"Así como el agua del bautismo" -afirmaba- "sin dejar de ser agua, recibe la virtud de regenerar a los fieles, así el pan y el vino quedan dotados de una virtud sobrenatural. En la boca se recibe el pan; en el corazón, espiritualmente, la fuerza y riqueza del cuerpo de Cristo."
Lo cierto es que, hasta este momento, nadie se había ocupado de precisar demasiado la doctrina sobre cómo estaba realmente Cristo en la eucaristía.
La Iglesia de los primeros tiempos lo que vivía solemnemente era la santa Misa, y la comunión que, en ella, consumaba el sacrificio. Es claro que, también entonces, para aquellos que no podían asistir personalmente, presos o enfermos, se reservaban trozos de pan consagrados, para luego llevárselos en momento oportuno. Más aún: como no era costumbre celebrar Misa todos los días, a los fieles les era permitido llevar las especies eucarísticas a sus domicilios y servirse de ellas durante la semana. Esta costumbre está atestiguada todavía en el siglo VII.
En las Iglesias parroquiales, las especies se colocaban en sencillas cajas que se guardaban en la sacristía. No parece que, hasta el siglo X, comenzara a extenderse la costumbre de guardarlas en el interior del mismo templo; a veces, en cajas en forma de paloma colgadas del techo -y que se pueden ver aún en uno que otro museo de Europa-; a veces, directamente sobre el altar; otras, en sagrarios empotrados en la pared.
Lo que no está atestiguada todavía para esa época, es que hubiera costumbre de rezar delante de estas especies eucarísticas. La eucaristía estaba para comulgar, y no parece que a nadie se le ocurriera orar frente a ella.
Pero, precisamente la aparición de Berengario y su prédica imprecisa, malsonante, al mismo tiempo que despierta la reacción de teólogos que defienden la presencia real, no meramente simbólica, de Cristo en la eucaristía, suscita un movimiento de veneración y respeto a esa presencia que desembocará, finalmente, no solo en la elucidación de la doctrina, sino en las prácticas católicas de rezar delante del sagrario, de la lámpara encendida permanentemente frente a él, de la exposición y bendición con el Santísimo, de las procesiones con el ostensorio y de esta solemnidad de Corpus Christi que hoy estamos celebrando, instituida por Urbano IV en 1264 y extendida a toda la Iglesia por Clemente V en el 1311. Quienes rezan el breviario en latín habrán de saber que fué Santo Tomás de Aquino quien compuso íntegramente el oficio de este día, con sus bellísimo himnos, el Tantum Ergo y el Pange lingua.
Amén del pobre Berengario que, después de unas cuantas idas y venidas, finalmente, ya al ocaso de su vida, aceptó la doctrina de la Iglesia y murió piadosamente a los 89 años retirado en una isla, San Cosme, cerca de Tours, otros que contribuyeron poderosamente a la afirmación de la doctrina y piedad católicas, fueron los albigenses, partidarios de doctrinas cátaras, maniqueas, dualistas, que, en el siglo XI y XII se habían propagado por todo el sur de Francia, especialmente en las ciudades de Albí -de allí su nombre-, Carcassonne, Toulouse y Beziers.
Eran, como digo, dualistas: afirmaban a Satanás como un ser tan poderoso como Dios. Según ellos y siguiendo la antigua doctrina de Manes, el fundador del maniqueísmo, Satanás había creado la materia para encerrar allí a las pobres almas creadas por Dios bueno. Todo lo material era, pues, malo: el cuerpo, los sentimientos, las nupcias, la propiedad privada... El hombre debía liberarse de este cuerpo y domarlo por medio de rigurosos ayunos; debía abstenerse del uso del matrimonio y, sobre todo, no tener hijos, porque esa era la ocasión que usaba Satanás para encerrar a una pobre alma en el cuerpo. Para eso inventaron diversos métodos mecánicos de anticoncepción, siendo en ello pioneros de nuestro mundo actual. Y promovían, a la manera de todas las sectas de hoy en día, comer solo vegetales, porque en los animales a lo mejor estaba encerrada el alma de algún mísero hombre.
En realidad -sostenían- lo más perfecto que uno podía hacer era suicidarse. Y, de hecho, muchos lo hicieron, abriéndose las venas o, mejor aún, más en consonancia con su doctrina, absteniéndose de comer.
Sin embargo los suicidas no fueron tantos, porque cuando -a pesar de continuas misiones de los cistercienses, de enviados del Papa y finalmente de la nueva orden de los dominicos, fundada por Diego de Osma y Santo Domingo de Guzmán, justamente para predicar a los albigenses- es asesinado el legado papal Pedro de Castelnau, el 15 de Febrero de 1203, prácticamente todo el sur de Francia y norte de Italia, hasta Milán está en manos de los albigenses.
