Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1979 - Ciclo B

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»

SERMÓN

Es curioso, nosotros, hombres que vivimos junto a otros seres humanos, ligados por vínculos de afecto, de cariño; seres que, integrados en comunidades humanas de amistad, de vínculos de sangre, de familia, existimos ‘para los demás’, sostenidos ‘por los otros’, dependientes del calor humano de esas relaciones, de tal manera que, cuando la separación de la distancia o de la muerte nos poda estas trenzaduras, estos lazos, vivimos el vacío y la soledad congela y anochece nuestros días. Nosotros, pordioseros de amistad, felices con los nuestros, infelices solos, seres sociales cuyo verdadero vivir es ‘con-vivir’, en realidad estamos hechos de tal manera que somos incapaces de penetrar con nuestra mente la intimidad del otro.
La única persona a la cual –por otra parte, si le prestamos atención‑ podemos conocer ‘directamente’ es nuestro ‘yo’. La única experiencia inmediata de un vivir humano es la nuestra.
Hablamos de dolores, de gente que sufre o es feliz, que está triste o que está enamorada y, sin embargo, la única experiencia verdadera de dolor, de sufrimiento, de felicidad, de tristeza o de enamoramiento será siempre ‘la mía’. La intimidad del otro me está vedada.
Solo porque cuando yo estoy triste lloro, colijo que aquel que desprende de sus ojos humor acuoso padece un sentimiento semejante al que yo mismo expreso con mi llanto; como cuando yo soy feliz o estoy contento río, supongo que aquel se conmueve con un sentir parecido al mío cuando las comisuras de su boca se levantan hacia arriba y de su garganta surge ese sonido singular que todos llaman risa. Pero la tristeza o alegría del otro no podré jamás sentirlas como tales. Cuanto mucho esa su incomunicable alegría o tristeza podrá provocar a través de ruidos y de gestos mi propia interior e incomunicable alegría y pena, sin nunca estar seguro de que esos ruidos y gestos realmente correspondan en el otro al regocijo o congoja que yo siento.

Sí, siempre la intimidad del yo estará oculta al tu. “Personalitas, última solitudo” decía el beato Duns Scoto. La intimidad personal, los propios pensamientos y emociones, siempre internos y por eso celados, escondidos, necesitan expresarse en otra cosa para poder ser transmitidos; y, siempre, imperfectamente.
¡Ojalá pudiera yo transmitir mi pensar abriendo mi magín, mi reflexionar a la mirada directa de los otros! Evitaría el trabajo de componer sermones. Y, ¡cuánto más fácil será para mis oyentes percibir en directo lo que intento transmitirles!
Lamentablemente no es posible La única manera de que mi pensar llegue a los demás es ‘expresarlo’ en ruidos, en sonidos, en estos vehículos de ideas que son los sonidos plasmados en palabras.
Vibraciones sonoras o dibujos ‑líneas cuando escribo‑ que hacen de mensajeros de esos pensamientos que, siguen quedando en mí y, como mucho, a través del sonido, provocando en el que escucha pensares parecidos, nunca iguales.

¿Por qué esto? Si fuéramos solo espíritu no necesitaríamos la mediación de la palabra, del gesto, para expresar nuestros pensares o nuestros sentimientos: bastaría abrirnos al otro con un acto de nuestra voluntad para comunicarnos, digamos, telepáticamente, con él.
Pero no somos espíritus, somos materia espiritualizada, animalidad pensante, y, por eso, todo nuestro interior, para poder brindarse, abrirse, ha de explicitarse, encarnarse en lo corporal.
Mi yo no puede exteriorizarse al otro sin la mediación del cuerpo, de mi cuerpo. Lo interior siempre ha de ‘expresarse’, ‘significarse’ por algo exterior. Mi sonrisa significa mi alegría, mi simpatía por aquel a quien sonrío. Estas palabras, ruidos, significan mis ideas. Este apretón de manos simboliza mi amistad. Este trabajar por los míos encarna mi amor por ellos. Ese rostro inexpresivo no quiere revelar nada o solo descubre estupidez o indiferencia. Estos vestidos paquetes que llevo muestran que estoy de fiesta. (¿Qué voy a Misa?) En última instancia, ¿ven?, el cuerpo significa el alma, el ‘yo’.
El yo no puede darse sino mediante el cuerpo. Las actitudes, sentimientos y emociones anímicos y espirituales únicamente son eficaces en el plano interpersonal cuando se expresan en gesto, palabras u otras cosas. ¡Siempre en el cuerpo, a través del cuerpo!

