2003. Ciclo B
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
(GEP 23/11/03)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 18, 33b-37
Pilato llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?» Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?» Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí» Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey?» Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»
SERMÓN
Los etnólogos sostienen que el origen de la autoridad, tal cual la concebimos en nuestros tiempos, proviene del neolítico, cinco mil años atrás.
La aparición de los cereales y su cultivo, la domesticación del ganado, permitieron las grandes aglomeraciones que cambiaron las primitivas estructuras patriarcales del homo sapiens. Hace su aparición la ciudad. Las posiciones sociales y funciones se institucionalizan: surge la división del trabajo y la estratificación de las clases. Propietarios y dependientes, amos y esclavos, guerreros, comerciantes, artesanos y trabajadores. Y, por encima de todo, los detentores de la autoridad. Ella está más allá de la personalidad o personalidades de los que la ejercen. La autoridad adquiere por sí misma una aura propia.
Y la ciudad, la necesita. Ella es un ámbito sumamente complejo necesitado de organización y mando. A la manera de un hormiguero o panal, debe poseer una disciplina que unifique los movimientos, la defensa, la producción y entrada de alimentos, la provisión de energía, el cuidado y la educación de la cría, la limpieza, la justicia y miles de detalles que, cuanto más se complica la civilización, más cuidadosamente se debe coordinar... Para los antiguos este orden de la ciudad, protegida por sus murallas y contrastante con el peligroso mundo de afuera -lleno de acechanzas, de animales salvajes, de desconocidos y enemigos-, parecía reflejar el que observaban en el universo y que se contraponía al caos. En su mente primitiva pensaban que el orden cósmico era manejado y defendido contra las fuerzas del caos por los que creían dioses celestes: los astros con sus imperturbables regularidades y sobre todo el sol, marcando los días, dando luz y calor. No es extraño, pues, que la imaginación y luego las ideologías identificaran al rey en su ciudad, en su ámbito de influencia, con el sol en el suyo.
Tanto en las lenguas semitas como en las indoeuropeas los conceptos de 'cielo', 'sol' y 'dios' se identifican. Nuestra palabra 'dios' viene de un término que significa 'brillo', 'cielo': dios y día provienen del mismo étimo. Así pues, como el cosmos es una imagen de la ciudad, y la ciudad una imagen del cosmos, el rey en todas esas civilizaciones termina por ser una especie de doble de dios o del sol o del cielo. 'Imagen' o'hijo de Dios', 'del cielo', 'del sol', son términos que aparecen constantemente en la literatura antigua con referencia a sus reyes, tanto en la Mesopotamia, como en Egipto, como en Canaan, o aún en civilizaciones que no influyeron directamente en la concepción bíblica como China, India, Japón, o los Aztecas y los Incas. Así se lo llamaba al Inca: hijo del sol o al emperador de la China, hijo del Cielo. Tal se lo consideraba a Hirohito, en Japón, hasta la segunda guerra mundial.
Hasta por sus tocados debían asemejarse los antiguos reyes al esplendor del cielo: joyas refulgentes que imitaban las estrellas; abundante oro -el metal solar -; el cetro, a la manera del rayo; la áurea corona circular, con puntas, en forma de sol.
La Biblia, profundamente subversiva, rechaza esta concepción: ni el cielo, ni el sol, ni mucho menos la autoridad humana tienen en este mundo nada de divino. El primer capítulo del Génesis lo dice claro: el cielo, el sol y las estrellas son creados, meros elementos de la naturaleza. También el hombre es creatura, sin nada de divino, ni siquiera el rey. Cuanto mucho -todos ellos, no uno solo, igualitariamente- han sido creados a 'imagen' lejana, 'semejanza' borrosa, de Dios, porque dotados de libertad y llamados a cultivar y dominar el resto del universo material.
Más aún: es claro, en la Escritura, que las autoridades mundiales son los grandes enemigos del pueblo de Dios, de Israel. Las figuras prototípicas del mal son, tanto en el Pentateuco como en los profetas, el faraón, los reyes de Asiria y Babilonia, los reyezuelos cananeos, los reyes de Tiro y de Sidón, como luego lo serán las autoridades griegas y romanas. También en el Nuevo Testamento los poderes mundiales tienden a ser presentados como maléficos, demoníacos, y la Roma pagana como "la gran Babilonia".
