1997 - Ciclo b
SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»
SERMÓN
Quienes hemos sido educados en la liturgia de nuestros días sentimos como si la solemnidad que hoy celebramos fuera una especie de reduplicación del Jueves Santo. ¿No se conmemoraba el Jueves Santo la última Cena y por tanto la institución de la Eucaristía? ¿A que viene esta nueva fiesta eucarística y escuchar otra vez el relato de la comida en la cual Jesús nos hace el precioso legado de su Misa?
Es que, en realidad, el Jueves Santo, hasta muy entrado el siglo X, no formaba estrictamente parte de las ceremonias pascuales. Y aún entonces se consideró simplemente el último día de la cuaresma y se celebraba Misa al solo efecto de tener en reserva hostias para comulgar el Viernes Santo. Poco a poco el traslado de la eucaristía al lugar de la Reserva, con el objeto de guardarla para su posterior distribución el viernes, dio lugar a una procesión de singular solemnidad. Pero dicha procesión se entendía menos como homenaje a la Eucaristía que como conmemoración del entierro de Jesús, tanto es así que el lugar donde se ponía el copón con las hostias era llamado 'monumento' y la procesión que hasta allí lo llevaba 'procesión del santo entierro'.
El Jueves Santo recupera toda su dimensión eucarística recién con la reforma de Pío XII. Mientras tanto la piedad eucarística había tenido que buscar otros cauces, entre ellos la solemnidad de Corpus Christi.
Corpus Christi es una fiesta que nace cuando, después de la negación de la presencia real de Cristo en la hostia por parte de Berengario y de los cátaros, la Iglesia toma conciencia explícita del tesoro que tiene en las manos. Hasta entonces, -hablamos del siglo XI-XII- la eucaristía se conservaba solo para su distribución a los enfermos, no para la adoración. Tanto es así que, fuera de la Misa, aquello a lo cual tenía veneración el pueblo cristiano era más bien el altar y no el Santísimo. Era poniendo las manos sobre el altar como se prestaban los juramentos solemnes, o se firmaban los contratos, o se manumitían los siervos, o se donaban bienes. Los benedictinos firmaban sus votos sobre él; el novel caballero ponía sobre el altar su espada, comprometiéndose así a defender los derechos de la iglesia y de los débiles. El pueblo fiel frecuentemente se acercaba al altar y lo besaba con respeto.
La veneración al altar continúa hasta nuestros días, pero, poco a poco, fue adquiriendo su justo lugar la Eucaristía, aún fuera de la santa Misa. En el siglo XII los cistersienses propagan la costumbre de las visitas al Santísimo; prodigios de toda laya reafirman esta devoción: hostias que sangran, o donde se ve la imagen de nuestro Señor, corporales manchados de sangre, hostias que no se corrompen... Aún se conservan muchas de esas viejas reliquias. como el corporal de Bolsena que, llevado a Orvieto, motiva la construcción de su soberbia catedral gótica, uno de los más hermosos monumentos de arquitectura policroma de la cristiandad; o el también conocido, en España, corporal de Daroca, milagro sucedido durante la reconquista de Valencia; o las sagradas formas de El Escorial o de Alcalá de Henares, y no hablo de los abundantes prodigios contemporáneos porque la Iglesia oficialmente no los avala con su autoridad.
Es época aquella en que se descubre que la presencia augusta de Cristo subsiste allí donde hay la más mínima traza de miga, de pan, de las llamadas 'partículas'. Por eso -en una costumbre que siguen recomendando los documentos de la santa Sede- los fieles ya no se atreven a tomar el pan consagrado con la mano, y los sacerdotes conservan unidos el pulgar y el índice con el cual han tocado la sagrada forma hasta su purificación.
Amén de estas y otras costumbres que rodean de respeto y agradecimiento el quedarse Jesús entre nosotros en la forma del vino y del pan, en 1263 Urbano IV instituye la gran fiesta de Corpus Christi, y comienza a instaurarse la costumbre de una gran procesión.
