1984 Ciclo A
1º Domingo de Cuaresma
2-3-84
Evangelio según san Mateo 4, 1-11
Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» Mas él respondió: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”» Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: «Todo esto te daré si postrándote me adoras» Dícele entonces Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto”» Entonces el diablo le deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían.
SERMÓN.
Estamos en el comienzo de la penitencia cuaresmal. Como para aventar las sospechas de irreligiosidad y ‘filoateísmo’ que pende sobre nuestro democrático gobierno, el ministro de comercio ha decidido colaborar decretando una semana de abstinencia de carne. No sabemos si él la cumplirá, porque hoy ha partido a Europa a no sé qué feria internacional donde seguramente podrá elegir en sus menús entre algo más que arroz y fideos. Claro está que, a los pobres viajeros, la Iglesia siempre ha eximido de la ley del ayuno y la abstinencia. El asunto es que, entre las ascéticas medidas de Campero, los mosquitos y las cosas que a la vuelta de las vacaciones hay que leer y escuchar en diarios y noticiosos, parecería que hemos comenzado una de las más rigurosas cuaresmas de nuestras vidas y que, sin necesidad del informe Beri, estamos seguros que se prolongará bastante más de los limitados cuarenta días, más allá de los cuales la buena santa Madre Iglesia nunca nos afligió.
Pero dije ‘parecería’ porque, en realidad, el espíritu de la Cuaresma es algo más que las austeridades o mortificaciones a las cuales muchos la reducen. La Escritura es bastante cauta en lo que a penitencias exteriores se refiere. Por eso la Iglesia ha querido siempre inaugurar su primer domingo de cuaresma con este misterioso texto de San Mateo que nos narra lo que tradicionalmente llamamos ‘las tentaciones de Jesús’.
Ivan Kramskoy, Cristo en el desierto, 1872, Galería Tretyakov, Moscú
Narración que, más allá de preguntarnos del cómo sucedió efectivamente, quiere transmitirnos ‑en el lenguaje alusivo que tantas veces usa la Escritura‑ lo que Cristo se negó a hacer durante ‘toda’ su vida precisamente para actuar como el ‘hijo de Dios’ que realmente era y, por tanto, mostrarnos lo que la Iglesia, su discípula, no ha de hacer y lo que cada uno de nosotros no debemos hacer, si queremos actuar a su imagen y semejanza.
Para hacer más claro este simbolismo plasmado en relato y algo difícil de entender para quien no frecuenta la lectura de la Biblia, la Iglesia nos ha hecho leer hoy, como primera lectura, otro pasaje también real pero alegórico y mucho más antiguo, que nos presenta una reflexión sobre la posibilidad que tiene el hombre de elegir su propio bien o su propia destrucción.
El famoso relato sobre ‘adán’ que, como Vds. saben, no es un nombre propio sino que es el término con que, en hebreo, se designa al hombre en general, a todo hombre, varón o mujer, al ser humano.
Precisamente San Pablo, en la segunda lectura, enlaza las dos narraciones: ‘adán’ es la figura del hombre que, tentado, se equivoca y opta por la muerte; Jesús el que procede correctamente y elige la Vida, transformándose, más allá de su ser divino, en el paradigma de la humanidad rescatada.
La elección que Dios propone al hombre no es fácil porque, justamente, la tentación consiste en que las cosas que ‘parecen’ que dan la vida traen la muerte y, en cambio, lo que parece muerte, trae la Vida.
Y es que aquí nos encontramos con el misterio último de la condición y vocación humanas. El hombre es ‘creatura’, es decir ‘no es Dios’, no se ha hecho a sí mismo, funciona con un mecanismo de leyes físicas, químicas, biológicas y ético-políticas –e.d. específicamente humanas‑ que él no inventó ni diseñó. Para funcionar correctamente tiene que respetar su mecanismo.
Eso lo hacen sin problemas las demás creaturas minerales, vegetales, animales: obedecen sin vacilar a la naturaleza de las leyes físicas, biológicas o instintivas que los mueven. A ninguno se le ocurre inventar arbitrariamente sus propias leyes. A ninguno se le ocurre que no es criatura y que puede ser como Dios.
¿Por qué al hombre sí? Porque el hombre, a diferencia de las demás creaturas, aunque no es Dios, ‘está llamado’ a ser ‘como Dios’. El hombre precisamente es distinto al resto de los seres que habita nuestro universo porque Dios le ha puesto, en esa mente que lo separa de las demás seres, la capacidad de ‘asemejarse’ a Dios. Le ha infundido ‘hambre’ de ser Dios. Este es el problema: no es Dios pero tiene metido en su ser la ‘posibilidad’ de serlo.
Pero aquí viene el problema: el hombre, con deseos de absoluto, con apertura al infinito, con gana natural de ser ‘como dioses’ ‑gana que le ha puesto en el fondo del corazón el mismo Dios justamente porque le quiere regalar su Vida de Dios‑ no puede él mismo ‘hacerse’ Dios, porque no lo es. Tiene que aceptar la Vida divina ‘como regalo’ de Dios, como algo que no depende de si, sino de otro.
Y aquí entonces viene la tentación. ¡No! Me da rabia aceptar la Vida de Dios como ‘gracia’, como ‘regalo’, subordinándome al querer divino, obedeciendo lo que otro me dice. ¡No! ‘Yo’ voy a ser el constructor de mí mismo. ‘Yo’ voy a buscar la felicidad como se me da la gana. ‘Yo’, no las leyes con las cuales he sido creado, voy a determinar, conocer, dónde está el bien y donde está el mal.
