1995. Ciclo c
EL BAUTISMO DEL SEÑOR
Lc. 3,15-16.21-22 (GEP 1995)
Época de piletas y de playas. Deliciosa sensación de zambullirse en el mar o, más modestamente, en la piscina. Sensación de fresco, de vitalidad recuperada y, simultáneamente -en ese cerrar los ojos y apagar, debajo de la superficie, el ruido de la gente- tomar conciencia del propio cuerpo y encontrarse a solas con uno mismo.
Es que la superficie del agua tiene la propiedad acústica de hacer rebotar las ondas sonoras, de tal manera que lo que pasa afuera no se oye adentro y lo de adentro no sale afuera. Son dos mundos aislados, separados. De allí que tirarse al agua sea mucho más que darse una ducha de agua fría: es como un fugaz instante de corte con la realidad. Es una sensación de descanso físico, pero también psíquico.
Y algo tiene que ver con esto el que, para la psicología moderna, la inmersión sea una imagen del regreso al seno materno, al flotar en el líquido amniótico. Satisface la necesidad de pausa, de tregua, de seguridad, de reabastecimiento, del volver a la matriz original, del retorno simbólico a las fuentes de la vida. Zambullirnos es encontrar alivio, olvido; es dejar atrás las tensiones y responsabilidades de la superficie, es incluso abandonar el peso, la gravedad y ponernos fuera de juego, apartados del mundo...
De allí las aplicaciones curativas, sedantes, que descubre -en la inmersión- la psicoterapia.
Que esta sensación de interrupción, de hiato, de solución de continuidad, del sumergirse, y el sentimiento de renovación consiguiente haya sido utilizada por innumerables pueblos como rito simbólico de iniciación, de cambio, no nos puede extrañar y más teniendo en cuenta todas las asociaciones que en la vida humana despierta la idea del agua: limpieza, fertilidad, vitalidad, cambio de ropa...
Es así, también, que casi todos los grandes mitos de origen del cosmos hablan del agua como la gran matriz, el caos indiferenciado de donde finalmente surgirá la vida: Afrodita, la gran madre universal, que nace del océano...
Los mismos biólogos nos dicen hoy que la vida habría surgido del caldo de los mares primitivos que se formaron al enfriarse la tierra...
Y en el mito de la creación del Génesis también está el agua como el origen de todo, con el espíritu aleteando sobre ella y esperando la voz de Dios para fecundarla.
Y también del agua, del agua del mar Rojo, nace el pueblo de Israel, echando su mítica cortina de olvido sobre la esclavitud de Egipto, cortando con ese pasado; y, otra vez el agua, cuando renace a la tierra prometida atravesando el río Jordán.
No es extraño pues que Juan el Bautizador utilice esta misma simbología para significar el cambio de vida que ha de realizar el pueblo judío para prepararse a recibir al Mesías.
El bautismo de Juan es así la exteriorización del propósito de cada uno de empeñarse en adquirir esta actitud de espera, de advenimiento, de recepción. Se trata de un cambio puramente moral, de una decisión que ha de hacer uno en su intimidad para cambiar de rumbo, dar sentido a su vida, intentar comportarse mejor...
Pero en este último domingo del tiempo de Navidad no estamos conmemorando el bautismo de Juan, sino el bautismo de Cristo, el bautismo que nosotros mismos, los cristianos, hemos recibido y que es mucho más que el bautismo de Juan.
"Yo bautizo solo con agua", yo hago solo hidroterapia, los insto a la conversión, los arengo, los exhorto, les enseño, les rectifico ideas... Pero Jesús viene a hacer mucho más: viene a bautizar en Espíritu Santo y en fuego.
Porque Cristo no es solo el fundador de una nueva doctrina filosófica, o política, o ascética, o ética, o mística; el no viene a enseñarnos meditación trascendental, ni técnicas de relajamiento, ni yoga, no viene a ofrecer milagros ni curaciones -como hacen las sectas engañando a la gente y jugando son sus ilusiones-, ni a solucionar problemas de soledad o de neurosis o de trabajo o de drogas -aunque a veces lo haga-. Cristo viene, ante todo, a infundirnos una nueva vida , pero no en el sentido de " año nuevo vida nueva " o de un cualquier cambio en nuestro modo de vivir, como cuando decimos "el matrimonio, el jubilarme, el Prode, el nuevo trabajo, me cambiaron mi vida..." sino de un cambio físico, real, constitutivo, no puramente ético. En el bautismo de Cristo se inyecta una vitalidad, una corriente biológica, una participación real de la plenitud del existir divino. No es solo reforma moral, es la prolongación en nosotros del misterio de la navidad, de la encarnación, un enchufarnos mediante Cristo en la central misma de la vida, de la Vida con mayúsculas, la que no conocerá ocaso y de la cual Vida todas las que conocen las ciencias naturales y la medicina, no son más que infinitesimales y caducas imitaciones.
Cuando el hombre se hace cristiano, se bautiza, no sucede en él algo puramente psicológico o ideológico o ético: hay una nueva realidad, sobrenatural, hipercósmica, que irrumpe en él y lo eleva y transforma. Lo saca de su mera condición humana y lo eleva a la condición divina. El bautizado es recreado, renacido a una dimensión superior de existencia, a una condición aristocrática, de emparentamiento con la realeza divina, que no le compete por nacimiento, por los genes que le legaron sus padres, por naturaleza...
Y por eso -como nueva creación- la escena del bautismo de Jesús, paradigma del nuestro, está calcada del mítico relato del Génesis: aquí también aparece el agua primordial; el espíritu aleteando sobre ella y la voz creadora de Dios. Pero esa voz no dice ahora: "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza"; ahora dice mucho más -y lo ha dicho y sigue diciendo en cada uno de nuestros bautismos-: "hagamos a mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección".
Reconozcamos y vivamos esta nuestra dignidad.