El Dios de Abraham y de Moisés se caracteriza por ser, pues, un Dios liberador, redentor, antiautoritario, defensor de las autonomías tribales y familiares, amparo del derecho de los débiles, y de los extranjeros, promotor de una sociedad -respetando las legítimas superioridades-, constitutivamente igualitaria.
No existen, en la concepción bíblica, autoridades humanas depositarias de cualquier poder o delegación divinas, sino simplemente ejecutoras de una Voluntad superior. Ésta plasmada en leyes objetivas, no en caprichos de decretos reales, ucases o directas comunicaciones del soberano con Dios. La autoridad absoluta de los monarcas paganos ejercida en lugar de Dios, es todo lo contrario de la concepción bíblica, en donde el ejercicio de la autoridad debe pasar siempre por decisiones prudenciales sometidas a la legalidad superior tanto de la ley divina expresada en los diez mandamientos y sus regulaciones, como a las leyes de la naturaleza -fijadas por Dios de una vez para siempre, según el mito bíblico, después del diluvio- y que constituyen la verdad, no el macaneo voluntarista de los déspotas. El ideal del pueblo de Israel es la libertad y tener como soberano supremo solo a Dios y la conciencia iluminada objetivamente por Él. "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" será todavía, en el NT, el 'leitmotiv' de los apóstoles frente a la autoridad civil.
El fenómeno monárquico que comienza con Saúl y David y termina trágicamente en la caída tanto de Samaría como, ciento treinta años después, de Judá, es difícilmente explicado o tolerado por la teología bíblica. "¿Cómo el Dios de Israel -salvador de Su pueblo de la tiranía del faraón de Egipto-, va a sustentar, al modo pagano, la monarquía?" Se notan en la Escritura, al respecto, ideas contrapuestas. Unas, que intentan salvar la bondad de la monarquía como un recurso cuasi excepcional; y de todas maneras, alejada de toda identificación del rey con lo divino. La designación del Rey como 'hijo de Dios' es totalmente excepcional en el texto bíblico. Aparece en los Salmos y en el libro de los Reyes solo metafóricamente, cuando ya ha desaparecido la monarquía y ésta se ha transformado en algo legendario, como una de las tantas figuras de la esperanza. Otras posiciones critican directamente el régimen monárquico y lo muestran como una infidelidad de Israel, pedido caprichoso del pueblo aspirando a imitar a las naciones paganas.
A partir de la vuelta del exilio, el gobierno de Israel, poco independiente, primero bajo la égida de los persas, luego de los griegos y romanos -excepto las restauraciones monárquicas de los macabeos y de los herodes-, queda en manos de la aristocracia, de las castas sacerdotales, de personajes como los fariseos. Aunque ninguno de ellos reivindica una especial autoridad divina ni hace ideología de sus funciones, y supuestamente se declaran sometidos a la Torah, a la ley de Dios, en la práctica se hacen dueños de ella y, con sus interpretaciones y amañada jurisprudencia, se comportan de modo tiránico y apañando injusticias de todo tipo.
Roma, como todo el mundo pagano, también diviniza la ciudad, la diosa Roma. Sin embargo, algo la aparta del común: aún en época imperial subsisten instituciones republicanas y aún patriarcales. República en donde el pueblo -no la masa-, es el que gobierna junto con los senadores, mediante los 'cónsules' elegidos año a año, y respetando un cuerpo legal -el Derecho romano-, que está más allá del arbitrio de estas autoridades. La sigla S.P.Q.R., "Senatus Populusque Romanus", "el senado y el pueblo romano", figura como firma y sello en todas las inscripciones y ordenanzas que se emiten bajo su historia, aun en los siglos cuando el comandante en jefe de las fuerzas armadas, el 'imperator', el emperador, haya asumido de hecho el poder y la república se haya transformado, de facto, en imperio.
