Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2003 - Ciclo b

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
(GEP 22/06/03)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»

SERMÓN

            Es sabido que hasta el Renacimiento, pacíficamente, todo el mundo pensaba, como lo afirmaba el mismo texto, que el Pentateuco -es decir, los cinco primeros y más importantes libros de la Biblia, desde el Génesis al Deuteronomio-, había sido escrito por Moisés, 1200 años antes de Cristo. Hoy, todos los estudiosos están concordes en atribuir el Pentateuco a varias manos, pero especialmente a dos 'escuelas'. La escuela llamada deuteronomista, que habría comenzado su tarea hacia el final de la monarquía y durante el destierro de Babilonia, hacia el siglo VI AC, y la escuela sacerdotal, que habría funcionado después del destierro, en el mismo siglo, pero un poco más tarde, y en paralelo con la escuela deuteronomista. El Pentateuco, tal cual lo tenemos hoy, habría resultado de la integración de los resultados de ambas escuelas en algún momento del final del siglo V o mediado el IV. La escuela deuteronomista también se habría ocupado de redactar los libros de Josué, Jueces y Reyes. Mientras tanto también se consideraron sagrados las colecciones de Salmos, de escritos de Profetas, de cuentos didácticos.

            El asunto es que, para la primera de la escuelas responsables del Pentateuco, la deuteronomista, iniciada en medio del desastre del final de la monarquía y la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, fue de importancia teológica fundamental el tema de la Alianza. El Deuteronomio, que ha dado su nombre a la escuela, construye toda su teología de las relaciones del pueblo judío con Dios según el esquema de este concepto, la 'alianza', el 'pacto' -tal cual lo hemos visto, en breve resumen, en la primera lectura que hemos escuchado-.

            Los que estudian estas cosas, biblistas y arqueólogos, descubren, incluso, que los esquemas que usan los autores deuteronomistas para desarrollar su tesis son extraídos casi literalmente de alianzas que se han encontrado escritas en tablillas y papiros de suma antigüedad.

            El más antiguo tratado hasta ahora conocido, en texto de caracteres cuneiformes, se remonta al tercer milenio antes de Cristo y se firma entre un rey elamita y un tal Naram-Sin, de Acad. El famoso Hammurabi -el del Código- también ha dejado escrito un tratado con Ximri-Lim, un jeque del sur, hacia el año 1770 AC. Se han hallado pactos firmados entre reyezuelos hititas, o entre hititas y fenicios, o egipcios e hititas (por ejemplo, entre Ramsés II por un lado y Hattusili III por el otro, del 1270). Así como también varios tratados neoasirios y arameos, entre el 700 y el 600 AC.

            Estos últimos son, generalmente, lo que se llama tratados o alianzas 'de vasallaje' y fueron los que inspiraron directamente a los autores deuteronomistas. Un país relativamente débil, bajo ciertas estipulaciones, se pone, como vasallo, bajo la protección del país dominante, so pena no solo de que, si no se cumple lo tratado éste tome represalias, sino bajo un aluvión de maldiciones que castigarán al que viole lo pactado. El pacto solía ser refrendado solemnemente en la participación de los firmantes en un banquete de camaradería, en donde el comer la misma vianda se suponía vigorizaba los lazos mutuos.

            Es pues, con este molde que los teólogos deuteronomistas plasmaron pedagógicamente las relaciones de Israel con Dios. Dios sería el soberano dominante, imperial. Israel, el pueblo vasallo que se ponía bajo su protección. Las estipulaciones del contrato, alianza, o tratado, era la legislación que, poco a poco, había elaborado, en su cercana historia, Israel y que había sido recientemente condensada en los diez mandamientos. Todo puesto bajo el patronazgo de la figura legendaria de Moisés, un personaje famoso en los viejos relatos, a la luz de la hoguera, que se habían ido contando generación tras generación las tribus del norte. En una de las versiones de la alianza -la que hemos escuchado en la primera lectura- el tratado se sella con un banquete en donde la sangre esparcida sobre los presentes expresa esa comunión de vida, subordinación y respeto que se forja entre el vasallo y el poder.