Poco a poco esas procesiones de Corpus se transformaron en fiestas grandiosas que aún se mantienen en muchos sitios, aunque algo arruinadas en su devoción porque atraen al turismo y los negocios. Baste pensar en la gran procesión de Madrid donde participaban los mismos reyes de España. Por ejemplo, en 1625, cuentan las crónicas que abren la marcha "clarines y atabales, siguen los niños desamparados y los de la doctrina, luego los pendones y las cruces de la parroquias; los hermanos del Hospital General, los de Antón Martín y las comunidades religiosas...; la cruz de Santa María de la Almudena, la del Hospital General de la corte; la clerecía, en medio de las órdenes militares de Alcántara, Calatrava y Santiago con sus mantos capitulares; al lado derecho, el Consejo de Indias, el de Aragón, el de Portugal y el Supremo de Castilla; y al izquierdo, el de Hacienda, el de Órdenes, el de la Inquisición, el de Italia y el Cabildo de la Clerecía; luego veinticuatro sacerdotes revestidos, con incensarios, la capilla real con su guión, el arzobispo de Santiago de pontifical, los pajes del rey con hachas; a continuación las andas del Santísimo, la villa con el palio, el rey, el príncipe al lado izquierdo, un poco detrás, el cardenal Zapata al derecho y el cardenal Spínola al lado, el nuncio en medio de los dos, el obispo de Pamplona detrás, el inquisidor general, el patriarca de las Indias, el embajador de Francia, el de Venecia, el de Inglaterra, el de Alemania, el conde-duque de Olivares, los grandes de España cerca de la persona del rey, los títulos y señores de tropas en medio de la procesión, las dos guardias española y tudesca a los lados, y atrás toda la guardia de arcabuceros del Rey."
Más vistosa aún era la procesión de Sevilla, con la danza de los diez niños, llamados 'seises' y, más espectacular todavía, la procesión de Valencia, encabezada por reyes de armas con cota y calzas de seda amarilla y colorada, peluca blanca y corona, llevando los guiones del blasón de la ciudad, seguidos por seis enanos bailando al son del tambor y de los obóes, seguidos, a su vez, de ocho gigantes y, luego, todos los gremios de la ciudad con sus respectivos santos patronos e insignias.
Estas hispanas costumbres fueron introducidas en nuestra América y la inventiva de los jesuitas las transplantó a las costumbres indias de las misiones guaraníes. Tenemos descripciones de la época: el jesuita José Cardiel relata en 1715: "la plaza mayor de la misión es adornada con arcos de vistosas ramas y flores, llenas de loros y pájaros de varios colores, junto con monos, venados y pumas bien amarrados. Músicos y danzantes: violines, arpas, bajos, clarines, tambores, tamboriles y flautas. Representaciones bailadas de reyes que deponen sus coronas, cetros y corazones frente al Santísimo; cantando el Lauda Sion Salvatorem y el Sacris Solemnis en gregoriano, alternándose con sus voces tenoriles mientras la multitud sigue a la procesión con piedad y respondiendo con el Tantum ergo". Y comenta el padre Cardiel: "y es tanto el estrépito de las campanas, clarines, clarinetes, y demás instrumentos de boca y de cuerda, tambores, tamboriles, cajas y flautas, que parece cosa de gloria".
