1991. Ciclo B
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
(GEP 24/11/91)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 18, 33b-37
Pilato llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?» Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?» Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí» Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey?» Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»
SERMÓN
Es bien conocido por todos el famoso cuadro de Jacques-Louis David de la coronación de Napoleón. Bonaparte, él mismo, se ha colocado la corona en la cabeza, prescindiendo del Papa Pío VII. Dicho gesto, lejos de ser una improvisación, había sido deliberadamente exigido por Napoleón antes de la ceremonia. El Papa había debido renunciar no solo al gesto de la investidura, sino también a las palabras del antiguo ritual "Elegimos", sustituidas ahora por "Consagramos". Lo mismo que a las preguntas tradicionales que se hacían a dos obispos, señalando al candidato, "Scis illum esse dignum, et utilem ad hanc dignitatem?" "¿Sabes si éste es digno y apto para esta dignidad?", que fueron suprimidas. El milenario ritual católico quedaba totalmente tergiversado haciendo del mismo Napoleón el único protagonista de la ceremonia y rebajados Dios y el Papa a meros notarios de la asunción de una autoridad que venía del propio Napoleón: no de Dios; sino del hombre.
Pero, es claro, el Gran Corso no era sino el caudillo soberbio de la aún más soberbia Revolución Francesa, que, a su vez, no era sino la vuelta al antiguo paganismo que endiosaba a la política y a sus autoridades en vez de, como hacía la revelación bíblica, mostrarlas como criaturas y, por lo tanto, subordinadas a Dios y a su ley.
En realidad la revolución francesa no solo había cercenado la cabeza al santo Rey Luis XVI y quitado la imagen de la santísima Virgen, colocando en su lugar a la de la diosa Razón en Notre Dame, sino que había pretendido liquidar al papado. Al principio frontalmente, cuando el general Berthier, después de ocupar militarmente Roma el 10 de Febrero de 1798 declara depuesto al papa Pío VI que, llevado prisionero a Valence, muere allí a causa de los malos tratos. Y mientras aún vive es llamado con sorna, en los documentos oficiales de la revolución "Pie sixième et dernier, cidevant pape", "el aquí presente papa Pío VI y último". Pero luego, viendo la indestructibilidad del papado, tratando -como hará Napoleón y luego la masonería y el nuevo orden mundial- de instrumentarlo para sus fines.
La cosa ya había empezado mucho antes, cuando Lutero, mediante el "libre examen", reivindica para la razón humana y la conciencia el derecho de leer y entender lo que se le antoje en la Sagrada Escritura y no lo que la Iglesia en ella lee y dice. Se cambia el magisterio objetivo de la verdad, por la opinión subjetiva de cada uno. Cuando esto pasa al ámbito filosófico y político se traduce en que la verdad objetiva no existe, existen solo opiniones sobre ella en las cuales cada ser humano es dueño de emitir la que le plazca. Cada uno es un pequeño dios, ya que se reserva el derecho de determinar la verdad y dictaminar por su razón o por su sentir, cuál es el bien y cual es el mal. Es el inicio del mundo moderno y, en política, de la autoridad absoluta, divinizada, ya sea del dictador de turno, ya sea -hipócritamente- del pueblo, supuestamente representado o por una oligarquía encaramada en los escaños del poder o por un líder más o menos carismático, más o menos fabricado con los métodos sutiles de la propagan-da, ya sea de la "opinión pública" precocinada por un clan iniciático de intelectuales y periodistas divinamente inspirados.
La verdad y los auténticos intereses del hombre quedan desprotegidos y en manos de manipuladores arbitrarios sin más verdad que su propia ideología, sin más moral y ley que sus propios intereses y más allá del bien y del mal y aún de cualquier constitución o legislación escritas.
Muy contrariamente a lo significado por la solemne ceremonia en donde el futuro rey cristiano, de rodillas ante el altar, prometía solemnemente a Dios y a su pueblo: "Yo Fulano, antes que nada y en primer lugar, prometo realizar y respetar la ley de Dios y procurar la justicia y la paz para mi pueblo. Y a esa justicia, sin la cual ninguna sociedad pueda estar de pie, llevarla a cabo sin desfallecimientos, premiando a los buenos, castigando a los delincuentes y defendiendo con todas mis fuerzas a las viudas, a los huérfanos, a los pobres, a los débiles y a los oprimidos".
Frases que bien recordaba Luis XVI antes de ser conducido al suplicio al escribir su testamento; en el cual, después de profesar su fe católica, perdonar a sus verdugos y pedir perdón por sus yerros, prosigue: "Recomiendo a mi hijo, si alguna vez tuviera la desgracia de llegar a Rey, tener bien claro que se debe totalmente a la felicidad de su pueblo, que ha de olvidar todo resentimiento y que no puede lograr la felicidad de su pueblo sino reinando según la ley de Dios."