Por otra parte ¿por qué voy a centrar mi vida en a aceptar a un Dios otro que mi mismo? ‘Yo’, mi Ego, ha de ser el centro de mi vida. Buscaré la felicidad de mi ‘yo’ no en las cosas que pueda mendigar a otro sino en las que ‘yo’ mismo consiga. Buscaré el ‘absoluto’ no más allá de mí mismo sino en mí y en las cosas que están a mi alcance: el poder, las riquezas, el sexo, lo que me consiga mi técnica y mis revoluciones.
Vean: éste es el fondo de todo pecado y, lamentablemente, más allá de los individuos, la empresa del mundo moderno, desde las revoluciones protestante, liberal y marxista.
Basta la voluntad del individuo o del gobierno de la mayoría –manipulada, por supuesto‑ para decidir si una cosa está bien o está mal. Si el divorcio es bueno o malo, si el aborto es o no honesto, si hay o no que respetar la propiedad privada, si estos o aquellos medios son lícitos o ilícitos, lo decidimos nosotros según nuestro antojo.
Y, peor, el hombre no tiene que salir de sí mismo, ni de su mundo, para encontrar la plenitud, lo ‘absoluto’, sino que puede y debe encontrar y construir su felicidad aquí, haciendo de sí mismo y de los bienes de esta tierra el objeto de su búsqueda de infinito.
Pero todo esto, a la postre, produce el desastre y la frustración, porque, yendo contra las leyes de su ser creado, el hombre enferma de cuerpo y de alma. No se pueden violar impunemente las leyes según las cuales debemos funcionar. Y enferma el individuo y la sociedad. Adolece de egoísmo, de envidia, de aburrimiento, de tristeza y de odio. Y languidece la economía y se desmorona la familia y corrompe la nación. Por eso, finalmente, ‘comer del árbol de la ciencia del bien y del mal’, querer ‘ser como dioses’ –tal nuestra vocación originaria‑ sin someternos a Dios, nos precipita a la muerte, nos expulsa del paraíso.
Algo de eso se refleja oscuramente en tantas leyendas y mitos no bíblicos. Como el de la historia de Prometeo, robando el fuego del cielo; la de Ícaro, con sus alas pegadas con cera intentando vanamente llegar al sol; la de Faetón tomando torpemente las riendas del carro del sol. Todas trágicamente finalizadas. Como si aún antes de la Revelación intuyera el hombre que el gran error de la humanidad y el individuo es la hibris (ὕβρις), la ‘desmesura’, el exceso, el orgullo. El hombre queriendo manejar su carro como si fuera Dios se sumerge en el caos del pecado individual y social que lleva a la destrucción y a la muerte.
Figura ateniense en cratera del siglo V AC, British Museum
La otra cara es Jesús, la auténtica posibilidad del ser humano. También Él, en su naturaleza humana, podría querer ser ‘hijo de Dios’ manejando su propio carro como Faetón, como Adán y buscar la plenitud en los reinos y riquezas del mundo. Pero no lo acepta: “Solo al Señor adorarás”. “Solo Dios es Dios”.
Podrás, también, intentar buscar el Absoluto, la vida, en bienes que no lo son. Pero no: “no solo de pan ha de vivir el hombre”.
Podrás torcer la ley de Dios para cambiarla arbitrariamente. “Tirarse desde el alero y pretender volar”. Y no: “no tentarás al Señor tu Dios”. Dios quiere el bien del hombre pero, si se violan las leyes con las cuales funcionamos, Él no va a intervenir así nomás para arreglarlo: el dolor y el mal y la muerte que nosotros mismos causamos normalmente no los va a curar milagrosamente, no.
Pero hay aún una tentación más sutil detrás de todo esto y que toca a la misma religión. Porque se da el caso que, aún bajo el aspecto de religión y cristianismo, en realidad podríamos no ser verdaderamente cristianos.
Porque, en el fondo, lo que está detrás de las dos primeras tentaciones es, más que nada, la tentación de querer ‘usar a Dios’. Quizá la tentación más difícil de descubrir. No digo solo la tentación de la Iglesia y de los curas y de los obispos: por medio de Dios y de lo religioso alcanzar prestigio, riqueza y poder. Tentación a la cual tantas veces se ha sucumbido y se sucumbe. Sino la tentación de cada uno de ‘poner a Dios a su servicio’. Dios ‘para mí’: consolarme, ayudarme. No yo para El, haciéndome oblación, ofrenda, hostia viva, que es la única forma que tiene El para hacerme suyo e hijo.
Por eso por supuesto la Cuaresma será ocasión para todos nosotros pecadores de abrir un espacio de silencio, de moderación y de tranquilidad en nuestras ajetreadas vidas. Ocasión para rectificar rumbos y dejar de lado los grandes y pequeños hábitos de pecado. Pero también ha de ser ‑y sobre todo‑ tiempo de purificación de nuestra posición radical frente a Dios. Volver a la opción fundamental o ‘yo’, centro de mi vida y lo demás y los demás y Dios girando alrededor mío; o Él, el Señor, centro y empresa de mí existir, yo a su servicio, yo su soldado, yo aceptando totalmente Su querer en mi existencia.
No tratándolo de torcer al mío, sino volcando mi vida en la entrega plena que, a la vez, es entera confianza en Su amor por mí y en que todo lo que pida y en que todo lo que yo le entregue es finalmente para hacerme semejante a Él. No al modo de la serpiente y del mundo moderno y de la democracia y el marxismo, sino al modo del hijo de Dios, Jesús, Nuestro Señor.