Buenos Aires, entre tanto no está tan bien organizada, pero también se festeja el Corpus Christi con gran jolgorio. Después de las fiestas de San Martín de Tours, patrono de la ciudad, Corpus era una de las celebraciones más populares de la aldea. De los festejos externos se ocupaba el Cabildo y algunos vecinos prominentes se encargaban de costear los gastos. Una semana antes comenzaban a adornarse los frentes de las casas por donde pasará la procesión -un tramo de ella por la actual calle San Martín- sacando a los balcones tapices, plantas y flores; se construían altares en las esquinas y arcos con ramas y plantas olorosas. Al frente de la procesión, figuraban comparsas de mascaradas y danzarines, integradas por indios, negros y mulatos, que en realidad hacían de diablillos, porque rodeaban a una impresionante tarasca hecha de tela y papel que, metidos adentro, empujaban unos cuantos muchachos. La tarasca era una especie de serpiente o dragón enorme de varios metros de longitud y con una cola que se agitaba amenazadora al compás de la música. Representaba al demonio que huía ante el avance del santísimo Sacramento. Venían, luego, religiosos, clero y canónigos, todos con sus hábitos, roquetes y manteos, después el Santísimo, llevado por el Obispo, escoltado por el Virrey, el regente de la Real Audiencia y el Alférez Real, más atrás los oidores, el cabildo, los ministros del Tribunal de cuentas, los distintos regimientos de la ciudad, todo a sones de bandas militares, oraciones y cantos religiosos. Debía ser realmente una ceremonia imponente. Y todo en un marco de gran alegría : se repartía chocolate a los chicos, había corridas de toros para los mayores y durante la noche se iluminaban con candiles de aceite y grasa de potro los frentes del Cabildo, de la Catedral, del fuerte, de la Casa del Obispo y de los vecinos principales de la gran Aldea.
Todavía cuando yo era chico la procesión, que se realizaba en un jueves feriado, era enormemente concurrida y vistosísima, representantes de todas las parroquias con sus estandartes y de los colegios con sus banderas, religiosos y clero con sus túnicas, mantos y sobrepellices, monaguillos de colorado, el intendente con su guión, ministros y concejales, cadetes del Colegio Militar escoltando el santísimo, la banda del Colegio acompañando los cánticos; era realmente una ceremonia emocionante y llamativa. Poco a poco, vaya a saber, el cambio de jueves a sábado, la calefacción, la televisión, cierto achabacanamiento del espíritu de los que dirigían la procesión y alguna instrumentación política o social, la desaparición de los hábitos y los estandartes, hizo que la procesión perdiera popularidad y, a pesar de ser la única manifestación pública de fe del pueblo de Buenos Aires, la concurrencia fuera realmente pobre y hasta penosa.
En fin, los tiempos, las costumbres y los gustos de la gente han cambiado -a pesar de que hay que decir que ayer a la tarde hubo una multitud extraordinaria en Plaza de mayo, aunque ello no fue reflejado por los medios- y puede que la falta de concurrencia no indique ningún debilitamiento en la piedad eucarística de los católicos sino mera mudanza de la forma de tenerle devoción.
Porque es verdad que esa piedad se revela sobre todo en la concurrencia a Misa, esa Misa que para tantos católicos en tantos templos de Buenos Aires se ha hecho cotidiana y no necesita quizá expresarse en asistencia a estos actos masivos. Los mismos políticos, aún en tiempo de auge y popularidad, evitan los mitines o actos públicos que, hasta hace dos o tres décadas, cuando todavía no había televisión, atraían a tanta gente.
De todos modos, en esta conmemoración que quiere reafirmar nuestra fe en la presencia real de Jesús -cuerpo, sangre, alma y divinidad- en las sagradas especies del vino y del pan, reafirmemos todos los argentinos católicos nuestro propósito de venerar siempre esa presencia augusta, y rendirle nuestro debido homenaje: con nuestra señal de la cruz respetuosa al pasar frente a nuestros templos; con nuestro ingreso a ellos siempre que podamos aunque más no fuera para una breve visita al sagrario; con nuestro procurar semanalmente tener un tiempo de adoración frente al santísimo expuesto; con nuestra misa; con nuestra actitud respetuosa y reverente frente al Señor y al sumir la sagrada Comunión y, sobre todo, con nuestro compromiso de asimilar en nuestro corazón y en nuestros actos la vida de Aquel que se nos ofrece en el vino y en el pan.
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