La escena del evangelio de hoy es patética. Allí está el prefecto Romano, delegado de la diosa Roma, pero como buen romano, manteniendo en su atuendo y usanzas, al menos la apariencia de la austeridad casi militar republicana y el marco del respeto al Derecho. Pilato piensa, cuando le anuncian que le traerán un reo acusado de querer asumir la monarquía de Israel, que se encontrará con un fantoche disfrazado con oros, espadas de lujosas empuñaduras, corona, manto de púrpura.
Y le empujan adelante una figura majestuosa sí, pero vestida tanto o más austeramente que él. "¿Tú, eres el rey de los judíos?" pregunta con incredulidad, casi con sorna.
Ciertamente Jesús es de prosapia real, legítimo descendiente de los dávidas, y podría reivindicar holgadamente su condición de tal. Pero no es eso lo que pretende. Ya bastante trabajo le ha costado intentar mostrar a sus seguidores que siendo efectivamente el Mesías, el ungido, es decir el rey, no lo es a la manera humana como ellos esperaban y deseaban. Por eso sin negar ni afirmar que sea o no el Rey de los judíos, habla del tipo de realeza que habría que reconocer en él.
"Mi realeza no es como la que defienden para si los déspotas de este mundo".
Pilato se pone serio y, al mismo tiempo, interesado. No tiene frente a sí a un loco subversivo que quiere iniciar una rebelión contra Roma. No a un exaltado profeta como los que hasta ahora le han llenado de dolores de cabeza su gestión. Pero no puede dejar de ver que este hombre, aún atado y empujado por sus esbirros, irradia una serenidad y autoridad fuera de lo común.
Ahora deja de lado la sorna y le pregunta muy seriamente "Entonces ¿tú eres rey?" Ya no rey 'de los judíos' o rey 'de Israel' o de alguna pequeña o grande monarquía oriental. Simplemente "Rey".
Jesús no desprecia a Pilato, no guarda silencio como ante el mamarracho de Herodes Antipas o el soberbio Sumo Sacerdote. Ante el interés auténtico y casi respeto demostrado por el procurador, le responde. "Tú lo dices, yo soy rey". Y en el 'yo soy' resuena toda la majestad del nombre mismo de Dios, Yahvé, "Yo Soy el que Soy".
Pero intenta explicar a ese pagano ilustrado en qué consiste su realeza: la realeza de la verdad, la que emana de Dios, la que se ajusta a lo que las cosas son, la que está inscripta en la ley natural, la que corresponde a la realidad del mundo y del hombre, la que clama por plenificarse, más allá de este tiempo caduco, en el llamado de Dios y en la patria celeste...
Al fin y al cabo Jesús es el Verbo, la Palabra de Dios según la cual todo es creado y avanza lentamente hacia su total realización. Él es el pensamiento arquitectónico, director, regente, según el cual las cosas son hechas y actúan de acuerdo a leyes físicas, químicas, biológicas, psíquicas, éticas ínsitas en la misma realidad. Él es la vivificación de lo divino en la historia, el dador de la Gracia, de la Salud a la naturaleza herida del hombre, el capaz de conquistar el Cielo. Él es, por lo tanto, la suprema Verdad. "Para eso he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad." Por eso es Rey.
El que se hace dócil para conocer la realidad y sus normas, y vivir de acuerdo a ellas, es capaz de abrirse también a la Verdad última que, en Cristo, se manifiesta como camino que lleva a la Vida, a la verdadera paz, a la realización definitiva del hombre y del cosmos. En ese sentido Jesucristo es el único Rey del Universo y quien, a la postre, llevará todo a su fin, junto con los que -en fe, esperanza y caridad- acepten su palabra. "El que es de la verdad escucha mi voz".
Cuando el cristianismo prendió en la sociedad, después del siglo IV, en instituciones políticas que reconocían su reinado, al menos en teoría, los que se llamaban reyes y monarcas cristianos -¡y los hubo bien santos¡- sabían que no tenían ninguna autoridad divina. Solo podían y debían hacerse ejecutores y defensores de la palabra de Dios manifestada en Cristo, único Rey, que se plasmaba en las leyes de la naturaleza y el derecho natural, y en las que, imperadas por la caridad, surgían del evangelio. Ningún monarca verdaderamente cristiano podía pretender una autoridad propia que pudiera oponerse a las superiores leyes de Dios y de la naturaleza. Y la Iglesia de Cristo estaba allí para recordárselo.
