1974. Ciclo C
24-10-74
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo: El pueblo y sus jefes, burlándose de Jesús, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Rein.» El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»
SERMÓN
¡Ah el viejo rey de los cuentos de hadas! ¿Lo recuerdan? Venerable y bondadoso anciano de luengas blancas barbas en su catillo de mil torres, salones brillantes de pórfido y mármol, trono de oro y de marfil, con sus princesas tristes –“¿qué tendrá la princesa? “- y sus príncipes cabalgando por bosque embrujados.
¿Eso nos evoca la palabra Rey?
O, quizá, más bien, la figura altanera del rey déspota, de peluca empolvada y pañuelos de hilo y de muaré, mentón al aire y rauda carroza incrustada de guarniciones y filigranas doradas tirada por seis empenachados caballos blancos. El rey supuestamente encerrado en sus minués y fiestas de Versalles, a quien dicen destronaron las revoluciones y nos enseñaron a odiar en las escuelas.
O, quizá, los carnestolendos monarcas de papel maché y entorchados, los del folklore de ciertos vetustos países de mejor pasado, conservados en naftalina, los de los cambios de guardia y ceremonias de tarjeta postal de nuestras actuales monarquías constitucionales.
¿Cuál será la figura de Rey que debemos adorar en Cristo y a la cual dirige nuestra mirada la fiesta de hoy?
Ninguna concreción terrena de la realeza nos servirá adecuadamente para dar la noción exacta de la reyecía de Jesús –ni siquiera la bíblica del mesías davídico-. Como ningún concepto humano podrá nunca expresar las realidades pertenecientes al ámbito de la divinidad, bosquejadas en el magnífico trozo de la epístola a los Colosenses que acabamos de escuchar. “Mi reino no es de este mundo” dijo Cristo frente a Pilatos. No proviene de este mundo. No es como los de este mundo. No tiene su origen en este mundo.
Pero aún así, ciertos rasgos de la concepción católica del gobierno de los hombres y de la autoridad podrían servirnos para delinear la figura de Cristo Rey.
La autoridad, por cierto, bien entendida. No la autoridad despótica, la que gobierna según su propio arbitrio o, peor, según el arbitrio de las masas. No la autoridad tecnócrata que mueve a ciudadanos numerados como a piezas de ajedrez dentro de sus ordenadores. No tampoco la autoridad anónima del estatismo dirigista que castra el empuje de las iniciativas y de la libertad. No la autoridad de los poderes tenebrosos que desde las finanzas, las editoriales y las pantallas manejan, en ocultos simposios, el destino de las naciones. No la autoridad demagógica y politiquera que, porque no sabe señalar grandes ideales, no puede exigir grandes sacrificios y ha de obtener su subsistencia con el espectáculo circense y el hartazgo de pan. No, tampoco, la autoridad que ambiciona el politicastro para instalarse y abrir una cuenta anónima en algún banco de Suiza. No la autoridad que, para atraer el voto, atiza el resentimiento, promete el oro y el moro y, en conducta sinuosa y acomodaticia, como la veleta, descubre las nalgas hacia donde apuntan los cambiantes vientos de la opinión.
No. No esa autoridad. Sino la autoridad entendida como en los cristianos tiempos de Carlomagno o San Luis Rey, San Fernando y San Wenceslao, san Enrique Emperador o Isabel la Católica.
Autoridad en serio, que viene de Dios y se subordina a Dios. Autoridad que es servicio; autoridad que es ejemplo; autoridad que es justicia; autoridad que alienta y castiga; autoridad que es prenda de paz y de equidad.
Sublime servicio el de la autoridad así entendida: guiarnos paternalmente por las buenas –y también por las malas cuando es preciso- hacia el bien común. Buscando el bien de todos y el bien de cada uno. No solo el bienestar material, -que gobernar no es lo mismo que ser empresario de economía-, sino el bien moral y espiritual de los suyos, la realización plena del hombre.
