Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2000 - Ciclo b

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
(GEP; 25-06-00)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»

SERMÓN

            Una breve noticia de Associated Press aparecida ayer en 'La Prensa' nos hace saber que este lunes los jefes de los equipos de científicos de diversas organizaciones que han estado investigando el genoma humano anunciarán la conclusión del proyecto. Han conseguido colocar en el orden correspondiente la mayor parte de las 3.100 millones de subunidades de ADN que integran dicho genoma. El haber precisado la secuencia de estructura del código genético del hombre es uno de los logros científicos más espectaculares de la historia de la humanidad. Algo así como el de la llegada del hombre a la luna.

            Es este mapa cromosomático, genotípico -ya lo sabemos- el que preside la formación y estructuración de las proteínas, esas complejas moléculas que son como los ladrillos o, mejor, circuitos y transistores, que, a la postre, hacen surgir al individuo humano.

            Es el que guía, poco a poco, la gestación, el crecer y el organizarse, de las 60 billones de células que conforman el cuerpo humano.

            Cuando yo era muchacho y estudiaba en el Colegio Nacional de Buenos Aires siempre me atraía, en el laboratorio de biología, una vitrina en donde estaban alineados una gran vasija de vidrio con sesenta litros de agua, dos ampollas conteniendo respectivamente algunos centímetros cúbicos de hidrógeno y nitrógeno y en diversos platitos uno al lado de otro, en cantidad decreciente, unos cuantos gramos de carbono, de hierro, de silicio, de fósforo, sodio, cloro, y otras substancias... Había un cartel que decía: esto es el hombre. Yo me imaginaba todos esos elementos mezclados con una cuchara de madera en una cacerola y difícilmente me podía imaginar que de ello pudiera salir un hombre.

            Sin embargo es cierto que si metiéramos un hombre en una licuadora y descompusiéramos químicamente el jugo resultante: obtendríamos lo que nuestro profesor señalaba en la vitrina de mi viejo colegio. Pero allí habríamos destruido lo más importante en un ser humano: su estructura, su organización. También puedo colocar en una moledora a la escultura de la Pietá y convertirla en polvo, o en una trituradora un tomo del Quijote y reducirlo a jirones, pero nadie podrá decirme que eso que queda es la obra de Miguel Ángel o de Cervantes... Un montón de circuitos impresos y transistores no son una radio hasta que no hayan sido compuestos según el diseño del ingeniero que lo ideó. Lo que hace pues a esas obras o artefactos no es la materia en bruto sino su organización, su forma, su diseño...

            Tampoco el hombre es la suma de sus átomos -como mostraba la vitrina de mi colegio- sino la forma, su distribución funcional y arquitectónica, el diseño de cuya ejecución está a cargo el genoma. Baste pensar -para dejar de identificar al ser humano con la pura materia- que los 60 billones de células que integran nuestro ser están a su vez constituidas por uno por diez a las 27 átomos, es decir uno seguido de 27 ceros átomos.

            De esas células al menos mueren 150 millones por día y nacen en equilibrio inestable otras tantas. A su vez cada célula en sus complejos procesos vitales expulsa diariamente de su protoplasma millones de átomos y asimila nuevos. Nuestra piel está lejos de ser el límite de nuestro ser, mediante la transpiración, las excreciones, la respiración y la alimentación estamos en constante intercambio molecular con nuestro medio, con el mundo, de tal manera que, al menos cada cinco años -afirman los fisiólogos- el hombre renueva totalmente su materia. Ninguno de los aquí presentes tiene uno solo de esos 1 x 1027 átomos que tenía hace seis años. También la mayoría de sus células han cambiado, excepto quizá las neuronas, que, empero, siendo las mismas, han renovado también todos sus átomos.

            Y, sin embargo, ninguno de nosotros considera que no sea el mismo que vivía hace siete o más años. Somos la misma persona a través de toda nuestra vida a pesar de que los elementos de nuestra corporeidad y nuestro aspecto hayan podido cambiar. Ni siquiera hemos mudado de cuerpo, aunque hayan cambiado varias veces todos sus átomos: seguimos teniendo siempre, el mismo cuerpo, aunque más grande, más viejo, más arrugado, más lleno de achaques... He hablado mal: he dicho "seguimos teniendo el mismo cuerpo", cuando tendría que haber dicho: "somos el mismo cuerpo". No tenemos un cuerpo, somos cuerpo.

