1997. Ciclo B
Es sabido que, para los animales en general, el mundo se reduce a aquello que pueden percibir con sus sentidos, su llamado "nicho ecológico". Los animales superiores poseen un sentido de la ubicación y del espacio algo más desarrollado: su "territorio", como lo llaman los etólogos. Es probable que el hombre de Neanderthal no superara, en su percepción, los parámetros de los valles en los cuales habitaba y del techo de cielo, de nubes y de estrellas que supondría más o menos cercano.
El hombre bíblico ya tiene una concepción no solo de su territorio sino del Todo, del universo, pero sus datos científicos son precarios y no puede imaginar su mundo sino como una especie de disco de tierra asentado sobre columnas en el agua y rodeado de una especie de enorme cúpula, el firmamento, de donde pendían como luminarias el sol, la luna y las estrellas, de modestas dimensiones.
De este disco el territorio central era Israel, la Tierra prometida, y el exacto corazón Jerusalén. La imagen, pues, de un hombre que pudiera reinar sobre toda la tierra era entonces plausible, creíble. Bastaba que reinara sobre Israel y se cumplieran las promesas escatológicas de que Israel recibiría el vasallaje del resto de las naciones periféricas, para automáticamente convertirlo en Rey del mundo. Más aún: la esperanza de los judíos iba más allá, porque el definitivo Rey de los judíos y por lo tanto del mundo, Aquel al cual se le daría -como hemos escuchado en la profecía de Daniel- "el dominio, la gloria y el reino, con un dominio eterno y un reino indestructible", ya no pertenecería solo a la esfera terrena, sino también a la celeste: el Hijo del Hombre, que vendría sobre las nubes del cielo. De tal manera que este Hijo del Hombre, este Rey, ya no sería solo Rey de Israel, ni de la tierra, sino Rey del universo, del cosmos. Pero tampoco esto escapaba a las posibilidades imaginativas del hombre; al fin y al cabo, el universo concebido por ellos no parecía tener gran tamaño.
La Iglesia, más tarde, hereda de la ciencia griega un concepto de universo algo más complejo: la tierra ocupando su centro, y girando a su alrededor las distintas esferas planetarias y, finalmente, la de las estrellas. Por otro lado la ciencia geográfica había ampliado bastante las dimensiones de la tierra, aún cuando Jerusalén siguiera ocupando su eje central. Además, a estas esferas astrales, los cristianos añadieron esferas espirituales, basadas en una jerarquía de espíritus que había inventado un autor del siglo V llamado el Pseudo Dionisio utilizando denominaciones bíblicas: arcángeles, ángeles, serafines, potestades, etc., cada rango ocupando una esfera superpuesta según su categoría.
Aún así, cuando la Iglesia, siguiendo a San Pablo, atribuye a Cristo el Señorío sobre el Universo todo, la posición central de la tierra, y la Resurrección, que había transformado a Jesús llevándolo al cielo junto al Padre, permitían seguir concibiéndolo como Cabeza de todo el cosmos así imaginado y, por lo tanto, Rey del universo.
Pero todo esto no resultó tan fácil de entender cuando la posición central del hombre en el cosmos se vio conmovida en sus cimientos por la revolución copernicana. Si la tierra deja de ser físicamente el meollo del universo y se transforma en un planeta más girando subordinadamente alrededor del sol, es obvio que tampoco el hombre que cabalga en este planeta puede reivindicar su posición central.
Y cuando la ciencia moderna, a partir de principios de este siglo, con los instrumentos perfeccionados de la óptica y de la astrofísica descubre el tamaño alucinante del universo: la tierra uno de los planetas de una estrella secundaria entre 100 000 millones de estrellas que forman nuestra galaxia, a la vez una de las tantas miles de millones de galaxias que pueblan en racimos este cosmos descomunal, con distancias de vértigo. Esta mota de polvo que es la tierra en medio de estos enjambres de estrellas y constelaciones, apenas puede despertar la risa al tratar de reivindicar ninguna posición central del hombre en la cuatridimensionalidad colosal del cosmos.
