1975. Ciclo A
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
23-11-75
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 31-46
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos u otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y vosotros me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambrientos, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?" Y el Rey les responderá: "Os aseguro que en la medida que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo". Luego dirá a los de su izquierda: "Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y vosotros no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis". Éstos, a su vez, le preguntarán: "Os aseguro que en la medida que no lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo". Éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna ».
SERMÓN
(En ocasión, también, de la muerte de Don Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975)
En la mitología griega Prometeo ha pasado a ser el símbolo más cabal de la rebelión de las creaturas contra los dioses. Sin aceptar su condición mortal pretende elevarse al ámbito de lo divino robando para los hombres el fuego del cielo. Y, cuando castigado por Zeus, encadenado con cables de acero a un peñón del Cáucaso, su hígado, perpetuamente regenerado, es devorado cotidianamente por un águila, hija de Equidna y de Tifón, ante la oferta de perdón que le envía el padre de los dioses por intermedio de Hermes, responde ‑con palabras inmortalizadas por Esquilo‑ esa frase demoníaca que ha quedado como ejemplo cimero de a lo que puede llegar la soberbia y el orgullo frente a Dios: “Jamás Hermes, puedes estar bien cierto, cambiaré yo mi suerte miserable por tu servidumbre. Prefiero estar amarrado a esta roca en el suplicio que ser criado y siervo del padre Zeus”.
Peter Paul Rubens. Prometeo encadenado, 1611-1612
Y el mito prometeico no es sino el eco del relato pleno de simbolismos del tercer capítulo de Génesis en donde la tentación de la serpiente consiste precisamente en inducir al hombre a la soberbia, a la auto divinización: “Seréis como dioses”, les dice, “Vosotros mismos determinaréis cuál es el bien y cuál es el mal”, “seréis autónomos”, “no habréis de obedecer a nadie”.
Y algo semejante nos muestra el legendario relato de la torre de Babel con el prometeico intento del hombre de alcanzar el cielo con sus propios medios, con sus propias fuerzas.
El hombre que se niega a aceptar su condición de creatura y pretende erigirse como Dios. Ese es el fondo de todo pecado: insubordinación, autonomía, autarquía, apoyo en las propias fuerzas, en la pura luz de la razón, en la propia capacidad de discernimiento. Negación de nuestra humilde condición de seres ‘dependientes’, creados, necesitados, “mendigos del ser y de la existencia,” como decía San Buenaventura.
Porque el hombre, señores, ‘es’ creatura, su naturaleza le viene dada; no la conquista ni la crea sino que la recibe. No se sustenta en el ser por sí solo sino que pende sobre la nada mantenido en la existencia por el constante influjo creador de Dios. Su ser es intrínseca y esencialmente ‘dependencia’ porque es constantemente ‘ser recibido’, que le viene de Otro.
Solamente el ser de Dios es propio, independiente, autónomo, absoluto. Nosotros que ‘somos pudiendo no haber sido’ nos afirmamos en la existencia ‘recibiendo’, abriéndonos a la omnipotencia creadora de Dios. Cerrarnos en nosotros mismos, negarnos orgullosamente a depender, a recibir, es intentar poner pie en la nada que es lo único propio que tenemos.
Por eso cuando el hombre se autoproclama divino en el pecado, en cualquier pecado, cerrado su ser al influjo creante de Dios, sin necesidad de un castigo que le venga de fuera, planta por sí mismo, en lo más hondo de su existir creado, semillas de ruina, gérmenes de fracaso y de nada. De allí las consecuencias del pecado –de todo pecado‑ que pinta con pluma magistral el relato del Génesis y que también refleja el mito griego cuando narra que, en castigo por el pecado de Prometeo, Zeus envía a la humanidad a la mujer, Pandora, con su caja llena de calamidades.
“Y no es que Dios haya querido reservarse envidiosa y egoístamente” ‑como dice San Cipriano‑ “los privilegios exclusivos de su divinidad, al contrario, ha creado al hombre con el propósito único de elevarlo finalmente a su propia condición divina” en ese misterio de amor increíble por el cual quiere dársenos totalmente. Pero don tan grande no puede ser sino gratuito, ‘dado’ por Dios y ‘recibido’ por los hombres. El pecado consiste en querer hacernos dioses no ‘recibiendo’ el don sino trepando al cielo con nuestras propias fuerzas, con nuestras propias babélicas torres. “Quiso ser Dios no recibiendo, no dependiendo, sino por sus propias fuerzas, conquistando”, dice Santo Tomás (1) cuando describe el pecado tanto del hombre como del ángel.
