Sermones de CRISTO REY
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1980. Ciclo C

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


Lectura del santo Evangelio según san Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo: El pueblo y sus jefes, burlándose de Jesús, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Rein.» El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»
SERMÓN

"La Prensa” de hoy, en la segunda página de su rotograbado, presenta fotografías de diversas escenas de la versión que, hace unas semanas, se diera, en el Teatro Colón, de “Los Maestros Cantores de Núremberg”, de Wagner (1). Dos de estas fotos presentan la magnífica escenografía de Roberto Oswald para el cuadro final.

Si uno se fija con atención descubre, en ellas, grupos de distintos ropajes, presididos, cada uno de ellos, por un estandarte diferente.

Y, quien haya tenido tiempo para ir a verla y escucharla -desde las ocho de la tarde hasta las dos de la mañana que duraba- recordará que esos grupos que precedieron la entrada final en escena de ‘los maestros cantores', habían ingresado, uno a uno, en el escenario, presentándose coralmente como distintos gremios o guildas: el de los zapateros, el de los sastres, el de los panaderos. Raro que Wagner no hubiera incluido también el de los albañiles, tan importantes que eran.

El asunto es que la obra no hace en esto sino reflejar uno de los aspectos más vitales del Medioevo y que era precisamente el de las organizaciones profesionales. La gente normalmente piensa que los sindicatos y los gremios son una conquista moderna, cuando no es así. Los gremios nacieron con la organización de la cristiandad, tan pronto empezaron, después del feudalismo, a surgir las ciudades.

Por el contrario, fue la Revolución Francesa, el 2 de Marzo de 1791, quien, mediante la aprobación de la ley del jacobino Le Chapelier, destruyó las corporaciones, prohibiendo a los obreros asociarse, dejándolos sin defensa frente a la burguesía volteriana y anticlerical del siglo XIX y la revolución Industrial.


Isaac René Guy Le Chapelier (1754-1794)

Cada profesión u oficio estaba organizado, defendía los derechos de sus asociados, instruía a sus aprendices y, finalmente, daba el grado de ‘maestres' o ‘maestros' –no el de maestro de escuela, sino ‘maestro carpintero', ‘maestro sastre', ‘maestro abogado', ‘maestro en teología'- a quienes aprobaban sus exigencias y normas de calidad. De allí sale lo de una ‘obra maestra' o, cuando -todavía en nuestra juventud- uno le decía ‘maestro' al chofer del colectivo. El gremio procuraba también el sostenimiento de sus viudas y sus huérfanos, asignaba pensiones, ayudaba a los sin trabajo. Todos tenían sus santos patronos y sus conmemoraciones religiosas, que celebraban con grandes fiestas, devociones y alegría general. Y, también, sus rituales de iniciación y aprendizaje y sus secretos de oficio.

Más aún, constituían verdaderas estructuras internacionales. Quien, por cualquier razón, debía desplazarse de una ciudad a otra de la cristiandad, estaba seguro de hallar, a la presentación de su credencial de pertenencia al gremio, protección, alojamiento, asesoramiento legal y trabajo en cualquier parte.

Esto hacía que incluso gente que no era de la profesión tratara de obtener credenciales de ‘adeptos' para gozar de estos mismos beneficios.

Es claro que había guildas, gremios, corporaciones, de mayor y menor importancia, por ende, con mayores o menores beneficios.

Uno de los más importantes, si no el más importante, era el de los albañiles. En realidad no era solo el más importante, sino probablemente el más antiguo. Curiosamente, como organización profesional, la de los constructores, albañiles o arquitectos, es una de las más antiguas de toda la humanidad.

Esto se debe no a que en la antigüedad se hubieran tolerado las corporaciones sino que ‘la construcción' siempre tuvo, para la mente humana, algo de religioso, de divino, de análogo con las divinidades fundadoras. ‘Construir' fue siempre como imitar al actuar creador de lo divino. El constructor ‘realiza', ‘hace', de modo análogo a como Dios crea el cosmos, la estructura del universo. Fundar una ciudad, una casa, en todos los ritos de la antigüedad, era una especie de repetición mágica de la organización del mundo.