De esa ley -que por otra parte no es sino el pensamiento y la normatividad que Dios imprime en el corazón mismo de la realidad al crearla y mantenerla en la existencia, ley, pues, constitutiva de la solidez objetiva de lo real-, de esa ley, digo, la Revolución hizo mofa, trocándola por el arbitrio del tirano -y llamo tirano al que mayoría o minoría, muchos o pocos, piensan que sus ideas son la realidad y no las leyes que están inscriptas en ella-. Y en eso era coherente la Revolución, porque no solo quiso sacarse de encima a Dios y a las leyes en cuanto a la moral y la política, sino en cuanto a la misma realidad física: cuando habiendo condenado la Convención al gran químico Lavoisier a la guillotina éste pidió como última gracia solo quince días de plazo para terminar un experimento que estaba realizan-do, su petición recibió la brutal respuesta de que "La República no necesita químicos".
Se había terminado por sustituir a Dios legislador por el hombre legislador. Los derechos de Dios o los diez mandamientos por los derechos del hombre y su propio arbitrio.
Por supuesto que, junto con muchos deberes, el hombre ‑¿quien podrá negarlo?- también tiene sus derechos. Pero derechos sostenidos, en la concepción cristiana, por los mandamientos de Dios. Fuera de ellos es muy difícil darse cuenta en que pueda fundar el ser humano estos derechos.
Tanto es así que, todavía la declaración de la independencia americana del 4 de Julio de 1776 decía "Todos los hombres han sido creados iguales, han sido dotados por el Creador de derechos inalienables". Eso todavía era serio y estaba fundamentalmente bien, aunque viciado por la concepción protestante de Dios y de su revelación, que condenaba a la larga a perecer esos derechos en el subjetivismo y la democracia.
Pero ya la Declaración de los Derechos del hombre de la Revolución Francesa, en 1789, prescindía totalmente de Dios y sencillamente afirmaba: "Los hombre nacen y permanecen libres e iguales en derechos". Ya no hay ninguna referencia al Creador: los hombres son iguales en derechos simplemente porque así se les da la gana y se proclaman tales. Es la voluntad humana la que funda estos derechos del hombre -y así también los podrá abolir cuando se le antoje-. La única referencia a Dios que hallamos en la famosa declaración es su artículo 10 cuando dice "nadie debe ser molestado por sus opiniones, aún religiosas". Para la Declaración americana Dios es todavía la verdad, la norma, el principio, la ley. Para la francesa Dios ya no es, pues, más que una opinión facultativa.
Con lo que estamos diciendo no queremos sostener que no podemos estar de acuerdo con el contenido general de la declaración de los derechos humanos por todo lo que significan de rechazo y condenación de lo arbitrario y lo tiránico y por todo lo que del derecho natural y cristiano recogen, pero es necesario no olvidar que la intención y la lógica de los derechos del hombre de 1789 fue la de utilizarlos contra el catolicismo. Su lógica interna, velada, querida, es, como decían los revolucionarios: "Ni Dieu ni maître; "ni Dios ni autoridad".
En 1948 la asamblea general de las Naciones unidas votó una "Declaración universal de los derechos del hombre" que luego en 1975 en la conferencia de Helsinki firmó también el bloque de la Unión Soviética. Uno de los pocos países que se abstuvo en la votación fue Arabia Saudita porque señaló su delegado, literalmente: "solo hay derechos de Dios, no del hombre", con lo cual ciertamente exageraba.
La declaración de la ONU mantiene el mismo espíritu que la de la Revolución Francesa. Por eso la Iglesia mantuvo sus reservas y el Osservatore Romano de la época comentaba: "No es más Dios sino el hombre quien advierte a los hombres que son libres e iguales... Son los mismos hombres quienes se invisten de prerrogativas de las cuales también podrían arbitrariamente despojarse."
Pero no es solamente su falta de fundamentación trascendente lo que hace a la Declaración de los derechos humanos ambigua y hasta peligrosa, sino alguna de sus afirmaciones explícitas, como por ejemplo el famoso artículo 3ro de 1789: "El principio de toda soberanía reside esencialmente en el pueblo. Ninguna organización, ningún individuo puede ejercer autoridad si no emana de aquel." Con lo cual de un plumazo se destruyen o se discuten todas las autoridades naturales y sobrenaturales desde la de la iglesia, pasando por la del dirigente de empresa, hasta la del padre de familia. Es la subversión de toda jerarquía. Y el art. 6: "La ley es la expresión de la voluntad general", con lo cual se independiza la ley humana de la ley de Dios y del orden natural y se termina con la ética y la moral. Así estamos.
