Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada» «Dadles de comer vosotros mismos» les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos». Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: «Hacedlos sentar en grupos de cincuenta» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

SERMÓN

            En una casa más o menos normal entre otras cosas flotan en el ambiente unas setenta mil esporas de moho por metro cúbico de aire. Esas esporas o conidios son las que, por ejemplo, forman en el pan lactal o aún en el pan común -cuando lo tenemos mucho tiempo sin consumir en ambientes más o menos húmedos- esas manchas o pelusa verdeazuladas que nos lo hacen tirar inmediatamente a la basura. Se trata de hongos microscópicos con su maraña de hifas conocidos como mohos. Hacemos bien en tirarlos, porque no podemos estar siempre seguros de si se trata del inocuo Penicillium o del venenoso Aspergillus flavus.

            Por esta razón -y también por otra cantidad de ácaros, bacterias y microorganismos que tienden a corromperlas- la Iglesia aconseja que las hostias utilizadas en la Eucaristía se renueven frecuentemente y sean frescas, a riesgo de por deteriorarse su materia -cosa que indefectiblemente se da hacia los seis meses- se pueda llegar a invalidar la santa Misa o desaparecer la realidad eucarística.

            Quien viajando por Italia, recorra la Toscana y obligadamente visite Siena, más allá de su Catedral y de su famosísima plaza donde se realiza anualmente la carrera del Palio en honor de la Asunción, no debe dejar de acercarse a la Chiesa di San Francesco, que aún desde el punto de vista artístico posee notables obras de arte, entre otras cosas bellísimos frescos de Pietro y Ambrogio Lorenzetti. También es interesante ver colgando allí de sus altas paredes góticas los coloridos estandartes de las antiguas corporaciones de la República de Siena.

            Pero lo que atraerá especialmente la atención del católico es la segunda capilla del brazo derecho del crucero llamada Capilla Piccolomini Saracini, por la familia que la donó, más conocida como la Capilla del Sacramento.

            En el año 1730, el 14 de Agosto, fue robado de esta Iglesia un copón que contenía 351 hostias consagradas. Al descubrirse el hurto, fué tal el malestar de la cristianísima población de entonces, que hasta, en un decisión sin precedentes, se suspendió la carrera del Palio. Tres días después, en una cajita para las limosnas de la Colegiata de Santa María in Provenzano, a poca distancia de San Francesco, aparecieron todas las hostias.

            Trasladadas por el obispo en solemne procesión expiatoria otra vez a la Iglesia de San Francisco se las adoró unos cuantos días en reparación por el sacrílego acto. Luego se guardaron, ya que no se podían consumir porque la alcancía en la cual habían sido arrojadas estaba llena de telas de araña y suciedad, por lo cual pese a los intentos de limpiarlas, razones de higiene desaconsejaban comulgar con ellas. Convenía dejar pasar el mes que, en el clima de Siena, era necesario para que se corrompieran y pudiera ser arrojadas en tierra.

            Sin embargo, con el paso del tiempo, estas 351 hostias fueron olvidadas y solo casi cincuenta años después se descubrió que habían permanecido absolutamente intactas hasta en su aspecto; no habiendo cambiado ni siquiera de coloración: tan blancas como cuando recién fueron hechas. Es allí cuando se las coloca en una píxide de cristal y se las ubica definitivamente en la Capilla Piccolomini Saracini. Allí, aún hoy, casi tres siglos después, se mantienen tan frescas como en su primer día. En realidad de las 351 hostias se conservan en nuestros días solo 223, por las tantas pruebas que se hicieron con ellas para comprobar su tersura y su sabor. Ultimamente se las ha sometido a análisis químicos y microscópicos para comprobar no solo que se trata de hostias comunes de harina de trigo, sino que asombrosamente permanecen absolutamente incontaminadas, carentes de carcoma, ácaros, mohos o cualquier otro parásito animal o vegetal propios de la harina de la cual están compuestas. Lo curioso es que, en cambio, la píxide de vidrio que las guarda debe ser limpiada periódicamente porque ella sí se llena de polvo y moho.

            Un pequeño signo, dirán Vds. entre los tantos que han rodeado siempre el misterio eucarístico: la hostia transformada en tejido de miocardio humano en el santuario de Lanciano, Chieti; los famosos corporales de Bolsena en Italia o Laroca en España; las hostias sangrantes que se guardan en el altar de la Sagrada Forma en El Escorial; o las incorruptas también desde 1597 en Alcalá de Henares, y tantos otros fenómenos inexplicables, como si Dios quisiera avalar aquello casi increíble que creemos por la fe, con estas llamadas de atención que, sin duda, no convencerán nunca a quien no quiera creer, pero ayudarán sensiblemente a aquellos a quienes nuestra inteligencia y convicción, más la gracia de Dios, nos han hecho creyentes. Ni siquiera el teólogo más convencido por sutiles argumentos de la doctrina de la Eucaristía, desdeñará estas manifestaciones de Dios que respaldan lo que afirma nuestra fe, y que sirve a ella en los sencillos y simples de corazón. Una cosa es estar buscando constantemente lo portentoso, lo milagroso y convertir al cristianismo en una feria de prodigios y apariciones, otras aceptar estos signos con sencillez, como gestos amistosos de Dios para respaldar sensiblemente nuestra siempre vacilante fe.