Pero como el hombre, aunque se rebele, ‘es’ creatura, cuando intenta realizarse prescindiendo de Dios, cuando, en lugar de ponerlo como fin de su existencia, en indebida apoteosis, se declara a sí mismo fin, se cierra en su yo creado, en su inmanencia terrena, se niega a aceptar la ley de Dios y autoproclama sus propias leyes y pretende construirse dejando de lado a Dios, entonces, porque su ser es intrínsecamente dependiente, al desconectarse ‑soberbia, prometeicamente‑ de las fuentes energéticas de su ser, deriva por su propio peso creatural hacia la destrucción y hacia la nada.
Esa es la opción dramática –trágica en muchos casos- de la libertad humana: o elegir al viejo Adán, a Prometeo y encerrarse orgullosamente en su yo autosuficiente y autónomo o elegir a Cristo abriéndose obediente al influjo de su gracia y de su ley. No hay absolutamente ninguna otra opción intermedia: o Cristo o Adán, o la sumisión a Dios o la rebeldía de la serpiente. “El que no está conmigo está contra mí”.
Y así como cada hombre en su esfera personal y privada así también la historia, los pueblos han de optar o por Cristo Rey o por el hombre-rey, Prometeo rey, Satanás rey.
Esta es la opción subyacente, la explicación última de las turbulencias políticas y revolucionarias de nuestro mundo contemporáneo; y saberlo y entenderlo es hoy más que nunca urgente en nuestra patria cuando, en los frentes de batalla tucumanos o en las calles de nuestras ciudades, acecha la muerte a todos aquellos que con la espada o desde cátedras, prensa, púlpitos, tribunas, quieren oponerse a la revolución y a la barbarie.
Hay que saber bien claro por qué se lucha, por qué se muere, qué es lo no se quiere pero, también, qué es lo que se quiere, para que la sangre derramada en los frentes no se traiciones en las retaguardias y para que los buitres de la política no negocien ni malvendan lo que supo defenderse con la espada y la propia vida.
Lo que se está jugando en la historia de occidente y en nuestra propia historia no es solamente un problema de justicia social, de distribución de bienes económicos, de sistema económico o político, es, ante todo, una visión del hombre, una concepción de vida, un orden de valores. Y el asalto revolucionario no va contra esta o aquella clase dominadora en un mero juego dialéctico entre opresores y oprimidos sino, en el fondo, contra Dios y el cristianismo.
Porque el asalto a nuestra civilización no comienza con Marx, Engels y Lenin, ni desde Cuba, sino mucho más atrás, cuando, recogiendo las banderas de Adán y Prometeo, Lutero lanza el grito de rebeldía que desgarra Europa y comienza a resquebrajar implacablemente el viejo edificio de la cristiandad.
La Revelación cristiana, las luces de gracia y la disciplina romana, injertadas en la sangre joven y bullente de los pueblos bárbaros, había logrado construir una civilización que, por supuesto sin los adelantos de la técnica moderna, respetaba el orden natural y sobrenatural de los pueblos: la materia subordinada a la vida, la vida al espíritu, el espíritu a Dios. O lo que es lo mismo: la técnica y el trabajo subordinados a la economía, la economía a la política, la política a la religión.
Lutero y su libre examen independizan la razón con respecto a Dios, la política con respecto a la religión. Los príncipes se sublevan contra la Iglesia, contra la ley de Dios y en lugar de subordinarse a los preceptos divinos y utilizar subordinadamente su autoridad al servicio de los pueblos se auto proclaman, con Maquiavelo, fuentes absolutas de autoridad y despotismo. Pero, desconectados de Dios, fuente de toda razón y justicia, no pueden sostener su autoridad, amén de emplearla arbitraria y caprichosamente.
Entonces, la demolición de la vieja cristiandad se acelera. La vida se rebela contra el espíritu, la economía contra la política, la clase burguesa contra la dirigente. Es la Revolución Francesa: un paso más hacia abajo. La auto divinización del hombre prosigue: se confiscan las iglesias y se instaura por decreto el culto del hombre. En lugar de la imagen de María, en Notre Dame de París se entroniza una estatua de la diosa Razón, personificación de la humanidad independiente.