¿Qué podrá pues querer decir, en esta nueva inabarcable geografía astronómica, en donde el hombre ocupa un lugar infinitesimal en su granito de arena perdido en la inmensa playa de los astros, aguja en un cósmico pajar -qué podrá querer decir- que Jesucristo sea el Rey del Universo?
Hasta 'rey de Israel', 'Emperador de los hombres', vaya y pase, -aunque aún entre los hombres sea un título que solo pocos, los cristianos, le reconocen, y ni siquiera políticamente, como en la ya pasada época de la cristiandad- pero ¿Rey del Universo? Esta fiesta de Cristo Rey ¿no será más bien una especie de linda metáfora para instarnos a reconocerlo como maestro, líder de nuestras vidas, mentor moral de nuestras opciones privadas, sin mayor proyección pública, ni mucho menos universal?
¿Qué tiene que ver Jesús, qué tiene que ver el hombre en su pequeño planeta tierra, con las estrellas, con los pulsars, con los quasars, con las novas y supernovas, con los enjambres de materia y energía que pueblan el espacio más allá del límite de su mundo o, cuanto mucho, de Neptuno o de Plutón?
Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, asombrosamente, la ciencia moderna vuelve a afirmar al modo bíblico, el arraigamiento cósmico del hombre, a tal punto que se ve al ser humano como una especie de recapitulación de la historia del cosmos. El hombre es, según el título de la célebre obra del astrofísico Hubert Reeves, "polvo de estrellas", su materia prima ha sido cocinada hace 14000 millones de años en la primera generación estelar.
Porque, así como al hombre le es difícil medir distancias que superen las dimensiones de su geografía inmediata, también las medidas del tiempo. Piénsese que, hasta el Renacimiento, la edad del universo se medía según los relatos bíblicos en no más de seis mil años. Cuatro mil años antes de Cristo sería el primer instante de la creación. Cuando los pioneros de la paleontología fueron descubriendo las distintas capas de la tierra y se remontaron a eras de cientos de millones de años, el tiempo ya se hizo indominable; pero cuando, a partir de la hipótesis del Big Bang, la edad de la materia se fija en alrededor de 20000 millones de años, ya la historia del hombre se mide en menos que un suspiro en esta inmensidad inabarcable del tiempo.
Y, sin embargo, es este tiempo el vector por el cual, como atraída por una finalidad premeditada, todo el material y la energía del universo va preparando la aparición del hombre.
"Polvo de estrellas", porque los núcleos atómicos que forman los elementos que componen el cuerpo humano: silicio, hierro, carbono, oxígeno son productos elaborados para él en el corazón de las primeras estrellas.
Es sabido que cien millones de años después de la explosión primitiva solo existían los elementos hidrógeno y algo de helio. Aún en nuestros días el universo está formado fundamentalmente por estos dos elementos: 55 % de hidrógeno, 44% de helio-. En ese remotísimo tiempo, cien millones de años a partir del Big Bang, las masas fabulosas de hidrógeno que formaban el cosmos en pañales se concentran por la fuerza de gravedad en estrellas. Allí se comprimen de tal manera que produciéndose altísimas temperaturas se desata el proceso de fusión que lleva a transformar el hidrógeno en helio, liberando al mismo tiempo formidables cantidades de energía. Es parte de esta energía la que en el interior más profundo de estas jóvenes estrellas desarrolla tal presión y temperatura que a partir del hidrógeno se cocinan y aparecen núcleos más pesados: los que van subiendo la tabla de Mendeleief.... Esas llaves por ejemplo que Vds. llevan colgadas del cinturón o de la cartera están formadas por metales que han sido fabricados allí en ese remoto tiempo en el horno del corazón de las estrellas. Sus átomos tienen nada menos que 14000 millones de años. Pero así también el carbono que forma nuestras proteínas, el hierro de nuestra hemoglobina, el calcio de nuestros huesos... todos esos átomos fueron fabricados para nosotros en el núcleo de esas estrellas ya muertas y desaparecidas.
