1977 - Ciclo C
SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
12-VI-77
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada» «Dadles de comer vosotros mismos» les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos». Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: «Hacedlos sentar en grupos de cincuenta» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.
SERMÓN
Veíamos el domingo pasado como el Misterio de la Santísima Trinidad, a la vez que nos revelaba la intimidad tripersonal del Ser divino, nos explicaba el ser del hombre, su índole necesariamente social, comunicativa, su ‘ser con’, su ‘ser para otro’, su necesidad de conocer y amar a otros, de ser conocido y amado por otros. Y, veíamos, cómo en la Trinidad se daba paradigmáticamente el modelo antonomástico de toda relación personal, de toda amistad, de toda comunión, convivencia, entrega, unión, encuentro, empatía.
Entrega total que no suprime la diferencia de las personas, que no absorbe ni anula al otro sino que, por el contrario, lo personaliza. “Sí‑mismo” ‑como diría Jaspers‑ que existe para el otro; “si-mismo” en mutua creación, en mutua comunicación, donación, entrega.
Karl Jaspers (1863-1969)
Y casi toda la filosofía moderna, tanto existencialista como estructuralista, simbolista como marxista, neopositivista como pragmatista, con diversidad de matices, está de acuerdo en afirmar que esta donación, comunicación, unión empatía, que se da entre las personas, entre el ‘yo’ y el ‘tu’, entre los ‘si mismos’, se establece fundamentalmente a través del lenguaje.
Es el lenguaje, el habla, lo que me permite abrirme al otro, darme al otro. Mi interioridad se desvela, se revela al ‘tu’ en la epifanía del verbo, de la palabra. Mi ser ‑que es esencialmente ser-para-otro‑ se hace tal en la palabra. Más aún –añade Sartre‑ “el lenguaje no es un fenómeno sobrepuesto al ser-para-otro: es originalmente el ‘ser-para-otro’ (…)” porque “es la posibilidad misma de que una subjetividad se experimente a sí misma como objeto para otro”. Es decir: me doy al otro, soy-para-otro, precisamente en la medida en que soy capaz de revelarme, de traducir mi interior en un lenguaje pasible de ser escuchado, recibido. De tal manera que no puedo decir “tengo un lenguaje” –afirma Sartre‑ porque en el fondo ‘soy’ lenguaje. O, como diría Heidegger: “soy lo que digo”. O Unamuno; “yo soy mi diálogo”.
Y, si bien es cierto que ‘mis circunstancias’ forman parte de mi ‘yo’ y por tanto también los ‘objetos’ son designables por la palabra y el lenguaje, así como esos objetos y su conocimiento tienen valor en tanto en cuanto atañen, de una u otra manera, al hombre, así las palabras que los designan. Por eso aún el lenguaje de las ciencias objetivas está subordinado y es valioso tanto en cuanto sustenta, de uno u otro modo, el propósito esencial del lenguaje que es el de la comunicación de las ‘personas como personas’.
No es cuando digo ‘cosas’, sino cuando ‘me’ digo, que el lenguaje alcanza su máxima función significativa. Por supuesto que tengo también que decir ‘cosas’ y que, con la mayoría de la gente mi decir queda en el plano de significar ‘objetos’, pero precisamente el lenguaje alcanza su máxima dignidad en la relación íntima que tengo con aquel puñado de hombres y mujeres que se constituyen como mis prójimos y amigos –parientes o no‑ a lo largo de mi vida, en el decir-‘me’.
Por ello la palabra, el verbo, el lenguaje, se hacen plenos, auténticos y humanos, cuando sostenidos en el amor. Lo mismo que sucede en el seno de la Trinidad. El ‘Ser para otro’, el ‘Ser con’ del Padre es ‘Su decir’. El Padre que Se dice, Se da en Su Palabra, en el Verbo –segunda Persona trinitaria‑. ‘Decir’ que, siendo ‘entrega’, supone también el amor y, por eso, expiración del Espíritu Santo.
De allí que aún el hablar que solo dice de ‘sí mismo’, pero sin ‘darse’; o hace solo referencia a ‘cosas’, ‘objetos’ y ‘acontecimientos’, por más que se haga ‘con’ otro –dice Buber‑ no es diálogo, es monólogo. Como mucho educirán dos monólogos entrecruzados.