El papa Inocencio III no tiene más remedio que llamar a la ayuda de los católicos a los caballeros cristianos de todo el mundo, y se realiza así la conocida "Cruzada contra los albigenses", liderada por Simón de Montfort, y en donde hubo tantos actos de arrojo y heroísmo, pero también de crueldad y salvajismo, de uno y otro lado. La cuestión se resolvió finalmente en la época de San Luis Rey que logró, mediante el tratado de Paris-Meaux, unificar a Francia católica bajo su cetro.
No se jugaban allí solamente problemas doctrinales abstractos, ni siquiera de ambiciones territoriales de algunos nobles y señores: se trataba de una concepción del hombre y del mundo con funestas consecuencias sociales. En la doctrina albigense la redención se transformaba -como en las gnosis orientales, hindues, budistas, cabalistas- en una pura huída de la materia, en donde quedaba desvalorizado todo lo humano, lo artístico, lo corporal. La creación, lejos de ser el milagro de la belleza divina manifestada en la realidad del mundo y de la vida, era la prisión oprobiosa de la cual debía huir el hombre espiritual, sin ocuparse de ella, ni mejorarla. Todo lo que fuera trabajo corporal, artesanal, artístico, quedaba rebajado; todo lo que fueran relaciones humanas, vínculos familiares, comunales, patrióticos, hostigados.
Peor aún: como la realidad material no valía nada y el cuerpo menos, muchos sacaban de conclusión de que cualquier cosa que se hiciera con él, incluso las aberraciones morales más monstruosas, era indiferente: el hombre espiritual podía tomarse cualquier licencia con su cuerpo porque éste no contaba. Así caían en las procacidades y excesos más obscenos.
También la propiedad privada era para los albigenses un delito. Pero éste principio no servía para poner en común todos los bienes, sino para que los más fuertes se apoderaran de los de los demás sin escrúpulos. En resumen, la doctrina albigense llevaba a la anarquía y a la inmoralidad extrema. Era una especie de racionalismo y liberalismo antes de tiempo.
Y en lo que atañe a los sacramentos por supuesto que se burlaban de ellos. ¿Cómo iba el Dios bueno a usar la materia mala creada por Satanás para transmitir su gracia? Como mucho, los sacramentos podían entenderse como meros símbolos, para la gente imperfecta, el pueblo, los que no eran suficientemente espirituales o inteligentes como para comunicarse directamente con el Espíritu Santo. Y del sacramento del cual más se burlaban era el de la eucaristía. ¿A quien se le podía ocurrir que en la vilísima materia de la harina y del vino pudiera caber la bondad de Dios?
Es también con ocasión de estas afirmaciones albigenses tan groseras que la piedad eucarística de los católicos se levanta. Para esta época comienzan a multiplicarse los milagros del tipo de 'hostias que manan sangre', como los de Bolsena, en Italia, Wilsnack, en Brandeburgo, o Daroca, en España. El pueblo fiel quiere ver, mirar la hostia consagrada, y surge la costumbre de la elevación en la Misa, de arrodillarse durante la consagración. Incluso -excesos de la piedad- se llega a hablar de una "comunión visual", y mucha gente asiste a tantas misas cuantas puede los domingos con tal de mirar la hostia.
El caso es que, en 1215, se reune en Roma el IV concilio de Letrán, convocado por el gran Papa Inocencio III: 71 arzobispos, 407 obispos, 800 abades y priores, gran número de representantes de obispos ausentes, y embajadores de los emperadores de Oriente y de Occidente, de los reyes de Aragón, Francia, Hungría, Inglaterra, Jerusalén, del Dogo de Venecia y de muchos reinos más. Una de las asambleas proporcionalmente más numerosas que haya tenido la historia de la Iglesia.
El Concilio promueve una gran reforma de las costumbres, tanto de los fieles como del clero, contenidas en 70 capítulos. Todavía hoy está en vigor el célebre capítulo 21, según el cual todo cristiano llegado al uso de la razón está obligado una vez al año a la confesión y comunión pascual. Una exigencia mínima que respondía al deseo del papa de no decretar nada que no se pudiera realizar y que se redujera por consiguiente a letra muerta.
También el concilio apoya la cruzada contra los albigenses y entrega a Simón de Montfort el condado de Toulouse. Otrosí convoca a una gran cruzada contra los sarracenos que depredan Tierra Santa, y que será la cuarta. Al mismo tiempo ordena a todos los obispos a cuidar la doctrina que se enseña en sus diócesis, creando para ello tribunales especiales, que serán los de la Inquisición, de tan calumniada y mentida fama.
Pero a lo que nosotros interesa hoy es que, a la cabeza de los setenta capítulos, va una profesión de fé, un credo, llamado "Firmiter" (porque así comienza "Firmiter credimus", "Firmemente creemos") en que, además de reafirmar la existencia de un solo Dios y la bondad de la creación y de la materia -contra los dualistas-, toca también, especialmente, -contra la doctrina de Berengario y de los albigenses- el asunto de la presencia de Cristo en la eucaristía. En esa parte dice así:
"[Y creemos también que] una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie absolutamente se salva, y en ella el mismo sacerdote es sacrificio, Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contiene verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies de pan y vino; después de transustanciados, por virtud divina, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para acabar el misterio de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo lo que El recibió de lo nuestro (DS 802)."