            A pesar de que la multiplicación de los panes hecha por Jesús se aproxima a este tipo de portentos casi mágicos, como los del prestidigitador que no termina de sacar objetos de su galera, y tiene, además, sus paralelos históricos y fidedignos incluso en personajes muy cercanos a nosotros como Don Bosco, cuando a partir de los únicos cinco panes que se conservaban en la canasta de la despensa de su Oratorio, consigue dar un pan a cada uno de sus ciento veinte pupilos... -y algo semejante se cuenta de Don Orione- de hecho, cuando los evangelistas recuerdan ese acontecimiento muchos años después de sucedido, lo hacen no tanto pensando en el milagro sino la eucaristía que ya los cristianos celebraban habitualmente tal como lo describe Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. La multiplicación de los panes, a la luz de los acontecimientos posteriores, se entiende como signo, como gesto profético de Cristo, de tal manera que, cuando ahora leemos en el evangelio este relato, tenemos que tratar de ver no solo lo que pasó efectivamente durante la vida de Jesús si no lo que los autores evangélicos nos quieren decir de la eucaristía.

            El marcar, por ejemplo, que la multiplicación de los panes se realizó en el desierto y el hecho de dividir a la gente en grupos de cincuenta, al mismo tiempo que evoca la marcha a través del desierto por donde peregrinaba hacia la Tierra Prometida el pueblo de Israel, ordenado por Moisés en grupos, señala que la Iglesia es ahora el verdadero pueblo de Dios, el auténtico Israel, también en marcha hacia el Cielo prometido, alimentados por el verdadero maná, el pan de vida que nunca se acaba.

            Y el pan habla de la vida, de la vida que se nutre, que crece, que se vigoriza y, al mismo tiempo de lo que no se come solo, egoístamente, sino que se reparte y se hace comunión y vínculo de amor mutuo.

            Pero esa vida biológica que sostiene el pan, no es sino símbolo de la vida verdadera que solo es capaz de darnos Cristo. El es, por ello, el pan verdadero.

            Y sin embargo ese pan que es Cristo llega al pueblo hambriento a través de los discípulos. "Denles de comer ustedes mismos". Cristo da su pan a los demás mediante los discípulos.

            El rito eucarístico está pintado por Lucas sobre esta escena: "tomo los panes y levantando los ojos al cielo, los bendijo, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud." Ven es el ritual de la Misa de la época, casi idéntico al de nuestra misa actual.

            Pero ciertamente la cosa no se queda en rito. El pan que se da a los discípulos no es para que ellos se lo guarden: se los dio, para que se lo sirvieran a la multitud. "Denles de comer ustedes mismos". Sería bueno saber cuántos de los que reciben el pan de la eucaristía se dan cuenta de que esas palabras les tocan directamente. La eucaristía no es solo una cuestión de piedad personal que termina solo en nuestros corazones o, peor, en nuestros estómagos: ese pan, esa vida de Cristo que recibimos se nos da para que nosotros a nuestra vez se la alcancemos a nuestro prójimo carenciado de Dios. No podemos desligar nuestra responsabilidad al respecto como pretendían hacer los discípulos "despídelos para que vayan ellos en busca de albergue y alimento..." No. "Denles de comer ustedes..." Y ustedes somos todos los discípulos, no se crea que los apóstoles o los monjes o los curas... A menos que los católicos no se consideren discípulos de Jesús.

            "Todos comieron hasta saciarse y, con lo que sobró se llenaron doce canastas"

            En la interpretación de Lucas este sobrante habla de la sobreabundancia de la Vida que trae Cristo capaz no solo de saciar a los presentes sino de llenar de sobra a las doce canastas que evocan a las doce tribus de Israel, la totalidad del pueblo elegido, la universalidad de la Iglesia.

            Esa vitalidad sobrenatural que siempre resobrará en la Iglesia para hacernos vivir como cristianos y empujarnos a crecer hacia la vida eterna, hacia la santidad. Por eso la Iglesia es santa, porque sobreabunda en gracias de santidad. Santa Iglesia, a pesar de la defección, malos ejemplo y extravíos de tantos cristianos; a pesar de que tantas veces los pastores olvidan esta su principal misión, la de santificar, y, sin idoneidad ni competencia, se meten en cuestiones económicas, políticas y sociales que deberían resolver los laicos...

            Vitalidad sobrenatural y santidad que está simbolizada y concentrada realmente en el pan eucarístico, en ese Cuerpo de Cristo que junto con su Sangre hoy celebramos en esta solemnidad. Cristo revestido de las apariencias de pan que, en el silencio elocuentísimo de la eucaristía, hecho pura entrega de amor, nos llama al diálogo con Él, nos llama a conocerlo y saborearlo, nos llama a la Vida. Tesoro que guardamos dentro del arca de nuestros tabernáculos en la fragilidad de la harina putrescible, capaz de enmohecerse hasta desaparecer, pero que en su interior guarda una vitalidad inmarcesible capaz, al ser consumida en la fe, de darnos la vida verdadera.

            Quiera Dios que esa vida no se enmohezca en nuestros corazones, no se enmarañe con las hifas de los hongos de este mundo, no desaparezca nunca corrompida por nuestros olvidos y pecados, sino que florezca hacia el dorado trigal de la eternidad.

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