El mismo Buber distingue entre ‘comunicación’ y ‘comunión’. La comunicación es puramente superficial y simbólica, habla de cosas, se refiere a objetos: es propia de la vida ‘social’. La comunión, en cambio, es intrapersonal e implica reciprocidad en la relación ‘yo-tu’, implica amor.
Afirmaciones semejantes a las de Heidegger: la verdadera comunicación no puede darse en el plano ‘inauténtico’ de lo banal, de lo social, de las palabras cerradas en sí mismas, de la charla vana. Y, así como el hombre ha de pasar de la existencia inauténtica a la auténtica, de lo superficial a lo profundo y, a través de la experiencia de la ‘angustia’ y de la ‘nada’, asumir su libertad, su pastoreo, cuidado, ‘die Sorge’, del ser, su ‘ser para la muerte’ ‑zum Tode Sein‑ así también ha de pasar del lenguaje inauténtico y banal, al ‘auténtico’, lo cual hará –defiende Heidegger‑ por obra y gracia del ‘silencio’. Cuando, después de decir ‘cosas’ y tratar ‘monológicamente’ de decirse con palabras,’ se da’ y ‘se dice’ ‘en el silencio’, entonces, finalmente, puede afirmar “soy lo que digo” o “mi decir es lo que soy”.
Pero Dios no ha dicho Su Palabra eterna, Su Verbo, solo en el seno recóndito de Su existentica. Misterio insondable de su amor: no solo nos permite enriquecernos mutuamente en el ‘hablar’, ‘conversar’ entre nosotros, seres humanos, sino que ha querido enriquecernos con Sus ‘decires’, con Su Decir. Y “habiendo hablado muchas y de distintas maneras al hombre por medio de sus profetas” ‑como afirma la epístola a los Hebreos (1, 1)‑“ en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo”, Se dijo a Sí mismo en Su Decir pleno intratrinitario, en su Verbo, en Su Palabra.
“Y la Palabra, el Verbo, se hizo carne y habitó con nosotros”.
La plena entrega del Padre en Su eterno decir que es el Verbo, nos es increíblemente entregada a nosotros en la Palabra hecha hombre, en Jesús de Nazaret. Palabra que no nos dice solamente ‘cosas’, ni se refiere a ‘objetos’, sino que es el ‘ser-para-nosotros’ del Padre. El ‘ser con nosotros’ de Dios, el Emanuel.
Palabra hecha hombre en Cristo que, ciertamente, ‘también’ dijo ‘cosas’ pero que, fundamentalmente, fue autoentrega de Dios al hombre, encuentro, donación, develación, revelación de Su Intimidad, regalo de Su Yo.
Y, para que esto quede claro, para que los ‘decires’ de Cristo no corran el peligro de ser leídos como charla, como ‘Rede’, como pura enseñanza, como hablar inauténtico, como monólogo divino, la Palabra de Dios se hace supremamente elocuente ‑en catarsis heideggeriana del lenguaje‑ en el Silencio perfecto de la Cruz.
Y, allí sí, en ese terrible silencio, la Palabra de Dios se hace plena entrega, decir exhaustivo, revelación y epifanía absoluta al tú del hombre, al otro, a mí, a vos.
A través de la historia, en el seno de la Iglesia, así como las ‘palabras’ de Dios se leen y proclaman en y desde la Escritura, el ‘silencio’ de Dios que hace perfecto sus ‘decires’ a nosotros, su Ser-para-nosotros, se conserva en la muda presencia de la Eucaristía, del Cuerpo del Señor.
Allí está el “Dios con nosotros” prolongando la silente facundia de la Cruz. El Verbo que nos enseña en la ‘liturgia de la Palabra’, se hace don y entrega en la mudez del Pan.
El no se queda en ‘palabras’ como nosotros, en el diálogo inauténtico, en el monólogo, Su hablar termina en el don de Si. Su decir en el ‘éxtasis’ del amor que es, en Dios, Persona, transforma el pan material en Su entregada Mismidad.
Esta es la fiesta que hoy celebramos. La apariencia de Pan ‑con todo su simbolismo de comida esencial‑ que oculta y a la vez revela el libre y amoroso ‘Ser para nosotros’ de Dios.
Máximo tesoro de la Iglesia, divina Presencia, divina Palabra, divina Entrega que te llama a la comunión.
No a la inauténtica comida de un comulgar mecánico, sino al auténtico diálogo con tu fe, en el compromiso cotidiano de la esperanza. No en el ruido de tu cháchara sino en la abnegada y silenciosa entrega de tu Caridad. |