            Es según esta alianza, cómo, en los libros de los Reyes, por ejemplo, los autores deuteronomistas interpretan sus éxitos y fracasos. A los monarcas que fueron fieles al pacto y cumplieron sus mandamientos, Dios los ayudaba. Cuando no cumplían, Dios dejaba de protegerlos. Teología simplista y eficaz, pero todos sabemos muy bien, por experiencia personal, que no siempre funcionaba. Por más que nos portemos bien, las cosas pueden perfectamente irnos mal, y al revés...

            Así, esta teología deuteronomista de la alianza se mostró de poca envergadura para sostener las esperanzas de Israel en las épocas difíciles del destierro en Babilonia y de la vuelta al país devastado. Se necesitaba algo más que esa religiosidad primitiva: "me porto bien, cumplo los mandamientos, las cosas me irán bien"; "me porto mal, no cumplo lo pactado, las cosas me van mal". El esquema no marchaba. Los últimos reyes habían tratado de hacer las cosas según la alianza, y así les había ido. Y gran parte de los judíos, quizá los más cumplidores, habían terminado en la miseria y el destierro. La alianza, así, no andaba.

            Entre otras cosas, además, porque se llegó a la constatación de que cumplir los mandamientos era mucho más difícil de lo que parecía. Si la misericordia y bondad de Dios se veían limitadas por los esfuerzos de Israel y de cada uno para cumplir los mandamientos, la verdad es que no eran auténtica misericordia, perdón, bondad, como afirmará luego el cristianismo.

            De allí que, a la vuelta del destierro, a fines del siglo VI y comienzos del V, la escuela deuteronomista deja su lugar -como ya dijimos- a la escuela llamada sacerdotal, los últimos redactores del Pentateuco. Moisés, y su pacto, y la alianza, y las leyes, no eran suficientes, según ellos, para sostener las esperanzas ni de Israel ni de todo hombre falible y pecador.

            Es entonces cuando, estos autores de la escuela sacerdotal, antes que Moisés y su alianza, reflotan y hacen adquirir importancia suma en la historia de Israel a las figuras legendarias y casi olvidadas de los patriarcas, especialmente de Abraham, viejo personaje del folklore sureño, de Judá. Abraham habría vivido supuestamente al menos setecientos años antes que Moisés y, por eso, tenía prioridad sobre éste. Con la figura de Abraham, los autores sacerdotales, corrigen la teología de la alianza y construyen sobre él la teología de la promesa. Si Vds. repasan sus leyendas verán que a Abraham -excepto la circuncisión, que llevará como un sello de protección divina-, Dios no le pide el cumplimiento de nada, sino simplemente que le tenga confianza, que se abandone en sus manos. Ya no son más el rey y el vasallo; ahora casi se trata de las relaciones de un padre con su hijo.

            Abraham se convierte de este modo en una figura casi contrapuesta a la de Moisés con sus condiciones rígidas, con sus exigencias, con sus leyes, con su Dios tonante desde el Sinaí y sus amenazas de castigos. Abraham es la figura del abandono a la voluntad de Dios, de la fe. La fe en una promesa casi absurda, ¡que de él, pobre emigrado de la Mesopotamia, de Ur de los Caldeos, llevado ciegamente hacia las desconocidas tierras de Palestina, anciano con una mujer estéril, saldrá un pueblo numerosísimo! Bendecido 'porque sí' por Dios, y en quien serían bendecidos todos los demás pueblos.

            Abraham se adaptaba así a las necesidades de esos pobres judíos, desterrados 1500 años después en Babilonia, en esa misma Mesopotamia de donde supuestamente habría salido Abraham, y que eran instados por sus dirigentes a regresar y luego perseverar, con una mano atrás y otra adelante -como Abraham-, a sus tierras arrasadas y su destruida Jerusalén.