De allí que los ‘arquitectos' de la antigüedad cumplieran todos funciones sacerdotales. Los constructores de pirámides de Egipto, los maestros de obra del templo de Jerusalén, los arquitectos de los Zigurat de Babilonia tenían que tener el dominio de las proporciones y la estabilidad y, por consiguiente, el dominio del ‘número', ese ritmo misterioso de las cosas –al decir de Pitágoras- por medio del cual era posible dominarlas.

Los ‘constructores' eran casi ‘magos'. Algo especialmente misterioso era, para el antiguo, el puente o los arcos, esa estructura que une dos distancias sobre un abismo, sosteniéndose sobre la nada. Por eso los sacerdotes etruscos y, luego, romanos, se llamaron por antonomasia ‘constructores de puentes', en latín, ‘pontí-fice', ‘el que hace puentes'. Todos sabemos, paseando por Palermo, de los puentes de los jardines de filosofía Zen. Y también de ese gran puente que une el cielo con la tierra que es el Arco Iris, según Platón o aquel por el que los dioses nórdicos suben y bajan de la tierra al Walhalla.

Las tradiciones constructores y matemáticas de los ‘albañiles', pues, se conservaban en colegios ‘pontificales', que lograron salvarse de la caída del Imperio y las invasiones de los bárbaros, refugiándose en esas islas de paz y de conservación de la cultura que fueron, a partir del siglo V y VI, los monasterios benedictinos. De ellos provienen y, luego, del Cister, casi todas las construcciones maravillosas del arte románico y gótico que hoy todavía asombran a nuestros contemporáneos.

Estos albañiles –en francés ‘ maçon' del tardolatino ‘ macio' -, porque estaban especialmente protegidos por la Iglesia, no caían bajo la jurisdicción de los nobles y de los reyes. Eran el gremio más independiente del Medioevo, tanto es así que se los llama ‘albañiles-libres' o ‘francos' –‘ franc - maçon' -. Conseguir, pues, un carnet de afiliación a este gremio, traía consigo importantísimos privilegios.

La cosa se complica cuando la cristiandad, antes los atropellos de los turcos seljúcidas a los peregrinos al Santo Sepulcro, reconquista, en el año 1099, Jerusalén. A su vez robada a los cristianos por los musulmanes cuatrocientos años atrás. Fue la primera de las cruzadas, la más gloriosa, orgullo de nuestra tradición católica.

Sin embargo, aún cuando reconquistada, Tierra Santa, dado el exiguo número de tropas europeas que permaneció en los endebles reinos cruzados, no ofrecía suficiente seguridad a los peregrinos. Bandidos y ladrones infestaban los caminos y causaban zozobra por todas partes.

Fue entonces cuando, en 1119, un grupo de caballeros, encabezados por Hugo de Payns de Champagne (1070-1136), deciden consagrar su vida al cuidado y seguridad de los peregrinos. Balduino II, rey de Jerusalén, les da como lugar para su cuartel general o convento –ya que son monjes: hacen votos de pobreza, castidad y obediencia y de no retroceder nunca en el combate- un predio que se encuentra en lo que era antiguamente el Templo.

De allí toman su nombre: los caballeros del Templo, les llaman o del Temple, por el francés, conocidos por todos nosotros como los templarios.

Estaban muy relacionados con el Cister. Fue San Bernardo el encargado de redactarles las reglas de la Orden y quien compone para ellos la admirable “Loa de la nueva milicia” que cualquier militante cristiano de hoy haría bien en leer, para saber cómo ser soldado y cristiano en estas azarosa épocas en que nos toca vivir.

