Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2004 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
(GEP 13/06/04)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada» «Dadles de comer vosotros mismos» les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos». Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: «Hacedlos sentar en grupos de cincuenta» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

SERMÓN

            Es sabido que Martín Lutero, sacerdote agustino, habiendo arrojado sus hábitos, con muy mal gusto desposa una monja, Catalina Bora. Bastante fea según los retratos que nos quedan de ella -claro que él tampoco era demasiado lindo, a juzgar por los respectivos cuadros de Lucas Cranach que nos quedan de ambos-. Esta acción desenfadada no es más que uno de los tantos puntos en los cuales Lutero se aparta de la Iglesia. Porque, en realidad, uno de sus grandes blancos de errores es la Misa católica. Para él, un engendro del Papado, engaño de los fieles, explotación mágica de la credulidad de la gente. Lutero, en su terrible autojustificación del incumplimiento de sus votos, reivindica su libertad plena y arremete contra todo lo que pueda venir al hombre de imposición externa y que no surja de su interior, de su libre albedrío. Horribles dicterios pronuncia aún contra las ligaduras de los propios votos, de su celibato. De allí que, en el prólogo a su Catecismo breve, dirigiéndose, de entre sus partidarios, a los encargados de predicar al pueblo -los que luego se llamarán 'pastores'-, coherentemente les dice "¡Cuidado! Una vez abolida la tiranía papal no hay que constreñir a nadie a creer o a comulgar. Tampoco hay que establecer leyes, ni fijar tiempos y lugares, ni votos. Debemos predicar de manera que sean ellos mismos los que se obliguen, sin que nuestra ley les fuerce a hacerlo... No se te ocurra establecer leyes en esto como hace el Papa. ... Tened bien en cuenta pastores y predicadores, que nuestro ministerio no es el mismo que el que se daba bajo el Papado...."

Es cierto que estas afirmaciones las hace en el ámbito de lo religioso. Pero ya sabemos cómo esta actitud subjetivista termina, en la filosofía moderna y la política, por trasladarse a todos los ámbitos. Se llega a detestar toda legalidad, todo orden que pudiera surgir de una autoridad que no emanara de la opinión popular, ni de la realidad de la naturaleza o de las cosas, es decir de lo objetivo, que, finalmente, desaparece, para dar lugar solo a visiones subjetivas, sin ninguna referencia a lo real, a la natura, a lo que las cosas son. A partir de Lutero el hombre y su inteligencia comienzan a sumergirse en las brumas del 'yo', de la opinión de cada uno, de lo que se piensa, no de lo pensado. No el sentido común, no lo que la realidad y sus leyes imponen, no lo que dice Dios, sino lo que, en su vida personal, se le ocurre a cada uno y, en la pública, a los mamarrachos supuestamente representantes del querer del pueblo. Todo ello es nuestra herencia de Lutero.

Antes de llegar a estos extremos, pero ya en camino, la torpeza de Lutero fue tan grande que no solo negó la legalidad de un orden eclesiástico externo para exaltar en los fieles solo el libre albedrío y la independencia, sino que abominó de la posibilidad de la existencia de objetos que pudieran ser vehículo de la gracia, instrumentos de la vida sobrenatural externos al yo. Lutero terminará, así, por negar nada menos que la existencia de los sacramentos. Ellos vulneran, a juicio de Lutero, la independencia del yo.

Pero, esta negación el ex monje Martín la hará poco a poco y conservando, al comienzo, los ritos correspondientes. Si hubiera enfrentado a los sacramentos abiertamente el pueblo lo hubiera rechazado. Va cambiando las cosas paulatinamente: quitando solemnidad a los ritos, dejando de lado las vestiduras sagradas, los cálices, las patenas, prohibiendo el arrodillarse, afirmando que todos tenían derecho a tocar y aún administrar los sacramentos... Si el matrimonio lo entrega en manos de los príncipes, del poder civil... peor hace con la eucaristía y sus ministros: según Lutero 'todos son sacerdotes', pastor puede ser cualquiera, con tal que lo acepte el pueblo.

Finalmente, cuando su labor de zapa tiene éxito, declara inexistentes todos los sacramentos, excepto el bautismo y la eucaristía. Esto último hubiera sido demasiado, 'grosso'. Aún los cristianos más ignorantes estaban apegados a ellos. Es lo que, hasta no hace mucho, pasaba en nuestra gente: incluso los que no practicaban ni tenían excesiva instrucción católica no dejaban de acudir a la Iglesia para que 'cristianaran' a sus hijos, aún por motivos supersticiosos, 'para que crezcan sanitos', 'pa que no tengan mala suerte'...

No se diga nada de la Misa. Vds. tienen que pensar que, en época de Lutero y, en realidad, entre nosotros -como relata en sus memorias Mariquita Sánchez de Thompson- hasta la época de la colonia, la Misa era una de los pocos actos, 'espectáculos' -digamos- públicos que la gente común tenía para admirar y, sobre todo, para elevarse. ¡Qué fiesta el que llegara el obispo al pueblo y celebrara una Misa solemne engalanado con todos sus paramentos! ¡Qué alborozo en la Gran Aldea cuando arribaba a ella un famoso predicador!