Y es por eso que esta autoridad legisla no caprichosamente sino según la Ley del buen Dios. Por eso manda y ordena de modo que ningún egoísmo privado ni de sector perjudique el bien de todos ni la dirección única del destino de la nación. Por eso también, aún en contra de las mayorías y las presiones concertadas, sabe defender los principios y proteger -si es justicia- la incolumidad de los menos. Para eso premia y alienta, pero también juzga y castiga, así la maldad de los hombres no se deboque como las células del cáncer y corrompa la armonía social. Para eso educa y guía, señala y corrige, compele y defiende, suple -cuando es necesario- la debilidad o impotencia de sus miembros.
De este modo la autoridad no maneja a peones sino que, respetando las legítimas libertades de personas y cuerpos intermedios, aúna según Dios las partes de la sociedad para que orgánicamente el bien de uno repercuta en el bien de los demás y, todos unidos, creen las condiciones necesarias para que cada uno se realice como ser humano y se encamine finalmente, de la mejor manera posible, a sus destinos eternos.
Así procediendo los que ejercen la autoridad cumplen uno de los servicios más grandes que pueda ningún hombre prestar a sus hermanos. Servicio exigido naturalmente para la recta marcha de cualquier sociedad y, por eso mismo, querido y exigido por Dios. Cosa que es bueno recordar en estas épocas en que hasta dentro de la Iglesia se contesta y discute el principio de autoridad.
Y quede claro: el servicio de la autoridad no depende de la voluntad de los hombres. No son los gobernados los que delegan su autoridad en los gobiernos -como afirma el disparate rousseauniano legalizado por la Revolución Francesa- cuanto más designa a aquel que detentará la autoridad. La autoridad como tal proviene del mismo Dios y no se legaliza por su origen democrático o no, sino por su recto ejercicio.
Autoridad por tanto subordinada a la autoridad suprema del Creador de la sociedad y que debe, por ello, ejercerse en dependencia del Supremo Legislador.
Que la autoridad provenga de Dios no quiere ni quiso nunca decir que fuera por eso capaz de hacer y mandar lo que quisiera, sino muy por el contrario, que debía ser utilizada según los dictados de Dios y en respeto a su Ley. Ningún tirano, ninguna mayoría, ningún voto unánime, tienen derecho para legislar en contra de la ley de Dios.
¡La ley de Dios! Suprema ley, divina ley. Ley no arbitraria, ley promulgada por Él para nuestro bien. ¡Por el más sabio y bueno de los legisladores! ¿Cómo no va a ser el seguirla la única garantía de auténtica paz y felicidad de los pueblos? ¿Y cómo no se encaminará hacia su destrucción un mundo en donde cada vez más se legisla y la multitud se comporta prescindiendo de sus sabias normas?
Por eso la prosperidad y paz de las naciones no se logrará jamás en las componendas arteras de los políticos, ni en el vaniloquio de los congresos y cámaras de diputados, ni en los tratados diplomáticos, ni en los hipócritas corredores de la ONU. La única posibilidad de autentica paz, paz digna del hombre -no la paz del campo de concentración ni la de los esclavos socializados, no la del papanatas que ha reducido su horizonte al alcance de sus instintos y de la TV, no la del equilibrio de las armas-, la verdadera y auténtica paz y prosperidad solo ha de encontrarse en el reinado de Cristo, en la aceptación de su Ley, en el respeto a sus mandamientos y en la derrota de sus enemigos.
Seamos nosotros, católicos, bien conscientes de ello. Hay muchas opiniones, pero una sola verdad. Ninguna solución política transitará por caminos de la plena realización nacional, fuera del reconocimiento absoluto y total de la ley natural, de la doctrina de la Iglesia y de la realeza social de Cristo.
A sostener a éste nuestro único caudillo, nos llama hoy, en esta fiesta de Cristo Rey, nuestra conciencia de cristianos y de argentinos.