Porque finalmente estas estrellas envejecieron y estallaron lanzando toda su materia en forma de nubes al espacio. Y se reinicia el proceso: todo ese material disperso otra vez vuelve a ser atraído por la gravedad y comienzan a formarse las estrellas de segunda generación, las nuestras, las que conocemos, entre ellas nuestro sol, hace 6000 millones de años. Y este nuestro sol, ubicado estratégicamente en la periferia de nuestra galaxia giratoria, atrapa en el campo de su fuerza gravitatoria agrupaciones concentradas de esos elementos más pesados formados en las primeras estrellas y allí desplazados por la fuerza centrífuga del girar de la galaxia. Así se forma nuestro planeta tierra hace 5000 millones de años; atípico, porque formado no por un 99% de hidrógeno y de helio como el resto de los astros, sino por 46% de Oxígeno, 28% de silicio, 8% de aluminio, 5% de hierro, 4% de calcio 3% de sodio y así siguiendo... Composición inusitada en el cosmos, hecha de propósito, porque es recién en medio de esta concentración de elementos, en este rincón estadísticamente exclusivo del universo, donde puede y de hecho se forman las moléculas de la vida y finalmente, en la punta de la flecha evolutiva, aparece el 'homo sapiens'.
Lejos pues el hombre de ser un sujeto extraño en el cosmos, un paracaidista, es el fruto más acabado del universo, la obra maestra de la materia, polvo de estrellas combinado de tal manera que produce la maravilla del cerebro humano. Como afirma el principio antrópico que popularizó el científico americano Brandon Carter "el universo está diseñado desde los comienzos en vistas a la producción del ser humano". Mal que les pese a aquellos que pretendían relegar al hombre a un suburbio lejano del espacio sigue valiendo la afirmación de Santo Tomás de Aquino de que "el ser humano es el fin hacia el cual tiende toda la naturaleza" (II S d 1 q 1 a 3 ). La imponente sinfonía de la historia del cosmos constata la afirmación bíblica de que "todo lo ha hecho Dios para el hombre" (in Symb. Ap. Ex. a 1).
Polvo de estrellas, con su materia prima fabricada en ellas hace 14 mil millones de años y acumulándola en la tierra hace cinco mil, desde hace cuatro mil millones de años experimentándose en la cadena evolutiva de la vida, el hombre viene a resumir en su corporeidad todos los esfuerzos del cosmos. Así decía también Santo Tomás: "el hombre es de alguna manera síntesis de todas las cosas" (I 91 1). Es un 'microcosmos'', un universo en pequeño, 'parvus mundus' (in Phys L. VIII, l. 4, n. 999), un holograma de todo lo que existe.
Pero lo que hace a la centralidad de su posición en el mundo no es solo la admirable formación de su cuerpo biológico, sino el que su cerebro -la porción de materia más sofisticada que exista en el universo- lo haya hecho capaz de elevarse al pensamiento y al amor. Y un solo pensamiento humano un solo acto de amor vale más que todo el resto del unverso.
Por otra parte es doctrina de la iglesia que toda la materia alcanza su fin y su plenitud precisamente a través del cerebro humano, mediante la esencia racional, capaz de ponerse en directo diálogo personal con Dios en Jesucristo.
Jesucristo, como humano, receptor de todos los deseos y anhelos de la materia, unido hipostáticamente a la persona del Verbo, en su resurrección lleva a la materia de su cuerpo al estado más pleno que ésta pueda aspirar. En la resurrección de Cristo comienza a recrearse el cosmos, y junto con el cuerpo asunto de María, elevan al universo material a su definitivo estadio. Desde su corporeidad resucitada Cristo se transforma en el polo de atracción activo de la transformación de todos los que creen en Él.
El es la cabeza no solo de la nueva humanidad, sino de la nueva criatura, del cosmos transfigurado, del universo definitivo y sublimado que desde hace 20 000 millones de años viene ascendiendo hacia ese colmado encuentro con Dios.
"Si, yo soy rey", contesta Jesús a Pilato. "Rey del Universo" lo proclama la Iglesia en este último domingo del año litúrgico. No en un sentido puramente espiritual, alegórico, poético, ni siquiera exclusivamente moral y político, sino en un sentido pleno, a la vez moral, físico y metafísico, El es la cabeza real de la definitiva transformación de la materia y del cosmos; cetro y corona del universo nuevo al cual, como meta última de nuestra historia social y personal hemos de adherirnos, en la fe y el amor, mediante la materia ya transformada de los sacramentos, para ingresar un día para siempre en su Reino.