Pero cualquier Misa era ¡la riqueza de los pobres! La solemnidad del ambiente y de los ritos, las vestiduras de los ministros, la magnificencia de los templos, el arte de las imágenes y los vitrales, la maravilla de la música sagrada... Y, al mismo tiempo, la humildad alba de esa hostia que, ya para esa época, se mostraba en el centro de las custodias y a la cual todos podían acudir para mirar, suplicar, hablar, ser consolados. No: eso no se podía quitar así nomás. Así pensaba Lutero.

Y ni siquiera, en aquellos tiempos, Lutero podía -como podría hacerlo ahora, la gente ya estragada en su gusto por el igualitarismo hacia abajo- degradar la Misa, profanizarla, meterle musiquita barata, quitarle solemnidad, manosear la eucaristía, introducir lenguaje chabacano en las celebraciones, hacerla divertida. ¡Si la gente iba a buscar lo contrario: algo que los apartara de su dura vida cotidiana, belleza, palabras solemnes y bien dichas, funciones y cosas que los ennoblecieran, en última instancia, un lugar donde recuperar su autoestima, hacer consciente su dignidad de hijos de Dios. Esa dignidad tan vilipendiada en el mundo de afuera, entonces, y en nuestros días.

Por eso Lutero conservó la Misa. Pero, sin que el pueblo se diera cuenta, le cambió el sentido y, poco a poco, fue quitando ritos, quitando barreras de distinción entre lo profano y lo sagrado, confundiendo a la gente con afirmaciones que halagaban su ego: 'Vds. son iguales al Papa', 'todos pueden celebrar Misa' 'han de servirse Vds. mismos del copón -transformado en plato- con sus propias manos'. Textualmente, a los que se preparaban al sacerdocio, Lutero les escribe: "Huid de ser iniciados en estos ritos... Ofrecer la misa es lo mismo que escucharla... ¿Qué es lo que hay en vosotros que no lo tenga cualquier laico? ¿La tonsura y el hábito talar? ¿la sotana?  ¿El óleo que se derramó en vuestras manos? Pero si cualquier cristiano ha sido ungido y santificado en su cuerpo y en su alma por el óleo del Espíritu santo ... Me destroza pensar en estas impiísimas tiranías de hombres tan temerarios que se burlan de la libertad y de la gloria de la religión cristiana, con estas fútiles y pueriles bagatelas. Que todo el que tenga conciencia de ser cristiano tenga también la seguridad y la convicción de que todos somos sacerdotes en el mismo grado. ¡Oh ignominia de la iglesia de Dios, compuesta por estos monstruos sacerdotales! Frases que, entre otras del mismo jaez, figuran en su obra fundamental: 'La cautividad babilónica de la Iglesia'.

Y su doctrina, pues, aún aceptando a regañadientes ambos sacramentos -bautismo y eucaristía- mutó enteramente su significado. La acción de bautizar ya no tenía valor en si misma: era el bautizado quien se salvaba de la ira de Dios -¡miren que concepto tremebundo de Dios!- por medio de su fe, ya no sobrenatural, transformante, santificadora, sino mera credulidad subjetiva. Así evitaba su condenación. No había estrictamente 'gracia', sino una acción subjetiva, más o menos arbitraria, que supuestamente inspirada por el Espíritu Santo, me obtenía la salvación. "El bautismo a nadie justifica, a nadie aprovecha -leo textualmente a Lutero- lo que justifica y aprovecha es la fe en la promesa a la que se añade el bautismo."

Una vez esto conseguido no era malo asistir -por supuesto no obligatoriamente- a los oficios en donde simbólicamente se conmemoraba la Cena del Señor. Así se llama, entre los luteranos, a la Misa: 'la Cena'. A saber: una reunión de creyentes en donde, alrededor de la mesa, se participaba de una comida fraterna, de camaradería, en donde, al mismo tiempo que cada cual escuchaba la palabra de Dios según su libre interpretación y el pastor aportaba elucidaciones que cada uno podía aceptar o no según le pareciera bien o mal, todos comían pan y vino en recuerdo de Jesús. Ya no existe más el altar, el ara, solo la mesa: la mesa de la palabra, dicen, y la mesa de la eucaristía.

Y continúa Lutero, textualmente: "... cuando el celebrante dice, 'tomad, esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros'; 'este es el cáliz de mi sangre, sangre del testamento nuevo'... lo que intenta con estas palabras es provocar la fe de los que comen, para que, asegurada su conciencia por la fe, tengan la certidumbre de que se les concede la remisión de los pecados". Ahora, que esa Cena tenga algo que ver con la cruz, con el don de si mismo de Jesús, con su resurrección santificadora, Lutero lo niega olímpicamente. Cuanto mucho la muerte de Jesús es la prueba que Dios ha dado, entregando a su Hijo, de que está dispuesto a todo para cumplir su promesa de justificarnos. "La misa -otra vez textualmente- es la promesa que Dios nos hace de la remisión de los pecados. Pero una promesa de tal magnitud, que ha sido sellada con la muerte del Hijo. Por eso la promesa se hace testamento -'el nuevo y eterno testamento', como traducía Lutero- en la muerte del testador". Promesa, pues, solemnísima.

