1991 - Ciclo b
SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»
SERMÓN
Curiosamente los desórdenes más grandes de las últimas semanas han correspondido a las dos franjas generacionales que mejor debieran comportarse públicamente: la de los ancianos, que tradicionalmente han representado siempre el buen criterio, la serenidad y la bonohomía filosófica, fruto de la experiencia de los años vividos y del respeto generalmente reservado por la comunidad a los mayores, y la niñez, que, en cualquier sociedad que valga algo, suele conservar en público la compostura que han de imponerle sus mayores. Los primeros, reclamando muy justamente el aumento de sus miserables haberes jubilatorios a una sociedad quebrada que no puede devengárselos, quizá porque precisamente esa misma generación que ahora reclama airadamente y con métodos algo impropios de sus canas sus derechos, fué la que, en su mayoría, aunque sea antipático decirlo, votó o soportó por ignorancia, facilismo o envidia, a los gobiernos demagógicos y falsamente benefactores que en nombre de la "justicia social" arruinaron al país y en nombre de la "seguridad social" los despojaron de sus bienes.
Los segundos, los jóvenes, y no hablo solo de los universitarios, de por si bulliciosos, sino aún de los estudiantes secundarios, apenas salidos de la niñez, dando libre curso, en ruidosas manifestaciones, a sus impulsos de desobediencia, insolencia, grosería e insubordinación propios de la edad, bajo el pretexto, inducido por agitadores, de dudosas motivaciones de índole moral o antipolicial o político.
La última y más bochornosa de estas algaradas infantiles, con destrucción de bienes y violencias sobre pacíficos ciudadanos viandantes, fué la que protagonizó un grupo de muchachos frente a la Lotería nacional en el sorteo de los ciudadanos de la clase 1973, desatándose en injurias contra las fuerzas armadas y el servicio militar. Sin duda que éste no es sino uno más de los signos de decadencia de estos tiempos y fruto de la permanente propaganda antimilitar y del desarme nacional en que se han empeñado nuestro políticos.
Nadie querrá sin duda defender en concreto a tantos hombres que con su conducta mancharon y manchan el honor de su uniforme, como tampoco defenderíamos a religiosos que deshonraran sus hábitos ni a jueces indignos de sus investiduras, pero cuando una sociedad comienza a vulnerar, vilipendiar y despreciar instituciones que pertenecen a la esencia de una nación, nos encontramos frente a uno de los síntomas más alarmantes de la decadencia y la disolución. Y sin más que el ejército es una de estas instituciones fundantes y fundamentales.
Porque, quiérase o no, el espíritu militar, en el orden nacional, es el representante de la virtud de fortaleza de un pueblo. Esa fortaleza que siendo una de las cuatro virtudes cardinales junto con las de la prudencia, justicia y templanza, es el cemento y armazón que estructura el tono y talante de una sociedad; así como la que da substancia y cohesión a las demás virtudes en el orden personal.
Porque lo militar no se caracteriza específicamente por la violencia, por el atropello, por el arrebato. En este sentido precisamente la violencia es el recurso de los débiles, incapaces de autodominio, y también la de los delincuentes. Lo militar, en cambio, es la fuerza dominada, al servicio de la razón y del bien común, que, justamente porque existe, evita la prepotencia injusta del más fuerte o la irracional respuesta violenta del débil y del cobarde. Por otra parte, así como en el orden de la virtud cardinal de la fortaleza su plenitud se alcanza no solo en enfrentar los obstáculos sino sobre todo en resistir la adversidad aún hasta el martirio; así también la fortaleza del soldado se plenifica mucho menos en el estar dispuesto a matar cosa que hace, a diferencia del pusilánime o del forajido, solo cuando resulta absolutamente necesario sino sobre todo en el estar dispuesto a morir. Y así como en lo puramente personal, sin la virtud de la fortaleza son incapaces de sostenerse la templanza, la justicia y la prudencia, tampoco en lo nacional, sin la fortaleza virtuosa -que se tuvo siempre como meta en todas las milicias de las grandes sociedades de la historia- puede sostenerse la salud y la moralidad del cuerpo social. Una sociedad despojada de sus virtudes militares es una sociedad infectada de inmunodeficiencia, de SIDA. Y eso sí que no se arregla repartiendo profilácticos.
La educación de los antiguos romanos pasaba necesariamente por la milicia. Cualquier ciudadano de clase patricia o que, porque de familia pudiente, tenía más responsabilidad en el manejo de la cosa pública, debía pasar obligatoriamente por el ejército para poder acceder luego a la función pública. El 'cursus honorum' de la clase dirigente romana, en la época en que creció y mantuvo luego su grandeza, tenía las bases de su formación primero, por supuesto, en la familia, bajo la obediente sumisión al padre que era el primer maestro y, luego, en la escuela, donde los pedagogos enseñaban lectura, escritura, gramática, aritmética e historia. Pero el retoque, el sello definitivo de su formación, se lo daba el ejército. Cuánto más alto nivel social tenía un ciudadano o más riquezas, más obligaciones tenía y más años debía servir en la milicia. Quien tuviera intención de iniciarse en la vida pública, en la política, como mínimo, debía servir diez años bajo bandera. Pero aún para votar, para tener todos los derechos de ciudadano, había que haber sido alguna vez soldado.
