Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1996 - Ciclo A

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 51-58
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo". Los judíos discutían entre sí, diciendo: ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?" Jesús les respondió: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida, y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".

SERMÓN


Allá por el siglo XI un tal Berengario, nacido en Tours, ordenado sacerdote, arcediano de Angers en el 1040, comenzó a enseñar públicamente que, en realidad, -cito literalmente-: "la eucaristía no es verdadera y substancialmente el cuerpo y la sangre del Señor, sino que así la llamamos, en tanto que, como sombra y figura, los simboliza (1)".

"Así como el agua del bautismo" -afirmaba- "sin dejar de ser agua, recibe la virtud de regenerar a los fieles, así el pan y el vino quedan dotados de una virtud sobrenatural. En la boca se recibe el pan; en el corazón, espiritualmente, la fuerza y riqueza del cuerpo de Cristo"

Lo cierto es que, hasta este momento, nadie se había ocupado de precisar demasiado la doctrina sobre cómo estaba realmente Cristo en la Eucaristía.

La Iglesia de los primeros tiempos lo que vivía solemnemente era la santa Misa, y la comunión que, en ella, consumaba el sacrificio. Es claro que, también entonces, para aquellos que no podían asistir personalmente, presos o enfermos, se reservaban trozos de pan consagrados, para luego llevárselos en momento oportuno. Más aún: como no era costumbre celebrar Misa todos los días, a los fieles les era permitido llevar las especies eucarísticas a sus domicilios y servirse de ellas durante la semana. Esta costumbre está atestiguada todavía en el siglo VII.

En las Iglesias parroquiales, las especies se colocaban en sencillas cajas que se guardaban en la sacristía. No parece que, hasta el siglo X, comenzara a extenderse la costumbre de guardarlas en el interior del mismo templo; a veces, en cajas en forma de paloma colgadas del techo -y que se pueden ver aún en uno que otro museo de Europa-; a veces, directamente sobre el altar; otras, en sagrarios empotrados en la pared.

Lo que no está atestiguada todavía para esa época, es que hubiera costumbre de rezar delante de estas especies eucarísticas. La eucaristía estaba para comulgar, y no parece que a nadie se le ocurriera orar frente a ella.

Pero, precisamente, la aparición de Berengario y su prédica imprecisa, malsonante, al mismo tiempo que despierta la reacción de teólogos que defienden la presencia real, no meramente simbólica, de Cristo en la eucaristía, suscita un movimiento de veneración y respeto a esa presencia que desembocará, finalmente, no solo en la elucidación de la doctrina, sino en las prácticas católicas de rezar delante del sagrario, de la lámpara encendida permanentemente frente a él, de la exposición y bendición con el Santísimo, de las procesiones con el ostensorio y de esta solemnidad de Corpus Christi que hoy estamos celebrando, instituida por Urbano IV en 1264 y extendida a toda la Iglesia por Clemente V en el 1311.

Pero esta misma toma de conciencia de la iglesia respecto a la presencia real del Señor en la Eucaristía se tradujo también en la forma de tomar la comunión. No hay testimonios de los comienzos mismos. Es probable que, a la manera presunta de la última Cena, el celebrante partiera al pan con sus manos y ofreciera un pedazo a cada uno de los comensales que, a su vez, lo tomaban con sus dedos. Cuando se comenzaron a construir templos, a la manera de nuestras iglesias actuales, la eucaristía se partía en el altar, de donde la tomaban los ministros que, una vez habiendo ellos comulgado, recorrían el templo -que no tenía bancos como hoy- repartiendo a los circunstantes, de pie, por grupos, la eucaristía en las manos.

En el siglo IV ya los fieles se acercaban al altar. De todos modos una cierta disciplina del arcano y la separación cada vez mayor entre fieles y clero hizo que, pronto, entre el presbiterio y la nave se levantaran rejas de separación -más o menos como la que hasta no hace mucho tiempo se veía aún en las Esclavas de Montevideo-. Estas rejas solo se abrían para permitir pasar a los que comulgaban. En realidad estos subían a hacerlo hasta el mismo altar. Pero esta costumbre fue poco a poco quedando reservada a los monjes; los fieles debían comulgar, ya en el siglo VIII, fuera de la reja o en algún altar lateral.

En las iglesias del norte de África, en la época de San Agustín, está atestiguada la costumbre de la presencia, no de una reja, sino de una baranda más alta que los comulgatorios que nosotros conocemos y en donde los asistentes comulgaban de pie.