La cosa es empeorada, casi, en la declaración de 1948, en su artículo 21, § 3 que dice: "La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto." No es que las elecciones como método para llegar a ejercer la autoridad que viene de Dios no sea tan legítimo como otros, pero de allí a absolutizarlo como el único medio válido y, peor, para ejercer una autoridad que viene del hombre no de Dios, eso es un salto enorme, perverso y subversivo.
No es extraño pues que, por todo esto, la Iglesia tardó mucho tiempo en hablar positivamente de la Declaración de los Derechos humanos.
Por supuesto que sobre la dignidad humana y los derechos de la persona siempre, desde la Biblia, viene hablando la Iglesia, además dándoles su verdadero fundamento, que es Dios y su ley, pero, por las razones arriba apuntadas no hay que admirarse de que haya tardado mucho tiempo en hablar positivamente de la Declaración de la ONU. El primero que lo hizo fue Juan XXIIII en la Pacem in terris, si bien expresando alguna cautela.
El mismo Juan Pablo II, que no pierde ocasión de referirse a ellos bien les decía hace poco a los obispos de Brasil:
"Los derechos del hombre no tienen vigor, en verdad, sino allí donde son respetados los derechos imprescriptibles de Dios; y el compromiso respecto de los primeros es ilusorio, ineficaz y poco durable si se realizan al margen o con desprecio del primero."
Y en 1987 afirmaba:
"Hoy se oye hablar mucho de los derechos del hombre, pero no se habla nunca de los derechos de Dios"..."Allí donde Dios y su ley no son respetados, tampoco el hombre puede hacer prevalecer sus derechos... Los derechos de Dios y los derechos del hombres son respetados juntamente o juntamente violados...Se trata de dar a Dios lo que es de Dios. Es entonces cuando será dado al hombre lo que es del hombre."
No hacía mucho el mismo Papa había dicho:
"No solo han de defenderse lo derechos del hombre, sino también los derechos de la familia y los derechos de la nación".
Con lo cual, como Vds. ven, cuando la Iglesia habla de los derechos del hombre para conformarse al lenguaje de nuestra época lo está haciendo en un sentido bien diverso al de las declaraciones masónicas y liberales de la Revolución Francesa y de la ONU y de la subversión y del Nuevo Orden Mundial que erigen al hombre en fuente de toda ley y autoridad.
Allí están hoy enfrentados el poder político del hombre, encarnado en el emperador divinizado, hipóstasis de Roma, con su representante, Pilatos; los judíos que a sabiendas por soberbia y protervia talmúdica reniegan de la autoridad divina reivindicando su propio arbitrio mesiánico queriendo eliminar a su enviado para lo cual no vacilarán inclusive en hacer soltar a Barrabás y gritar hipócritamente: "No tenemos otro rey que el Cesar" y finalmente a la única verdadera autoridad, al hijo de Dios, al ungido, al verdadero Rey, Jesucristo, el humilde representante de la ley, la verdad y la autoridad divinas.
Ya no habrá en la historia más protagonistas de la política que ellos: los paganos ignorantes, los renegados conscientes y los seguidores de Cristo. Por un lado la declaración de los derechos del hombre, fabricada por los enemigos de Cristo para hacer de los tontos idiotas útiles en la destrucción de los valores cristianos y, por el otro, el reconocimiento de la realeza de Cristo y de su ley para lograr el Reino de Dios, y, en esta tierra, la construcción de un mundo justo y pacífico en la medida en que lo permita la falibilidad humana y su naturaleza pecadora.
Por un lado el intento de construir el orden mundial desde la autoridad que proviene de este mundo y de las opiniones subjetivas de los hombres; por el otro el intento de construir un orden católico desde la autoridad que no es de este mundo y que se basa en la verdad y el respeto a la objetiva realidad.
El primer intento, liderado por la autoridad espúrea y plebeya de los hombres, no podrá sino querer crucificar otra vez a Cristo y, al mismo tiempo, tarde o temprano destruirse a si mismo; el segundo, acaudillado por el único príncipe legítimo, Cristo Rey, aún cuando no logre de inmediato su objetivo en la tierra, crucificado por el primero, es el único que ennoblece la vida del hombre, y da sentido y fuerza al amor de las familias, al trabajo de los civiles y a las armas de los guerreros. Pero más aún, es el único que, a lo sumo perdida alguna batalla, a la larga triunfará.