cilindros y martillar en nosotros a pistonazos encabritados de cristianos.
¡Cómo se sorprendería Lucas de cierto cristianismo mujeril y baboso que se nos ha predicado y predica todavía! Siempre un paso atrás, sonrisa servil, ojos en blanco, mano que no aprieta, complacencia a ultranza, cedimiento, autocompasión.
Lucas nos exhorta a que tomemos conciencia de nuestra nueva dignidad cristiana, de nuestra ‘recreación' en Cristo, de la nueva sangre azul que nos empapa.
Porque ¿no será el no darnos cuenta de lo que somos? ¿de aquello en lo que, por gracia y dignación de Dios, hemos sido transformados? ¿del “carácter” -como dice el catecismo-, sello o motor que poseemos desde el bautismo en nuestra médula? ¿no será ese no darnos cuenta de ello lo que nos impide intentar lo grande, lo arduo, lanzarnos a la lucha, emprender el camino de la santidad?
Aquí está la fiesta del Bautismo de Jesús que cierra el tiempo de Navidad y Epifanía para recordárnoslo, porque -como decía san Atanasio- Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios. Nada menos…
Pero ¿y nuestra mediocridad? ¿nuestras defecciones, nuestras continuas faltas y debilidades? ¿Nuestro -¡tantas veces!- ser peores que los que no son cristianos?
Y es que no nos decidimos nunca a actuar de acuerdo a nuestro nuevo poder. Tenemos un motor de carrera, mil quinientos caballos, adentro nuestro, y lo pretendemos hacer avanzar a un kilómetro por hora. Así no anda. El motor cristiano es motor de vértigo, de profundidades, de santidad, de vanguardias. Es tanque hecho para las batallas no para los desfiles. Es espada afilada para lanzar chispas y ser mellada y no para quedar envaselinada en la vaina. Es músculo que se atrofia inactivo; se enmohece y oxida fuera de la pista, de la palestra, del campo de batalla.
Y por eso fíjense que Lucas no se detiene en la escena del bautismo -como Marcos que hace de éste una escena estática, pictórica-. Después del bautismo dice “puesto Jesús en oración se abrió el cielo”.
Porque esta nueva categoría que alcanzamos los cristianos, este carácter, esta pura sangre, este motor, sólo funciona en el encendido y la aspiración de los émbolos que se viven en la oración.
Es otro de los grandes temas de Lucas: la oración . La oración de Cristo, la oración de la Iglesia, la oración de los cristianos. Es en la oración donde realmente se ‘abren los cielos' y ‘baja sobre nosotros el Espíritu Santo y el fuego'. Es en el contacto orante, dialogante, con Dios -que ha de ser actividad cotidiana pertinaz y perseverante del cristiano- donde nos hacemos realmente familiares con Él. Es Su compañía gustada, saboreada, vivida como honor incomparable lo que nos hace Sus amigos, Sus cercanos, sus ‘cómites' o condes -como se llamaban entre los francos los que estaban cerca del rey-. Es allí en donde se rompe la esfera estrecha de nuestros intereses mezquinos, egoístas, individuales, en donde se suelta la trampa de nuestras preocupaciones pequeñas, inútiles, desmesuradas, en donde escapamos al ‘smog' cancerígeno de la imbecilidad que nos rodea, y aspiramos, a pulmón pleno, oxígeno y ozono, contemplamos los grandes panoramas, avizoramos los altos empeños, recibimos los más cumplidos consuelos, y elegimos las más arduas lides.
Sin vida de oración, de meditación, de contemplación, de conversación amistosa y adorante con Dios, no hay vida cristiana. Eso nos dice Lucas.
Pero oración -también nos dice Lucas- que no termina en pura muda súplica, contemplación estratosférica, interioridad ineficaz y yerma, ojos en blanco, experiencias misticoides, consolaciones individuales, histerias visionarias, erotismos espirituales.
Lucas es, también, el evangelista de lo concreto, de los pies sobre la tierra, del aquí abajo en transpiración y polvo, el evangelista de las obras cristianas….Y por eso es el único que, en el relato del Bautismo, utiliza la palabra ‘somaticós', ‘corporalmente'. “Descendió el Espíritu Santo en forma corporal”. El espíritu que se hace concreto y tangible en los actos de la carne y de la sangre. El cristianismo que no queda relegado a un rincón intimista de nuestra vida, sino que se proyecta en acción y en puja, en actitudes y palabras, en estudio y trabajo diarios, en mentones erguidos y en bíceps.
Y ahora si, pero no tanto como condición previa, sino como fruto, como consecuencia, en comportamiento, en ética , en testimonio, en porte noble. Cristianismo que no ha de quedar olvidado ni arrinconado en sacristías, ni en rosarios en el bolsillo, sino plasmarse en política, en sociedad, en familia, en corporación, en Patria, en verdadera justicia sostenida por la fe, la esperanza y la caridad. Como supieron hacerlo tantas veces los cristianos fundadores de Cristiandad, y así implantaron nuestra propia nación. La misma que ahora nos arrebatan.
Sí, somaticós , corporalmente, en forma de paloma. Porque, precisamente, la paloma, en Oseas y los salmos, era en el Antiguo Testamento el símbolo del pueblo de Dios. Ese pueblo de Dios que, exiliado en Egipto o en Babilonia, sería reclamado, como la paloma mensajera que nunca olvida su lugar de origen, otra vez a su Patria, a Jerusalén.
Y Lucas piensa en el concretísimo pueblo, el verdadero Israel que forman los cristianos. Porque es en pueblo, en sociedad, en carne y huesos, en hermandad solidaria, en camaradería de soldados, en lazos de espíritu encarnado en nervios y en patria, no en intimidades privadas, donde, desde la oración, se desarrolla el existir cristiano.
Y entonces sí -termina Lucas-, si así vivimos nuestro ser de bautizados, escucharemos siempre resonar sobre nosotros, en alborozo y orgullo, en alegría y entusiasmo, las palabras increíbles del Padre que, a nosotros, pobres seres humanos, pero transformados por su amor paterno, nos dice, a cada uno: “Tú eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”.