            ¿Pero qué es lo que hace que este cuerpo que soy yo sea el mismo aun cuando todos sus átomos se vayan renovando constantemente en vital intercambio con mi ambiente? ¿Qué es lo que hace que esta nube de átomos intercambiables sea yo? "La estructura", "el diseño impreso", "la forma", e.d. "el alma", responde la filosofía cristiana, esa forma que no es nada que se sume a los átomos sino su pura organización y que, de tal manera los informa, que hace emerger de su composición algo que es mucho más que la suma de sus propiedades físicas y químicas: hace emerger al yo, al ser personal. Juan Pablo II señalaba a los científicos, en un discurso del año 1991 a la Academia Pontificia de la Ciencia, la maravilla de los estudios modernos respecto de la emergencia de nuevas propiedades en los sistemas complejos y, especialmente, de la emergencia del ser viviente y, sobre todo, de ese ser viviente que es el hombre y su cerebro a partir de los elementos materiales.

            Los sistemas platónicos dualistas -que aún sostienen algunos científicos como los neurólogos Eccles, Penfield o Sperry o el filósofo Popper- y que piensan que el cuerpo o el cerebro interactúan con algo que sería distinto a él, como la mente o la psique o el alma, no tienen cabida en la visión cristiana del hombre, por más que muchos cristianos estén acostumbrados a hablar del cuerpo por un lado y del alma espiritual por otro. Es que el dualismo ha sido una tentación constante para los pensadores incluso católicos. Tanto es así que, en el año 1312, el decimoquinto Concilio Ecuménico, reunido en Vienne, Francia, tuvo que declarar solemnemente que aún lo que se llamaba el alma espiritual era sencillamente la forma del cuerpo humano, no algo separado de él. 'Yo soy mi cuerpo', 'yo soy yo'... ; o 'yo pienso', 'mi cerebro piensa', son todas maneras de decir lo mismo.

            Así se manifestaba claramente Santo Tomás de Aquino en lenguaje aristotélico: análogamente -dice- a como la forma que le introduce el carpintero a la madera hace que la silla sea silla, sin distinguirse de la madera misma, así el alma es, sencillamente, la forma del cuerpo humano: cuerpo pensante, ser personal, ser espiritual, superior a la mera suma o yuxtaposición de átomos, moléculas y células, cuerpo humano que no se confunde con sus cambiables elementos. De tal manera que -sigue diciendo Tomás de Aquino- estrictamente un cadáver ya no es un cuerpo humano, 'carne' en sentido bíblico, sino carne como de carnicería, en descomposición; ya ha dejado de ser humano porque es materia desorganizada a la cual le falta lo profundo de su formalidad de hombre.

            Pero quien leyera atentamente la Escritura en su idioma original, no tendría necesidad de Santo Tomás de Aquino o del Concilio de Vienne. Porque para el lenguaje bíblico el hombre es un solo ser, no un compuesto o mezcla de espíritu y carne o cuerpo, como lo es para los hindúes, los budistas, los orientales, o lo era para la mayoría de los filósofos griegos. La Biblia no tiene el vocabulario peligrosamente dualista que usamos nosotros 'alma' por un lado, 'cuerpo' por el otro. Tiene un sentido muy inmediato de la unidad del ser humano. Cuando me están pellizcando un brazo me están pellizcando a mi,no a mi cuerpo. Cuando mis ojos derraman lágrimas yo soy el que lloro, no mi carne. De allí que cuando la Biblia habla de 'carne' o 'cuerpo' refiriéndose al hombre no está señalando solo a una parte del ser humano sino a todo el hombre, como criatura de Dios y por lo tanto sujeta al límite, a la caducidad, destinada finalmente a la muerte... Por eso dice la Escritura "todo hombre es carne".

            De allí que al decir el prólogo del evangelio de san Juan "el Verbo se hizo carne", no está afirmando, como pensaba el hereje Arrio que el Verbo tomaba un cuerpo a la manera de un alma platónica, o que se mezclaba con lo corporal, sino que se hacía 'hombre', ser humano integral, hermano nuestro. Es lo mismo que afirma el Credo: "por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen", sencillamente: "¡se hizo hombre!"