            Desde entonces los judíos verdaderamente piadosos, y hasta la venida de Cristo, más vivirán de la figura de Abraham -'hijos de Abraham', se llaman a si mismos- que de la de Moisés. Más de la Promesa que de la Alianza. La línea de la Alianza, del pacto, de la ley, del vasallaje, será seguida por escuelas y sectas cercanas a los fariseos. Pero el judaísmo popular, piadoso, al cual se volverá Jesús, confiará más en la misericordia de Dios representada por Abraham, que en el mecanismo del cumplimiento de la ley representado por Moisés.

            Como el hebreo 'berit', 'promesa' se traduce al griego 'diazéke', que quiere decir "decisión definitiva", en latín se tradujo "testamentum". En castellano 'testamento'. Pero actualmente, entre nosotros, testamento tiene el único sentido de voluntad póstuma escrita ante un escribano, así que no sirve para traducir lo que 'berit' quiere decir. Hablar de 'viejo' y 'nuevo testamento' desconcierta a la gente. Tampoco es estrictamente correcto referirse a 'vieja y nueva Alianza'. Eso quedó atrás con Moisés, desde la teología de Abraham. Más bien habría que hablar de 'vieja y nueva promesa'. Pero hay que respetar los usos.

            En fin, que las promesas que Dios había hecho a Abraham, garantizadas y selladas con la sangre de la circuncisión, eran las que alimentaban en los judíos exiliados y en los, luego, vueltos, dominados por persas, griegos y romanos, la esperanza de una nueva restauración, basada en la misericordia de Dios y en su inconmovible promesa.

            De allí que cuando los rabinos hablaban de la 'sangre de la alianza' ya no se referían a la sangre de la alianza que hemos oído mencionar en la primera lectura, sino que la entendían simbólicamente de la sangre derramada por todo judío en el día de su circuncisión, es decir la 'sangre de la promesa'. Es en ese sentido que usa la expresión Jesús en la institución de la eucaristía. La primera lectura, pues, está hoy fuera de lugar, porque hace confundir el sentido de la expresión.

            Y, en realidad, lo mismo hay que decir, un poco, de la traducción castellana de la consagración: en lugar de decir "sangre de la promesa nueva y eterna -'testamentum', dice el original latino del Misal romano-, los celebrantes tenemos que leer, por una desafortunada versión, "sangre de la alianza nueva y eterna". Estamos así lejos de Jesús, ¡en la época de Moisés y su terrible pacto lleno de mandamientos! No en la promesa plena de misericordia.

            Porque en nuestro evangelio de hoy, de la Misa se trata, de la Eucaristía. Leemos los evangelios y pensamos que sus autores, cuando llegan a este pasaje están tratando de relatar lo que hizo Jesús en la Última Cena. Y ciertamente lo están haciendo, pero lo hacen, usando la liturgia de la eucaristía tal cual se celebraba en la época y ambiente en que escribieron los evangelistas. En los evangelios no tenemos estrictamente el recuerdo directo de lo que hizo y dijo el Señor, sino formas distintas de celebrar la Misa.

            Y, de esa época, de sus 'Misales', nos han llegado cuatro fórmulas, levemente diferentes: la que escuchamos recién, de Marcos, probablemente la Misa que se celebraba en Roma en ambientes judíos; la que trae Mateo, parecida, de ambiente judío palestino; la que trae Lucas, según se celebraba la Misa entre los griegos en Antioquía; y la que transcribe Pablo, en su epístola a los Corintios. Juan, quizá por la disciplina del arcano, no trae ningún formulario, pero habla ampliamente de la Misa en sus desarrollos sobre el Pan de Vida. Nosotros utilizamos, actualmente, en nuestra Misa, una versión de muy antiguo origen, levemente distinta a la de los evangelistas.

            Reconstruir exactamente el original de las palabras del Señor es ya casi imposible. Las que tenemos son traducciones y adaptaciones griegas del original arameo, idioma que probablemente usó el Señor; si no es que para este acto solemne no haya utilizado el hebreo. Y ya ven Vds. cómo, nomás traduciendo al castellano, se establecen inmediatamente diferencias de palabras y aún de sentidos según quién traduzca.