Y quien sepa lo más mínimo de la terrible disciplina del ejército romano, en donde el soldado cobarde era azotado hasta la muerte; en donde el general podía decapitar a cualquiera oficial o soldado por la más mínima desobediencia; en donde a los milicos ladrones se les cortaba la mano derecha y en donde el rancho que compartían oficiales y soldados era habitualmente pan de cebada y habas -tanto es así, tan acostumbrados a éste menú estaban los soldados de César que, un año en que hubo carestía de granos, protestaron porque los obligaban a comer carne y caviar; y tan tremenda era la disciplina en los cuarteles que, para ellos, cuando había que salir a pelear, era un alivio-; quien sepa ésto, se dará cuenta qué escuela de abnegación y de coraje fué para el dirigente romano su ejército y porqué se pusieron a la cabeza del mundo durante más de mil años y legaron su espíritu a la Iglesia Católica Romana y al Occidente cristiano que ella fundó.
Cuando mucho más tarde, después de largos años de servicio militar, se presentaban a los comicios como postulantes a los cargos públicos, a los cuales, ahora sí, podían pretender, se mostraban a los ciudadanos vestidos con una toga blanca, cándida, como para demostrar la simplicidad de su vida y la austeridad de sus costumbres. Y, muchas veces, abrian o levantaban los bordes de su túnica para mostrar a los electores las heridas que, como timbre de honor, habían recibido defendiendo a la patria. Por esas túnicas blancas 'cándidas' en latín que vestían, recibian el nombre de 'candidatos'. Con lo cual da risa que nosotros también debamos llamar candidatos a los poco cándidos postulantes a los puestos de rapiña que tenemos que elegir, nosotros sí cándidamente, cuando nos obligan a hacerlo los mismos que 'democráticamente' nos explotan.
Hacer la apología de la milicia es, pues, todo lo contrario de hacer la apología de la guerra, porque siempre seguirá siendo verdad que, como decían los romanos, "si vis pacem para bellum", "si quieres la paz prepárate para la guerra". Porque, es claro, la paz no es solamente la ausencia de lucha, ni responder cobárdemente lustrándole los zapatos a aquel que me oprime, me roba, me empuja y me viola. Esa paz a costa de la dignidad no es, ciertamente, verdadera paz.
De todos modos, aún en paz, la existencia o no de un ejército en serio viene a ser como el síntoma de la virtud de fortaleza que, aún para los demás ordenes éticos, políticos o económicos de la vida, vive el resto de los integrantes de una nación. Y no solo porque las virtudes militares han de ser poseídas por cualquier hombre que se respete, en cualquier ámbito de actividad que desarrolle, sino porque la existencia de una verdadera milicia nacional -no solamente de una guardia armada al servicio de los comerciantes- es la prueba palpable, el signo testimonial, de que hay un orden de valores, más allá de lo puramente económico y biológico, por los cuales vale la pena incluso dar la vida y éso es lo que hace a la esencia de una verdadera nación, de una Patria.
De ésto tenía especial conciencia el soldado romano. Para él el ingresar en la milicia no era simplemente un asunto de enganche y mucho menos de sueldo. De allí que antes que soldado, asueldado, era mílite, militar. Que, como escribía Marco Terencio Varrón y luego recoge el derecho castellano en las Partidas de Alfonso X: "hobo este nombre de cuento de mil, ca antiguamente de mil homes excogían uno para facerle caballero". 'Uno entre mil', éso quería decir ser militar y era considerado un honor y un privilegio. Por eso para los romanos el entrar en el servicio de una legión, de un regimiento, era casi una acción sagrada que se manifestaba con un juramento al estandarte, a la bandera y al general. A ese juramento, porque sagrado, compromiso de honor frente a lo más sacro, los romanos llamaban "sacramentum". Y la calidad del juramentado, del sacramentado, del que 'uno entre mil' entraba a formar parte de este cuerpo religado con la patria, se expresaba por medio de un tatuaje, de un sello que el recluta recibía y se llamaba 'carácter'.
El 'sacramentum' o sacramento era pues lo que hacía que un romano se juramentara con su jefe y con su bandera y entrara a ser miembro de la milicia, recibiendo por ello un sello, un carácter.
Esto no dejará de tener importancia para entender el cristianismo. Porque el término que se utilizó en latín para traducir la palabra mysterion griega -de la cual hablamos el domingo pasado- y que a su vez traducía el sod hebreo, fué precisamente sacramentum.
