NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Hablar de reyes en nuestros días es casi meterse en el terreno de la historia pasada, o de los cuentos, o del folklore o cuanto mucho de los chismes de la alta sociedad. Desde la revolución francesa, la democracia y la división de los tres poderes ‑ejecutivo, legislativo y judicial‑, la monarquía ha desaparecido en la práctica, al menos en Occidente, fuera de los intervalos transitorios de las dictaduras. Por eso hablar hoy de Cristo Rey suena como a algo superado, anticuado, que poco dice al hombre contemporáneo. Sin embargo, dejando de lado este título que parece de añoranza de otros tiempos, la realidad que está debajo del viejo substantivo sigue vigente. Cristo es Rey, Cristo es, en otra palabras, quien detenta en el universo el poder ejecutivo, legislativo y judicial.
Todos sabemos que fue Montesquieu ‑para más datos Charles -Louis de Secondat, barón de
Según él, esta separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, ayudaría efectivamente a la libertad de los pueblos morigerando el autoritarismo. Pero no es esto lo único que Montesquieu enseña en su obra. Menos conocida, pero no menos importante es su clasificación de los diversos tipos de gobierno. Ya no acepta más la clásica división entre monarquía, aristocracia y democracia, que venía de Platón y Aristóteles. A Montesquieu le parece que la forma no es tan primordial como el espíritu que anima a las conducciones y proponía otra división basada precisamente en ese espíritu. Por eso a su juicio existen tres formas de gobierno: la república, fundada en la virtud; la realeza, sostenida por el honor y el despotismo, sustentado por el miedo. No hay duda que Montesquieu prefiere la primera -la república-: ni una mera consideración del honor, la fidelidad al rey y el patriotismo pueden garantizar la razonabilidad de la sociedad sino, por el contrario, embarcarla tantas veces en ruinosas aventuras o desoladoras cruzadas, ni el despotismo, a pesar del orden que provoca y mantiene, fomentar las mejores iniciativas de los ciudadanos. Solo la virtud -dice Montesquieu- puede aunar en la búsqueda del bien común a los habitantes de un mismo territorio y transformar al conjunto en república, e.d. en 'cosa pública', con deberes y derechos respetados y compartidos por todos en solidaridad constructiva. Por eso para él una monarquía hecha de gobernantes y súbditos virtuosos podía perfectamente considerarse una república, mientras una democracia sin honor ni virtud no dejaba de ser, pese a la forma, el más crudo y vil de los despotismos.
La tercer gran tesis ‑menos conocida aún‑ de Montesquieu era lo que él llamaba la influencia del 'clima' en los caracteres de una nación. Es verdad que también incluía en su consideración los factores puramente meteorológicos de calor y frío, humedad y sequedad, pero Montesquieu quería referirse sobre todo al clima no físico sino espiritual que generaban las leyes, la religión, la sabiduría popular, las costumbres, la educación. Para Montesquieu era este clima, más que la separación de los poderes o las formas de gobiernos, el que determinaba la idiosincrasia nacional y el ambiente donde podía o no formarse un pueblo con individuos felices. Ese clima era relativamente manejable, el hombre podía intervenir para modificarlo; por eso, para Montesquieu, uno de los deberes principales de los dirigentes era influir en ese "clima" tratando de mejorarlo, de erradicar lo falso, lo corrupto, y de ponerlo al servicio de formar verdaderos hombres y mujeres capaces de insertarse libre y creativamente en la sociedad republicana.
Pero de Montesquieu, lo único que hoy se menciona y se pone en obra es, en los papeles y en los sueldos y en la multiplicación estéril de personal -incluidos los ñoquis- la separación formal de lo ejecutivo, legislativo y judicial que, por supuesto, es incapaz de funcionar allí donde, según la definición de Montesquieu, no hay república, ni clima honesto tal cual él lo postulaba.
En nuestros días Montesquieu se hubiera muerto de risa al oír hablar de democracia como si esta fuera la forma suprema de gobierno, y más si la viera, en su efectivo ejercicio, bajo la forma de partitocracia, de lucha de gente mediocre fuera y dentro de los partidos, de lobbies y de grupos de poder tratando de comprar a aquellos y éstos en venta al mejor postor, haciendo del país tierra de nadie, botín a repartir, que no república. Montesquieu era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que ningún sistema funcionaría sin la virtud de los ciudadanos y gobernantes ni de un clima capaz de promoverla. Reducir su figura a la de un mentor de la división de los tres poderes, es empobrecer su figura.
En realidad tampoco
En resumen, que el juicio que
merecen los diversos sistemas de gobierno están, para
"La educación y si no las cárceles son la mejor garantía ‑dice curiosamente Montesquieu, cuando habla del clima‑ de la verdadera libertad".
Claro que la iglesia enseña mucho
más que esto. En realidad, afirma, no hay verdadera posibilidad de construir
una sociedad justa y libre, fuera del clima del cristianismo. En última
instancia es la subordinación a la ley de Dios manifestada en Jesucristo lo
único que puede garantizar el funcionamiento íntegro de una verdadera república
‑en el sentido de Montesquieu‑, amén de que solo su gracia puede
hacer que el hombre sea capaz de cumplir plenamente con esa ley. En este
sentido es que
De todos modos, aunque siempre
Es por eso que esta solemnidad de Cristo Rey que, hasta el Concilio Vaticano II servía para recordar la obligación de ciudadanos y gobiernos de reconocer a Cristo como fuente y origen de toda autoridad, hoy haya pasado a adornar el último domingo del año, como conmemoración anticipada del triunfo final del Señor cuando todo quede sometido perfectamente a su poder.
No es que
Pero esa entronización y triunfo final no será de ninguna manera a imagen de las victorias de los triunfadores humanos, todas hechas de justicia, castigo a los vencidos, represalia a los rebeldes.
Allí en ese momento supremo, como anticipo de lo que quiere obtener su gobierno para la humanidad, al modo como en los campos de batalla los reyes triunfantes armaban caballeros y promovían a títulos mayores a aquellos que se habían destacado valientemente en le pelea, el Rey Jesús concede el máximo galardón a un desgraciado cuyo único mérito es saber pedirle perdón, también él desde la cruz.
Escena que desafía toda imaginación y está en las antípodas de cualquier gloria humana y cualquier imagen de Rey y que, sin embargo, nos lo presenta a Jesús en el momento más importante y a la vez regio de su vida.
Quiera Dios que los que no hemos sabido encontrarnos con Cristo Rey en la aceptación de su cetro en nuestras vidas, lo hallemos un día como Rey misericordioso, capaz de llevarnos junto al buen ladrón a su glorioso Reino, a su república santa.