            Tampoco es fácil saber lo que pasó exactamente en la última cena, ya que a los evangelistas no les interesaba la reconstrucción histórica, sino, como hemos dicho, transcribir la Misa tal cual se celebraba en sus comunidades. El sentido hondo, empero, de esa cena litúrgica, queda clarísimamente determinado por la ubicación que hacen todos los evangelistas de ésta en la víspera de la Pasión.

            Es claro para ellos que se trata de una acción sagrada en la cual Jesús no hace sino anticipar simbólicamente -y, en la época de los evangelistas, actualizar- los sucesos, interiores y exteriores, de su entrega cruenta en la Pasión.

            Ese es todo el significado de la santa Misa: llevar a su colmo la promesa de Dios a su pueblo. Ya no se trata de tierra prometida, de libertad política, de prosperidad económica, de curar las 'fragilidades' temporales del pueblo, de conducir a Abraham a nuevo techo y fuentes de trabajo, sino de entregarnos sin más Su propia Vida. Una Vida más allá de nuestra condición humana de pecado y de muerte -que eso es el 'estado de pecado' -el 'pecado del mundo'- la condición a la cual queda librado el hombre, biológicamente, sin la elevación de la gracia.

            Y la muerte de Cristo no es ninguna compensación cruenta del vasallo por alguna ofensa hecha a Dios; ni la satisfacción que, en su dolor, ofrecería para aplacar las iras de un Dios enojado por las transgresiones de su pueblo; ni desagravio inhumano por alguna alianza o pacto violado... Se trata simplemente de la acción de pura misericordia y perdón de Dios que regala Su Vida al hombre, mediante la Vida de Su propio Hijo entregado voluntariamente por nosotros. Hijo de Dios e Hijo del Hombre que, en acto de amor, asumiendo sobre si todos los dolores del mundo, nos hace capaces de transformarlos, a nuestra vez, en gestos de amor y de oblación conducentes a la vida.

            ¡Nada de alianza, nada de pactos y exigencias, ni tirano y servidor! Pura promesa de Padre, puro don hecho al hombre. "Tomad, esto es mi cuerpo", "esto soy yo". 'Para Vds.', 'con mi vida humana y divina'. "Esta es mi sangre de la pura promesa". No ya la de la circuncisión. Y menos la de la alianza. La propia sangre de Cristo.

            Otra manera de decir 'la propia vida'. Ya que, en el lenguaje de la Escritura, la sangre es como si hoy dijéramos 'el espíritu', el símbolo de la vida. Decir "esta es mi sangre" habla con más elocuencias de la vida que se entrega y derrama que "este es mi cuerpo, este soy yo". Porque se refiere no simplemente a la presencia real, al estar con, sino a donación total, hasta la muerte. En la Eucaristía, Jesús, haciéndose uno con la voluntad del Padre, se nos da todo, sin reservarse nada.

            En el pan y el vino consagrados, está realmente presente Jesús entregándose a nosotros, lleno de Espíritu, esperando nuestra respuesta de amor.

            La Misa será todo lo reunión de la comunidad que se quiera, todo lo profundamente alegre que uno la considere, pero, antes que nada, es la actualización, en presencia realísima y solemne, de Jesús entregado en cruz.

            El que quiera hacer de la Misa y del Sagrario algo divertido, el que quiera acompañarla con letras vacías y sentimentalonas y música de chamamé o de rock, danzas, guitarras eléctricas y baterías, hacer del templo salón de fiestas, usar lenguaje chabacano, ropa informal y corriente... si está en su cultura hacerlo y está convencido de que esos son signos de respeto, y estaría dispuesto a actuar así junto a María, en el Calvario, al pie de la Cruz, que lo haga. Pero no pierda la conciencia de lo augusto y sagrado del momento más definitivo de la historia del universo que en la Eucaristía se actualiza.

            Jesús está aquí, crucificado y, por eso, plenamente vivo, resucitado, ofreciéndose a vos y por vos, puro amor y promesa, sin exigirte nada sino amor. Y te llama.

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