Y es un tal Quinto Septimio Florencio Tertuliano, natural de Cartago, nacido allí hacia el año 155, hijo de un centurión de la cohorte proconsular, quien utiliza el término para designar con él a lo que hoy nosotros llamamos, entre cristianos, los sacramentos. Tertuliano, él mismo habiendo hecho su largo servicio militar, ejerciendo luego la abogacía y habiendo escrito eruditas obras de derecho, se convirtió al cristianismo en el año 193, a los treinta y ocho años. Y lo que, según su propio testimonio, lo impulsó a la conversión fué precisamente la fortaleza heroica que los mártires cristianos mostraban en los procesos persecutorios que en aquel tiempo se desencadenaban contra ellos. Eso es lo que provocaba la admiración del viejo soldado: "Ante constancia tan prodigiosa -escribe- todo el mundo se siente como sobrecogido por una inquietud y desea ardientemente averiguar su causa: y en cuanto descubre la verdad, inmediatamente la abraza."
No es extraño que este sólido romano -porque Africa entonces era romana, como luego cristiana, hasta que nos la robaron los musulmanes- no es extraño digo, que este soldado y jurista romano atribuyera las mismas propiedades del sacramentum militar -que anudaba mediante el vínculo del juramento sacro al jefe y su estandarte con sus soldados- al bautismo y a la eucaristía. Y que, precisamente, en estos ritos vinculantes viera la fuente de la fuerza que mantenía a los cristianos en la integridad de su fé y en el vigor de su moral.
Tertuliano es, pues, el primer escritor que aplica la palabra 'sacramentum' al bautismo y a la Eucaristía.
A partir de la definición de San Pablo del cristiano como soldado de Cristo, utiliza el término 'sacramentum', con el sentido militar que se daba en su época, el de juramento de fidelidad -sacramentum fidei-, para calificar al bautismo y a la eucaristía, a cada uno de los cuales llama 'sacramentum militiae Christi', 'sacramento de la milicia de Cristo'.
El nuevo recluta de Cristo queda marcado con el 'signum' o 'signaculum fidei', 'el signo de la fé' -que es lo que hoy decimos cuando afirmamos que el bautismo imprime carácter- y que define su pertenencia al ejército cristiano. No hay que olvidar que el término original 'ecclesia' -iglesia- en griego, designaba a los ciudadanos convocados a las armas, al ejército nacional.
De tal manera que con la palabra sacramento se realiza la síntesis entre el concepto griego de "misterio": la revelación del secreto luminoso -como decíamos el domingo pasado-, del proyecto, plan, estrategia de Dios respecto de los hombres y el concepto romano de "sacramentum', llamado a las armas del 'dux' o 'imperator' o general, Cristo, y el compromiso del nuevo caballero, mílite, juramentado y coligado públicamente con aquél, llevando tatuado en su interior el carácter de su pertenencia.
Y, si entre todos hay alguno que valga más que otro, el de la Eucaristía, el del Cuerpo y la Sangre de Jesús, cumple por antonomasia las características del sacramento.
Porque también Cristo nuestro 'imperator', nuestro jefe, levanta cotidianamente su estandarte en cada mesa de leva, de reclutamiento que son cada una de las mesas de sus altares. Cada eucaristía es también un llamado a las armas, una convocatoria, a los soldados, a los caballeros -como bien lo entendió la antigua saga eucarística de los caballeros de la mesa redonda-. Aquí aunque todos son llamados, solo acuden uno entre mil: "Dichosos, privilegiados, los invitados a la mesa del Señor". También aquí importa nuestra respuesta viril, nuestro compromiso público de combatir por nuestro estandarte y nuestro jefe sin retroceder. También aquí, en esta mesa, junto con el gozo de pertenecer a las filas del más grande general y del más condecorado regimiento y con la promesa indefectible de la gloria y del triunfo más plenos, se nos ofrece también austera disciplina, comida fortificante pero no siempre delicada, agobiantes vigilias y duras batallas.
Ya todos llevamos en nuestro corazón y en nuestros brazos y en el pomo y la culata de nuestras armas el sello indeleble de nuestro carácter bautismal, el primer sacramento; pero, cada vez que nos acercamos a la mesa del Gran Sacramento, del Sacramento Santísimo, del misterio luminoso en donde, arengados por su palabra y fortalecidos por su real presencia, participamos en su mesa del rancho sagrado de su cuerpo y de su sangre, cada paso que damos hacia la mesa del altar, es un paso al frente en el cual renovamos nuestro compromiso de lealtad, nos ofrecemos para ir a la vanguardia, nos proponemos para la más peligrosa misión, y ponemos nuestras vidas y nuestros bienes a disposición de nuestro jefe y de su bandera enastada en cruz.
Al término de esta santa convocatoria y compromiso, de este sacramento de la Misa de hoy, en esta solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, del Santísimo Sacramento, brevemente vamos a vitorear al Señor Jesús, como los antiguos soldados a su general levantado en sus escudos y paseado por su campamento. Renovemos allí nuesto compromiso cristiano, nuestro sacramento, nuestro sacro juramento de fidelidad a Cristo Señor. Y prometámosle seguirle a cualquier batalla en que se empeñe, a cualquier lisa o campo de honor al cual nos convoque, a cualquier trinchera a que nos mande vigilar y defender o morir. El es el Señor y, finalmente, triunfaremos con El.
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