Es recién en la época posterior a las discusiones con Berengario, entre los siglos XI y XVI que se va introduciendo muy lentamente la costumbre de recibir el Cuerpo del Señor ‘de rodillas'. Las mismas pinturas de esta época, trasladando anacrónicamente esta costumbre a la antigüedad, pintan cuadros de la última Cena en donde Jesús da la comunión a sus apóstoles puestos de rodillas. Todavía en el año 1602 hay una exhortación del obispo de Paderborn aconsejando que, donde no sea incómodo, es conveniente dar la comunión de rodillas. Por lo cual se ve que la costumbre en esa época tan tardía todavía no era universal.

La comunión del cáliz, por razones fáciles de comprender siempre fue dada de pie.

Esta postura de rodillas no fue ciertamente la única manera de expresar la reverencia al Sacramento. Santa Hildegarda mandaba a sus monjas acercarse a la comunión vestidas de blanco y ataviadas, como para un desposorio, con una corona de flores que llevaba, encima de la frente, la imagen del Cordero. Para esa misma época los monjes de Cluny se acercaban a comulgar sacándose los zapatos, y los canónigos de Letrán llevando todos su capa pluvial. Lo que era costumbre universal era, antes de recibir la comunión, besar la mano del que la daba.

Se prescribió en muchas partes una genuflexión previa; en algunos lugares se besaba primero el suelo o el pie del sacerdote.

Ciertamente que los seglares se lavaban las manos antes de comulgar. En ninguna iglesia faltaba, en el atrio, una fuente con piletones donde los que ingresaban realizaban estas abluciones previas. De todos modos, ¡ah el machismo!, las mujeres no podían recibir el cuerpo del Señor con la mano desnuda, sino que la tenían que cubrir con un pañuelo blanco.

Pero también, a partir del siglo IX, se va introduciendo la costumbre de dar la comunión no en la mano sino en la boca. Había sido habitual hacerlo con los enfermos, pero desde estas épocas se inicia la extensión de la costumbre a todo el mundo, por la reverencia que iba aumentando hacia el Santísimo Sacramento.

También, en parte por los peligros del abuso. San Agustín contaba de emplastos que se hacían con la eucaristía para curar heridas infectadas y hubo sínodos españoles que se vieron obligados a disponer que quien después de recibir la Eucaristía en la mano no la sumiese en el acto, debía considerarse como sacrílego. Este cambio a la comunión en la boca se hizo aproximadamente por el mismo tiempo en que se dio el paso del pan fermentado al pan ázimo y está relacionado seguramente con él, por la facilidad con que se adherían a la lengua húmeda las partículas de las delgadas obleas.

Después del siglo XV se añade el uso de la bandeja, para que ninguna partícula caiga al suelo, y un comulgatorio más bajo donde todos debían arrodillarse, cubierto de ordinario por un paño. A ello solía agregarse una genuflexión previa y una posterior a la comunión.

Y todo preparado con gran ceremonia, ya que la comunión de ninguna manera era frecuente entre los fieles y la obligación del ayuno y la confesión previa la dificultaba. Todavía en el siglo pasado, en el convento de Lisieux, en donde las monjas comulgaban con cierta asiduidad una vez por semana, Santa Teresita ocupaba tres días en prepararse para ello y tres días para hacer acción de gracias.

Las costumbres cambian. El movimiento eucarístico de este siglo ha instado a todos a la comunión frecuente, aún diaria, y, después del Concilio Vaticano II, muchas ceremonias se han simplificado -puede que a costa de ciertas actitudes exteriores que inducían al mayor respeto, pero ganando en sencillez-. Por varias razones la santa Sede ha concedido desde entonces ‘indulto' a los episcopados que lo solicitaren de volver a la antigua costumbre de la comunión en la mano. En muchos países ya es optativo -siempre el fiel tiene derecho a comulgar en la boca- que se pueda recibir la comunión de esa manera. Nuestro propio episcopado ha solicitado la autorización, en la última Asamblea de la Conferencia Episcopal, a Roma. La respuesta aún no ha llegado pero se estima será positiva, por lo cual pronto se retrocederá a esa antigua costumbre y cada uno podrá adoptarla libremente, de acuerdo a su estilo propio de mostrar reverencia al Señor.

Ello no tendría que afectar la adoración y el humilde asombro que cada uno de nosotros ha de tener cada vez que se acerca a nosotros, en forma de pan, la soberana majestad de nuestro Señor, realmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en cada fragmento de pan.

Dios nos de la gracia para que esta forma de comulgar -a aquellos que la adopten- no disminuya sino aumente la fe y debido respeto al Santísimo Cuerpo del Señor.

1- "Eucharistiam Domini non esse vere et substantiliter corpus et sanguinem Domini, sed sola voce sic appellari, pro eo quod tamquam umbra et figura significativa sit corporis et sanguinis Domini."

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