Así que, el que la muerte de Cristo sea sacrificio, consagración, resurrección: nada. Que ella sea la que nos saca de nuestra condición humana y nos lleve a la vida de Dios, a la gracia: nada. La cruz solo es el sello cruel, pero ya superado y dejado en el pasado, de la promesa que Dios nos hace de condonarnos, sin transformarnos, todo castigo.

De tal modo que la Cena -que será celebrada solo en contadas ocasiones- es solo una simpática conmemoración, primero, de las cenas fraternas que Jesús hacía con los suyos, incluso la última y que vienen bien para fomentar nuestros sentimientos de solidaridad, de fraternidad, de abrazos de paz. Y, segundo, en la comunión, de que aceptamos y creemos la promesa de perdón del testador. Pero "no es el sacramento, es nuestra fe", como mucho "expresada en el acto de comulgar -se apresura a aclarar Lutero- la que nos hace herederos de la justificación". No, pues, el poder de Dios: el poder del hombre.

Muchos de estos errores que vuelven una y otra vez al campo de los católicos han sido señalados por Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía del año pasado.

Pero ¡qué magnífica catequesis la de Gibson en su película sobre La Pasión cuando superpone la imagen de Jesús ofreciendo su vida desde la cruz al Padre y la de la Cena ofreciéndose a los suyos en forma de vino y de pan! ¡Cómo se habrán revuelto los huesos de Lutero en su tumba al saber que millones de sus pobres desviados discípulos han visto esta película y la han aplaudido más, incluso, que muchos católicos!

Nosotros sabemos, por supuesto, que sin la fe uno puede acercarse a la Misa y a la comunión todas las veces que quiera y no recibir nada de gracia. Sería lo mismo que comer los manjares más refinados sin tener estómago o sin jugos gástricos. Pero así como el estómago o los jugos gástricos no pueden fabricar su propio alimento, así tampoco la fe subjetiva puede aumentar en nosotros un solo adarme de gracia sobrenatural, de la santidad que solo viene de Dios, de la Vida que está presente en el Vino y el Pan consagrados, transformados, transubstanciados.

La gracia de Dios es eso: gracia, Gracia que viene de Él, no de nosotros mismos ni de nuestros buenos sentimientos, ni de nuestras credulidades, ni de nuestros fervores. ¿Quién será tan soberbio como para pensar que si Dios no se acerca a nosotros, si Dios no nos regala objetivamente Su Vida por el amor que nos tiene, nuestra mente, nuestras vanas afirmaciones, podrán conseguirnos lo que es propio de Él?

Negar la objetividad de los sacramentos en general y de la Eucaristía en particular es pensar, en el fondo, que el hombre ya tiene dentro de si, naturalmente -en su inteligencia capaz de leer lo que se le antoje en la Escritura y creer cualquier cosa se le ocurra, sin someterse a ley, a palabra magisterial, a sacramentos regalados por Dios-, ya tiene lo divino, ya es, por naturaleza, dios. Los sacramentos serán así solo ocasión de educir nuestro propio y divino acto de fe, a la manera de un signo, de un puente de un jardín Zen japonés, diseñado y manejado por un gurú, que lo único que hace es despertar lo que ya teníamos antes, pero dormido. No el maravilloso signo en el cual se nos regala Algo que supera infinitamente nuestra propia naturaleza.

La Iglesia entendió desde siempre que las palabras del Señor en la última Cena no solo aludían al sacrificio de la Cruz sino que prolongarían, en los labios de los sacerdotes que las dirían en su nombre, hasta el fin de la historia, los efectos de dicho sacrificio: la redención, la resurrección, el acceso pleno a la Vida divina.

Y sabemos que esa presencia surgida del altar -siempre del altar, del ara, no de cualquier mesa fraterna- se prolonga maravillosa, generosamente, en forma silente, en los sagrarios de nuestros templos. Allí sigue, contrariamente a las burlas de Lutero, soberanamente presente, ofreciéndonos su amistad, su Vida, los frutos divinos de su Redención. Y por eso, desde el medioevo -cuando la teología hace totalmente consciente la realidad de esa presencia en la Iglesia- ésta propone esta solemnidad de 'Corpus Christi' con especial énfasis, mostrando con orgullo su blanca apariencia a todos los que quieran verla, para que se sepa que los cristianos no confiamos solo en nuestras fuerzas, ni en nuestros sentimientos, ni en las opiniones -aunque sean las de la mayoría-, sino en la obra objetiva de Dios y sus leyes, en su soberanía de Rey, en su estar siempre con nosotros, en su Presencia real, cercana, del Cuerpo y la Sangre del Señor que se nos ofrece, ya resucitado y esperándonos, como adalid y capitán de nuestras vidas, de nuestras empresas viriles de cristianos, de nuestros combates, de nuestros reposos de oración; y como fuente perenne de fuerzas, de consuelo, de perdón.

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