Esto por supuesto puede dar lugar al engaño. Realizar gestos, emitir palabras que no estén de acuerdo con mis vivencias interiores: posibilidad que da lugar al teatro pero, desgraciadamente, también a la mentira, al engaño y a la hipocresía.

De todas maneras tan una sola cosa es mi yo con lo que expreso en mi exterior, en mi cuerpo, que aquello que es de más íntimo en mi ser y más de por si incomunicable ‑mi ‘persona’‑ hereda su nombre de las máscaras que se usaban en el antiguo teatro griego y romano y que figuraban la personalidad del rol. Esas máscaras se llamaban, en latín, ‘persona’, en griego, ‘prósopon’ y luego –a través del cristianismo‑ pasaron a designar lo que hoy entendemos como ‘persona’. Tan una sola cosa es el yo con el cuerpo que lo expresa que, en hebreo, cuando se dice ‘cuerpo’ se está hablando de toda la persona. Ellos no separaban conceptualmente cuerpo y alma como nosotros. Para un israelita decir ‘mi cuerpo’ era decir, sencillamente, ‘yo’.

Un griego diría que el cuerpo significa, expresa, el alma, el yo. El hebreo dice el cuerpo ‘es’ el yo. El hombre ‘es’ cuerpo, ‘es’ carne.
Pero precisamente esta unión de lo material con lo íntimo, con lo espiritual, hace que el ser humano sea capaz de infundir espíritu en la materia. Cargo de inteligencia el ruido de la palabra. Transformo un pedazo de trapo colorido en bandera. Convierto una succión en beso; una palmada en gesto de camaradería; un mover de manos en caricia; un aspirar del aire en suspiro; una comida en banquete, fiesta, ágape.
Todos sabemos de esas transformaciones que pude hacer el hombre dando valor a los gestos u objetos más sencillos. Lo saben los padre hoy, día del padre, cuando sus hijos han ido con sus regalos y les han significado, más allá del valor de la cosa, su cariño. Es el sentido del regalo: tomar lo ya existente, lo que ya antes es ‘algo’ e infundirle, suplementariamente, lo específico del espíritu y del corazón, la intimidad del que regala, su persona expresada en lo que da.
Es la misma persona que regala quien quiere y puede llegar así al otro mediante el regalo y en él. El ramo de rosas del enamorado ya no es solo una expresión botánica, un conjunto de órganos de reproducción vegetal, tiene algo, proveniente de la persona, que lo eleva por encima de lo que es en sí mismo.
Siempre, pues, nos abrimos y, en el verdadero amor, nos damos, a través del cuerpo o de lo que el cuerpo realiza o expresa.

También Dios quiso darse al hombre. Su santidad inalcanzable, su intimidad personal y oculta, su ‘Yo’. ‑ ¡Oh maravilla! ¡Oh dignación incompresible! ‑ quiso abrirse a nosotros.
Y lo hizo de la única manera que nosotros somos capaces de recibir el yo ajeno, mediante un cuerpo, cuerpo cedido por la Virgen Nazarena, el cuerpo de Jesús.

Jesús de Nazaret fue el signo del amor de Dios, en él Dios se hizo palabra, gesto, caricia, suspiro, ramo de rosas viviente, regalo para nosotros.
Y el signo de Dios –¡siendo Dios!‑ se hizo también signo del amor de ese Dios, haciéndose plenamente amor, don de si, entrega plena de enamorado, en el darse supremo de la Cruz.
Darse que continúa y que, realizado en la historia hace dos mil años, se prolonga en el tiempo a nuestra humana manera, a través gestos, a través de cuerpo, a través de la materia, en este caso materia trasformada, pan.

Esto es mi cuerpo” –dijo‑ en hebreo: “Este soy yo”. “Así como estoy ahora a través de esta carne, de estos ojos, de esta risa, de estos sonidos arameos, ese mi yo que de otra manera Vds. no podrían ver. Así estaré de ahora en adelante a través del pan”. “Esto es mi cuerpo” “Este soy yo entregado por vosotros”, muriendo por vosotros, dándome, amando, amándote.

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