De los tres hijos de Herodes el Grande, Arquelao, Antipas y Felipe, el más favorecido por el testamento de su caprichoso padre fue el primero, que heredó el trono de Judea. Pero dada la fama del sujeto no fue aceptado sin resistencia: tanto sus hermanos como parte del pueblo se alzaron en armas contra él. Al extremo que el emperador Augusto debió ordenar a las tropas romanas estacionadas en Antioquía, comandadas por Publio Quintilio Varo que marcharan sobre Jerusalén. En el camino Varo arrasó con la rebelde ciudad de Séforis a cuatro kilómetros de Nazaret. Algunos piensan que fue allí donde probablemente murió José, el padre de Jesús, combatiendo contra los romanos.
El asunto es que Arquelao, pudo asumir el poder, pero lo ejerció con tal despotismo y crueldad que finalmente el emperador lo depuso y lo desterró.
Después de eso Roma juzgó que era mejor no valerse de los príncipes locales sino administrar directamente el territorio por medio de un gobernador o, en latín, prefecto o procurador. Los prefectos de Judea residían en Cesarea, pero solían dirigirse a Jerusalén en ocasiones especiales, sobre todo con motivo de las principales fiestas judías, cuando se reunía gran gentío y había posibilidad de disturbios. Se alojaban entonces en la fortaleza de la torre Antonia.
Se conserva la lista de los prefectos romanos que, a partir de la deposición de Arquelao en el año 6, gobernaron Judea en tiempos de Jesús: Coponio, Marco Antípulo, Annio Rufo, Valerio Grato y, del año 26 al 36, Poncio Pilato.
De la familia de caballeros de los Pontii, uno de sus parientes es recordado históricamente ‑Poncio Aquilio‑ por haber participado en el asesinato de Julio Cesar.
Filón de Alejandría nos transmite la noticia de que Pilato era un personaje inflexible, terco e incapaz de ceder en nada. Lo acusa de corrupción, violencia, latrocinios, brutalidades, ejecuciones sin proceso judicial, y crueldad incesante e insoportable. Quizá exagere, pero las anécdotas que se cuentan de él se ajustan bastante a ese retrato. La última que hizo fue ‑por una simple sospecha‑ perpetrar una masacre con los pobladores de la aldea de Tirataba. Fué depuesto y llamado a Roma por el emperador Tiberio. Allí desaparecen sus huellas, aunque algunos dicen que se suicidó en tiempos de Calígula o que lo mandó ejecutar Nerón.
Pero por ninguno de estos hechos pasó a la historia universal, sino por haber participado en el inicuo juicio que llevó a la muerte a Jesús. ¡Quién le hubiera dicho que hasta iba a tener el dudoso honor de ser nombrado en el mismísimo Credo por millones y millones de cristianos hasta el fin de los tiempos!
Pero en el evangelio de Juan no se lo presenta con tan negras tintas, daría la impresión de que Pilato querría liberar a Jesús.
En Juan, los enemigos son representados por los judíos, Pilato, en cambio representa a aquellos hombres que frente a la permanente opción de estar con Cristo o contra él tratan de adoptar una postura intermedia. O la indiferencia, la neutralidad. Hombres honrados y bien dispuestos, quizá, pero que no se dan cuenta de que hay dos posiciones enfrentadas que no admiten componendas: hay que optar. Porque el no optar, el lavarse las manos, hace que finalmente triunfen los enemigos de Dios.
Algunos exegetas, sobre todo alemanes, como por ejemplo Bultman, protestante o Schlier, católico, escribiendo después de la terrible experiencia de la segunda guerra mundial, han querido ver, en este pasaje del enfrentarse Jesús y Pilato en la Torre Antonia, mucho más: Juan se serviría de Pilato para demostrar que el Estado no puede permanecer neutral con respecto a la verdad, porque esa neutralidad lo lleva a contemporizar poco a poco con los peores excesos y, finalmente, sin remedio, someterse a los intereses del mundo, del dinero, de los poderosos, de los partidos, de las maffias y de la delincuencia. El nazismo según Bultman, habría sido la consecuencia de ese lavarse las manos frente al cristianismo y a la ética, de los Estados liberales de la preguerra.
Pero quien quisiera encontrar alguna prueba palpable de la desidia homicida del lavarse de manos de Pilato, no necesita recurrir a las iniquidades nazis ni stalinistas, basta ver a nuestro país desde 1853 declarándose oficialmente, constitucionalmente, cada vez más neutral respecto de Cristo y la consecuente decadencia de las costumbres, de la ética e incluso de su ser nacional.
Se piensa que los derechos del hombre puedan reemplazar a los mandamientos de Dios, que la educación laica promover a los ciudadanos prescindiendo de la gracia de Cristo. Así estamos.
Cuando en 1925 Pío XI instituye la festividad de Cristo Rey ‑que antes no existía‑, la Iglesia Católica aún conservaba la nostalgia de la cristiandad, la época en que no solo las personas y las familias sino los mismos estados reconocían las leyes de Cristo y de su iglesia y las hacían cumplir. Todavía abrigaba el Papa la ilusión de que aquello se podía aún recuperar.
Pero eso ya está perdido... Para bien o para mal, los tiempos en que las sociedades y los gobiernos aceptaban el señorío de Cristo, a pesar de uno que otro intento fracasado, han quedado, quizá para siempre, atrás.
Volvemos a las épocas evangélicas, a los comienzos, el señorío de Cristo tiene que volver a instalarse en cada corazón, en cada familia... El reinado de Cristo ya no pasará por las leyes sociales, ni los códigos civiles, ni las constituciones, ni su mensaje será pregonado por los diarios, ni por los medios; allí ha vuelto a entronizarse Pilato, cuando no los mismísimos enemigos de Jesús...
Pero, al fin y al cabo, hoy lo vemos a nuestro Señor frente a Pilato sin tanto interés por reivindicar su dignidad real en la política. "Tu lo dices", le contesta al romano, casi con displicencia. Lo importante es que ha venido a dar testimonio de la verdad; esa que son capaces de reconocer los suyos. Esa verdad que, aún cuando la protegiera el Estado, cada uno tiene que recogerla en su corazón y llevarla adelante con la vida, obedeciendo a Cristo y haciéndolo reinar allí.
La Iglesia actual, después del Concilio Vaticano II, ha querido desplazar la fiesta de Cristo Rey ‑que antes se celebraba el cuarto domingo de octubre‑ quitándole significado político y colocándola en el último domingo del año litúrgico. Porque el que durante el tiempo de este mundo las sociedades reconozcan o no a Cristo podrá ser o no un desastre político, la ruina de las naciones, una tragedia social, pero en última instancia lo mismo todo terminará en manos del Señor. El reino definitivo no es de este tiempo: el Señor ya está entronizado en la gloria a la derecha del Padre, y es ‑quiérase o no‑ el definitivo triunfador de la historia. Y allí irá haciendo entrar uno a uno, no a los que lo rechazaron, no a los que no se jugaron y se lavaron las manos, sino a todos los que lo hayan aceptado en esta vida como Señor y como Rey.