Los templarios se multiplicaron prodigiosamente y sus castillos –‘kraks', les llamaban, término derivado del sirio ‘karak', ‘fortaleza'-, encomiendas, iglesias, conventos, se desparramaron no solamente en Palestina sino por toda Europa, como lugares de reclutamiento y avituallamiento. Fue para ellos una época de construcción febril: puentes y caminos, granjas modelos –las encomiendas-, fuertes y murallas. Para ello, tuvieron que vivir estrechamente en contacto con los albañiles-libres del Císter.

Pero, en estas épocas, en que las naciones todavía no existían, ni los ejércitos organizados, ni eficaz policía, el poder templario ensombrece al feudal y al de las dinastías reinantes. Más aún, los castillos templarios se convirtieron no solo en lugar de refugio de personas, en medio de las invasiones y continuas guerras entre los nobles y los reyes, sino sobre todo de tesoros. Todo el mundo depositaba sus fortunas en manos de los templarios. Era, por ejemplo, el Temple de París el que guardaba y administraba el tesoro del Rey de Francia.

¡Imagínense el poder político y económico que esto representaba para esa época! Un ejército internacional, cuando ni siquiera existían ejércitos nacionales; una banca internacional, cuando esa institución todavía no había sido inventada. Cualquiera que depositaba dinero en el Temple de Lyon, recibía una letra de cambio que podía hacer efectiva en cualquier Temple del mundo, ya sea Jerusalén, ya sea París, ya sea Londres.

¿Quiénes se aprovecharon inmediatamente de estas ventajas? Por supuesto los judíos. Odiados en esa época por todos estaban especialmente desprotegidos y las iras del pueblo les hacían frecuente objeto de robos y matanzas. Era lógico que buscaran la protección de los templarios. Por otro lado a los mismo templarios convenía que fueran judíos quienes gestionaran sus bienes ya que las leyes cristianas prohibían la usura a todos los bautizados.

Pero resulta que los judíos, no solamente introdujeron en el Temple sus dineros, sino también su doctrina. ‘La Cábala' o sea, traducido, la ‘Tradición oral' que interpretaba esotéricamente la Biblia y el Talmud.

Esta Cábala o doctrina cabalística, a grandes rasgos, enseñaba que todo lo que la Escritura dice de Dios hay que atribuirlo al hombre. El hombre es Dios y, a través del ‘pueblo judío', que es el verdadero ‘mesías', podrá alcanzar, por medio del conocimiento, de la libertad, del poder, de la alquimia o de la técnica y del dinero, su condición divina. Esta doctrina era muy similar a la de los antiguos albañiles, constructores, pontífices tipo pitagóricos o zen, que pensaban que, por medio del esfuerzo humano, eran capaces de tender sobre la nada el puente que separa al hombre de la divinidad.

Aunque todo esto penetraba en la Orden de los Templarios en medio del más riguroso secreto y tampoco en la mayoría de sus miembros, poco a poco, la gente empezó a darse cuenta de que algo raro pasaba. Las acusaciones de perversión se multiplicaron. La envidia, la ambición y los celos hicieron el resto.

Hasta que, finalmente, se les entabló un proceso en regla. Ante las instancias de Felipe el Hermoso, el Papa Clemente V suprimió, en 1312, la Orden. En 1324 fueron condenados a muerte Jacques de Molay, gran Maestre de la Orden y Geoffroy de Charny, Preceptor de Normandía, que se negaron a reconocer las culpas de las cuales los acusaron.

Suprimida la Orden, gran parte de sus miembros –relatan las crónicas- se refugiaron en el gremio de los albañiles. Curiosamente, aunque el bando de detención de los templarios se cumplió casi sorpresivamente, en las residencias templarias no se encontró el oro que se suponía tenían que guardar en custodia.

En la amalgama de los judíos, los templarios y los franc-masones –junto a influjos musulmanes y sufíes aprendidos en Tierra Santa- muchos quieren ver el nacimiento de la masonería.