Por primera vez aparece aquí, en el magisterio de la Iglesia, el término "transubstanciar", "transubstanciación", que luego empleará también solemnemente el Concilio de Trento, contra Lutero, en su sesión décimotercera de 1551: "Puesto que Cristo -sostiene-, nuestro Redentor dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su cuerpo, de ahí que la Iglesia de Dios siempre tuvo la persuasión, y ahora nuevamente lo declara en este santo concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo nuestro Señor; y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esa conversión fué llamada oportuna y propiamente, por la Iglesia católica, transubstanciación"
Lo cual reafirma en el canon 2 de esa misma sesión: "[quien] negare aquella admirable y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las apariencias de pan y de vino; conversión que la Iglesia católica llama muy a propósito tansustanciación, sea anatema."
Esta fórmula "transubstanciación" ha vuelto a ser reafirmada recientemente por Pio XII en su encíclica "Humani generis" de 1950 y por Pablo VI en 1965 en la "Mysterium fidei".
Pero se reconoce que, como tal, ofrece alguna dificultad a la comprensión común del hombre de hoy. Ya no se entiende la palabra substancia como término filosófico, sino solo en su acepción física, química, y es evidente que a ese nivel físico, químico, en la transubstanciación, no sucede nada con el pan y el vino de la eucaristía.
Lo que pasa allí es algo mucho más profundo, en la esencia metafísica del ser, eso que percibo en los demás más allá de su figura, de sus colores, de su apariencia, de lo duro y lo blando, de lo caliente y lo frío, de lo químico y lo biológico, y que es su propia personalidad, su yo. Eso que no cambia con el transcurrir del tiempo, aunque cambien todos sus átomos cada cinco años, aunque mute su aspecto; eso que es el núcleo íntimo de su mismidad, su identidad. Eso sería la substancia, el substrato metafísico que unifica todas las acciones y apariencias de la persona; lo que da sentido y significado a su composición química, física.
Y eso es lo que desaparece del pan y el vino en la eucaristía y es reemplazado por el ser, la sustancia de Jesús. Ese Jesús que, porque glorioso, resucitado, más allá de este tiempo y de este espacio, es tangente a todos los tiempos y los espacios de nuestra historia y puede, por eso, desde allí, (en realidad desde aquí), convertirse en sustancia de lo que después de la transubstanciación queda en apariencia de vino y de pan. Porque ciertamente en cualquier lugar que estemos podemos decir "Jesús está aquí"; pero solo de la eucaristía puedo decir "ésto es Jesús".
Ciertamente que si una gallina o una persona que no creyera tocara o comiera el pan o el vino consagrado, ello no le influiría en nada, como un ciego que tocara un volumen del Quijote, o un argentino que mirara un texto en chino. Pero no por eso el libro dejaría de ser el de Cervantes, ni el texto chino un texto con sentido, ni la eucaristía el verdadero cuerpo y sangre del Señor.
Contra todo maniqueísmo, contra todo dualismo, la eucaristía habla, entre otras cosas, de la admirable dignidad de la materia. Esa materia que, ya en el pan y el vino, 'obra de la naturaleza y de las manos del hombre', ya empieza a ser transformada a su estado definitivo, el de los nuevos cielos y la nueva tierra de la ultimada creación. Es a través de esa materia -que reverentemente podemos mirar, adorar y consumir- como todo el universo material y todo lo humano se pone en contacto real con el mundo final. A través del pan y del vino transustanciados, la materia, y nosotros, seres materiales, nos asomamos real y tangiblemente al cielo.
En la eucaristía vive realmente Jesús Resucitado y, desde allí, nos ofrece esa su Vida, en oferta de amor y amistad, en prenda de encuentro y unidad, en signo real de cercanía y vecindad.
La Eucaristía es el don más admirable que posee la Iglesia y, desde que se dio cuenta, el sagrario, el lugar más digno y sacro de nuestros templos.
Que no se diga nunca, en este Buenos Aires descreído y cínico, inquieto por las cosas pasajeras; en este Buenos Aires adorador de los falsos ídolos de la política, de las finanzas, de la farándula y del deporte, que no se diga, que ningún católico cabal, al pasar frente a una Iglesia, por más oculta que esté bajo los edificios de cien pisos que quizá la aplasten, pero donde sabemos está presente el Rey del Universo bajo la forma de pan, nuestra pequeña puerta del cielo, que no se diga, que no nos hemos detenido para una visita, o, al menos, hecho, reverentes, la señal de la cruz, elevado una plegaria, un saludo, un gesto de amistad.