El protestantismo, la masonería, el iluminismo revolucionario, desconocerán esta sujeción de la autoridad de los hombres a las leyes de la verdad y, por lo tanto de Cristo. El hombre toma el lugar de Dios. Las monarquías y principados surgidos del protestantismo reivindicarán, en lo político, otra vez a la manera pagana, autoridad absoluta, de 'derecho divino', no subordinada a nadie ni a nada, sino a su propio arbitrio. La Iglesia, la Revelación, el Papado, en última instancia la Verdad, Cristo, ya no garantizarán más la libertad de los pueblos, de los súbditos, el derecho de la realidad, la vigencia de los mandamientos, la protección de los débiles. El despotismo de los poderosos impondrá sus yerros, tuertos y mentiras, aunque para eso, en disfraz reciente, recurran al mecanismo absurdo del voto o de la encuesta.
Porque ese mismo derecho absoluto de los monarcas y jeques protestantes y musulmanes, y de los que restaban y restan aún paganos, será heredado por los gurúes de la democracia. Sin la más mínima subordinación a Dios, en nombre del Hombre declarado divino, mendazmente en nombre del pueblo, no se inclinarán ni retrocederán ante ningún límite, sino que impondrán su propia soberbia. Serán ellos mismos los creadores de la ley y de la moral, los dueños del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Modernamente harán de 'La Democracia' -uno de los tantos sistemas posibles de gobierno-, una especie de mito sagrado. Democracia, por otro lado, identificada con las partitocracias ideologizadas y, para peor, rapaces y deshonestas. En nombre de esta entelequia inconsistente, se impondrán las leyes más absurdas, más contrastantes con la realidad, más en conflicto con el sentido común, con el auténtico bien común, con la verdadera libertad de los pueblos, de las familias y de las personas. Esta democracia espuria, absolutismo sin frenos ni límites, erigirá como máximo adversario al catolicismo que -a pesar de muchos de sus representantes ya no más católicos- como pueblo de Dios cuyo único camino es la Verdad, es el solo que pone en cuestión la autoridad absoluta de los pequeños déspotas de la democracia impostora.
El católico cabal es el único verdaderamente libre capaz de decir siempre con los apóstoles "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres." Y, a las legítimas autoridades de los hombres, solo si se hacen eco y portavoces de la verdad y de la ley. Por debajo de Dios y de su Cristo no tengo que someterme a nadie, ni a ley alguna, que entren en colisión con Su suprema y amantísima voluntad. Ser católico es arrodillarse solo frente al Señor y, por eso, ser libre para no hacerlo delante de los múltiples ídolos y pequeños tiranos de este mundo.
No se trata pues, de sistema de gobierno, de monarquía, de democracia, de aristocracia o de lo que sea: todos esos sistemas pueden ser pésimos o viables. Lo único que importa es reconocer la primacía de la verdad, la reyecía de Cristo, el imperio de la moral, de los diez mandamientos, de la justicia, de la libertad de las personas, de la protección del honesto y contención del delincuente, del respeto a la propiedad, a la familia, a mi derecho de realizarme sin que constantemente intervenga, intruso en mi vida, un funcionario de pacotilla de un prepotente Estado, tal como está, parásito de la verdadera Nación y de su pueblo.
No es cuestión de voto o de sistema. Es cuestión de seguir la sabiduría de Dios y la Palabra de su Cristo, único Rey, en adhesión a la verdad y a la justicia, y en la protección de lo bueno y detestación de lo malo.
No parece haber muchas perspectivas de que esto pueda darse próximamente ni en nuestro patria ni en el mundo. Mientras pasa la tormenta, y sea tirano 'el príncipe de este mundo', al menos hagamos reinar a Cristo y a la verdad en nosotros, en nuestras familias, para que el día de su inevitable victoria final -como no los señala la liturgia de este último domingo durante el año- podamos reinar para siempre con Él, en el gozo y alegría de su sempiterno Reino.