Pero, esta razón que no se somete a nadie ni a nada, se cierra en sí misma. No existe una verdad a la cual someterse. Cada uno tiene ‘su’ verdad, crea omnipotentemente ‘su’ propia verdad. Y ‘mi’ verdad vale tanto como la ‘tuya’ o la del otro. Así, sin criterio objetivo de verdad, todo siendo subjetivo, la locura roussoniana excogita la solución de que será verdad aquella que recoja el mayor número de votos subjetivos.
Nace el mecanismo demoledor del gobierno de las mayorías, del poder mágico de las urnas, con las cuales se pretende suplir la verdad con el número, embarcando a los pueblos en la dirección nefanda que le propone la estulticia y las pasiones de las mayorías.
Se cambia la ley de Dios por la ley del número. Número fácil de conseguir por chacales y demagogos con solo fomentar y aplaudir los apetitos desordenados de las masas y alagar su deseo prometeico de rebeldía e insumisión. Al mismo tiempo, a través del hedonismo y el freudismo, y dirigiendo hábilmente los deseos de los pueblos hacia objetivos puramente materiales y sensuales, se logra que cada vez más haya menos gente que rescate en sus vidas los valores del espíritu y la hombría de bien y por lo tanto se garantiza cada vez más que el voto mayoritario apoye las instancias más bajas de la política. Prensa judaica, literatura, universidades, escuelas, arte, cine, todos se alían implacablemente en esta destrucción del ser cristiano y su indeclinable decadencia.
El último grito rebelde de Marx resuena ya en medio de un occidente resquebrajado y claudicante. Es la rebelión de la materia contra todo lo demás, contra la vida, contra el espíritu, contra Dios. La rebelión del trabajo y la técnica puramente material contra la economía, la política y la religión. La ‘revolución del proletariado’, nuevo mesías y arquetipo de hombre que, en la concepción marxista, es la suprema manifestación de la independencia del ser humano frente a toda autoridad, jerarquía, ley o moral. El hombre en su concepción más baja –la pura materialidad caótica‑ es declarado Dios. “Todos los filósofos hasta ahora –dice Engels‑ se ha preguntado quién es Dios, nosotros contestamos: el hombre es Dios.” Y, por eso, no es extraño que Marx diga textualmente en una de sus primeras obras: “En el calendario revolucionario. Prometeo ocupa el primer puesto entre los santos y los mártires”. En su Crítica a la filosofía del derecho proclama a Lutero como su primer antecesor.
No es extraño pues que todas las revoluciones contemporáneas se hayan caracterizado por su odio antirreligioso. Ya sea en Rusia, España, Méjico, Hungría como en Vietnam. Ya sea en enfrentamiento directo, ya sea infiltrando las filas de la Iglesia y vaciando sutilmente las formas religiosas convirtiéndolas en receptáculo de puro humanismo, vacío de trascendencia y lleno de culto al hombre.
Por eso sean conscientes quienes, viendo el peligro revolucionario, no saben qué es lo que se está pretendiendo destruir. No sea que, insipientemente, acepten en los flancos de lucha a aquellos que fueron los progenitores de este último asalto ni que, dando sus vidas, lo hagan por defender sistemas que no son sino la etapa previa y condicionante de este último bochorno trágico que ha de sufrir la humanidad si no reaccionamos.
Yo, por mi parte, declaro que, si he de luchar y morir, quiero hacerlo como católico y no como defensor de pseudodemocracias corruptas, ni de constituciones, ni de partidos, ni de congresos, ni de políticos.
Que me lo reclamen si no los dos millones y medio de asesinados en el Vietnam que, en macabra paz, firmada por mis llamados representantes actuales de occidente, fueron entregados, en aras de la política, a la carnicería roja, en medio del silencio absoluto y cómplice de una prensa que, mientras tanto, se desgarraba histéricamente las vestiduras cuando se hacía justicia con cuatro o cinco asesinos en España.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Patria! Es el único grito del católico. El mismo que lanzaban cuando cargaban con sus fusiles sin balas contra los cañones revolucionarios, a la bayoneta, los soldados de La Vendée; el mismo que gritaban antes de caer fusilados los cristeros en México; el mismo que resonaba en las filas nacionales que, acaudilladas por uno de los últimos adalides del occidente cristiano, reconquistaron para la Iglesia, de las hordas rojas, al suelo hispano.
(Que Dios tenga al viejo caballero en su gloria.)
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Patria!
(Intención de la Misa: “Por Don Francisco Franco Bahamonde, caballero cristiano, defensor de la Iglesia, caudillo de España, para que el Señor lo premie y lo reciba en el Cielo.”)
(1) Summa, II II, 163 2 c