Pero ya no se trata de un simple gremio. Los gremios de albañiles verdaderos continuaron su trabajo propiamente sindical en todo el mundo. Los franc-masones se convirtieron, en cambio, en una sociedad secreta transmisora de las ideas cabalísticas: el hombre-dios, el hombre pura libertad, el hombre capaz de construir con su razón y su técnica el auténtico paraíso.

Y, en esta ideología, Cristo, la Iglesia Católica, que considera al hombre criatura y necesitado de la gracia de Dios, se transforma en el enemigo por excelencia.

Ellos son los que, desde entonces, están detrás de todas las revoluciones y filosofías anticristianas que van sucediéndose en Europa y, de allí, en el mundo. Apoyan y financian a Lutero en el siglo XVI. Los hugonotes, en Francia, salen de sus filas. Son los hugonotes quienes a su vez impulsaron la Revolución Francesa. Se cuenta que el 21 de Enero de 1793, cuando la cabeza de Luis XVI rodaba al cesto, un hombre gritaba “¡Jacques de Molay, estás vengado!”

Fue la masonería quien organizó a los carbonarios en Italia; se opuso a los Habsburgo; se infiltró en los Borbones; pervirtió los movimientos de independencia americana; se instaló en todos los estamentos dirigentes de la sociedad; abrió cauce al sionismo y al marxismo.

Presta doctrina política a la subversión mundial, se anida en universidades y teorías pedagógicas. La vemos resurgir en los Bilderberger, en las alianzas de los Rockefeller y los Rothschild, en la Trilateral, en las organizaciones internacionales -ONU, UNESCO, OEA-. Maneja la prensa y los medios de comunicación. Abre la puerta, en nombre del ‘hombre' o de ‘los derechos humanos', no de Dios, a toda revolución que suponga liberar al hombre según los dictados de la antigua serpiente.

“Seréis como dioses”.

La Iglesia la ha señalado como enemiga de Cristo y contraria a la doctrina cristiana en muchas ocasiones. Pensemos solo en la Humanum Genus ‘sobre la masonería y otras sectas', Carta Encíclica del Papa León XIII promulgada el 20 de abril de 1884 o en innumerables pronunciamientos posteriores de diversos episcopados, como el del Argentino en 1950.

Pero, al contrario de lo que dice la Cábala, la Alquimia, la filosofía moderna, la ciencia cabalística contemporánea, el psicoanálisis, la política bastarda del liberalismo, la economía, el marxismo, el hombre no puede hacerse Dios por sus solas fuerzas. Por sus solas fuerzas solo puede llegar al ‘dominio de muchos por unos pocos', a la disolución de la familia, a la esclavitud del consumismo, del sexo y de la droga, a la deificación del Estado y al embrutecimiento semiinstruído de las mayorías. En resumen: a la deshumanización del hombre. Que es lo que estamos viendo.

Solo si acepta la gracia de Cristo, el ser humano se hace capaz de llegar a Dios. Y no en esta tierra, sino en los ‘nuevos cielos y la nueva tierra' que solo Dios puede construir y donde Cristo imperará. Porque, a todas la utopías masónicas y sionistas, no solo se opone la realidad del superficialmente alegre pero profundamente triste y asqueante caos del mundo contemporáneo, que se precipita rápidamente a la barbarie y la tiranía, sino el mentís final de la muerte de todos y cada uno de nosotros.

No, el hombre no puede ser pontífice, arquitecto del Paraíso. Sin la gracia de Cristo su premio será la muerte.

Pero, en la fe, la esperanza y la caridad, si pide el divino perdón, si se hace cristiano, aún está a tiempo, no solo los hombres, sino también las sociedades, de escuchar las palabras de Jesús -Rey desde la Cruz-: "Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso

1- 21, 26 y 29 oct; 1y 4 nov. Dirigida por Hans Wallat, con la regie de Paul Hager y escenografía de Roberto Oswald. Con Norman Bailey como Hans Sachs; Karl Ridderbusch de Pogne, Georg Voelker como Beckmesser; Jess Thomas como Walther y Hannelore Bode, como Eva.

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