            La sagrada Escritura no desmenuza al hombre en partes. Ni siquiera cuando se refiere a determinados órganos como garganta, 'nefesh', (que los latinos traducen como alma), o 'leb', corazón, o sangre, o riñones, o hígado, o entrañas.... ("se conmueven mis entrañas") cuyos nombres utiliza metafóricamente para designar la totalidad del hombre según distintos ángulos o aspectos, no partes... Cuando dice 'corazón', por ejemplo (importante saberlo para la fiesta del Sagrado Corazón que se aproxima), se refiere al hombre en cuanto en él anida el yo, la vida intelectual, los actos libres, en un simbolismo metafórico que abarca a toda la persona... Cuando habla de 'carne' o de 'cuerpo', 'bashar', se refiere al hombre en su condición mortal de criatura... La vida en cambio en cuanto tal, la nombra con aquello que cuando se derrama hace que esta termine, la 'sangre'... Por eso todavía hoy, siguiendo el mandato bíblico, los judíos ortodoxos no comen carne que no haya sido desangrada, kosher, porque la sangre, la vida, solo a Dios pertenece, no se puede comer...

            Es en el contexto de esta concepción unitaria del hombre y desde estos simbolismos como hemos de entender los gestos y palabras de Cristo en la última de las comidas en que se reunió con sus discípulos. "Esto es mi cuerpo", "Esta es mi sangre"...

            No tenemos que forzar los pasos a la manera del viejo catecismo para afirmar que nos encontramos con Jesús todo: 'como el cuerpo va siempre unido a su sangre, y estos al alma, y el alma de Jesús a su divinidad, en el pan transformado en el cuerpo de Cristo, por concomitancia, recibimos asimismo sangre, alma y divinidad; y, bajo la especie de vino -directamente su sangre-, por concomitancia, cuerpo, alma, divinidad...' La cosa es más sencilla, porque en el idioma arameo o hebreo que utiliza el Señor, lo que nosotros traducimos como cuerpo simplemente significa el yo humanísimo -y divinísimo- de Cristo.... Mejor que traducir "esto es mi cuerpo", sería decir "esto soy yo". Ese yo de la conciencia humana del Señor cuyo último asiento es la segunda persona de la Trinidad. Ese yo divino que en la debilidad de lo humano, de la carne, muere, se hace entrega de amor a nosotros. El pan de la última Cena repartido a los discípulos se transforma así en gesto pleno de dilección de ese Jesús que quiere dársenos todo a cada uno; anticipación -y a la vez memoria y actualización- de su dársenos en cruz. No es el 'cuerpo' de Jesús el que repartimos, a la manera como lo entendían los paganos, que por eso acusaban a los cristianos de canibalismo: la hostia plasma una expresión simbólica de amor en la cual, como en comida fraterna, nos encontramos con Jesús todo que nos da su vida.

            De allí que el gesto, de por si pleno, de la entrega de si en el pan: "este soy yo", se reduplica insistente, casi redundante, innecesariamente en el vino, en el símbolo de la sangre: "esta es mi sangre", "esta es mi vida", "os doy mi vida"...

            Jesús configura en signo de vino y de pan el acto pleno de entrega de si mismo que efectúa para siempre en el mástil de la cruz, suprema ofrenda, sacrificio, en la cualm porque se regala plenamente a la voluntad del Padre, es definitivamente asumido a su derecha, y allí continúa, ofrenda permanente, dándose también a nosotros. Así como nuestros estados de ánimo y nuestro amor, de por si ocultos, interiores, los manifestamos los hombres a través de nuestras palabras y nuestros ojos y nuestra boca y nuestro rostro y nuestros actos, así sigue brindándonos Jesús su amistad y su vivir a través de su caricia de vino y de pan.

            Comulgar es aceptar su oferta de vida y de amor. Rezar ante el sagrario es ponernos en actitud de escucha y recepción de Jesús. El no está allí simplemente estando, sino, como dicen las palabras de la consagración, 'entregado por nosotros'. Está entregándose, buscándonos, llamándonos, para darnos no sus átomos, sus moléculas, ni moléculas de vino o de pan, sino toda su persona, todo su ser, todo su vivir.

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