1987 Ciclo A
1º Domingo de Cuaresma
(GEP, 8-IV-87)
Evangelio según san Mateo 4, 1-11
Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» Mas él respondió: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”» Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: «Todo esto te daré si postrándote me adoras» Dícele entonces Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto”» Entonces el diablo le deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían.
SERMÓN.
Ya otras veces he insistido en que nuestros evangelios no son crónicas fotográficas, relatos filmados o grabaciones, de algunos hechos y dichos de Jesús ordenados más o menos cronológicamente. No: se trata de reflexiones teológicas realizadas por cada evangelista, en las cuales, más que los hechos desnudos, se nos intenta dar el significado profundo del ser y actuar histórico de Cristo, el Señor y de lo que ha de ser la vida cristiana.
Para ello, los evangelistas no cuentan con el lenguaje de la filosofía racionalista de épocas más cercanas a las nuestras, sino del universo semántico de los símbolos y los mitos que utilizó el pensamiento antiguo, mucho más apto para expresar la trascendencia que el filosófico y, sobre todo, del lenguaje del antiguo testamento.
Nuestro evangelio de hoy, precisamente, tiene que pensarse tratándonos de meter en las estructuras mentales del evangelista y no de nuestros propios ‘aprioris' o maneras de escribir o pensar modernas.
Justamente, Mateo, en nuestro evangelio de hoy, quiere seguir presentando el significado del ser cristiano que había comenzado a bosquejar en la escena, inmediatamente anterior -la del bautismo de Jesús- en donde reflexionaba no solo sobre quién es Jesús, sino sobre quiénes somos nosotros, la Iglesia , los bautizados. Y la conclusión maravillosa de aquella escena -lo dijimos hace unos pocos domingos- era que, en el bautismo, el Padre nos adoptaba, hacía descender sobre nosotros Su espíritu (nueva vitalidad divina, inmensamente superior a la humana) y nos declaraba Sus hijos, “ tú eres mi hijo, mi hija, muy querido ”.
Pero claro, la cosa no termina allí, sino que simplemente empieza. Porque este nuevo nacimiento de adopción es como todo nacimiento, un nacimiento que exige crecimiento, desarrollo, superación de obstáculos. No me basta ser simplemente hijo biológico del Rey para ser verdaderamente un príncipe; debo ser educado como príncipe, saber de las responsabilidades que el serlo conlleva, y vivir de acuerdo a ello.
Por otra parte, el nacimiento del bautismo no es sino germen y principio de una génesis que tendría que llevarnos a una plenitud que se dará recién cuando todo nuestro ser sea cristificado a través de la muerte, mediante el misterio de la Pascua.
Y el mismo Jesús del bautismo no es sino un Cristo en camino, abajado, que se revelará recién en todo su ser en la gloria de la Resurrección. Recién allí se presentará plenamente como el Hijo de Dios realizado, definitivo. Su existencia terrena no es sino el proceso genético, el camino que a todos nos señala, para poder alcanzar, en Él, esa misma plenitud.
No somos todavía, seremos, y nuestra vida es el proceso constructivo por medio del cual, desde la inyección de nueva vitalidad recibida en el bautismo, habremos de realizarnos hacia la Pascua.
Este ‘realizarnos' es una especie de caminar desde lo puramente humano hacia lo divino. Y este estar entre lo humano y lo divino siempre ha representado para el cristiano una difícil tensión, porque lo divino se le presenta como meta y, por lo tanto, no todavía poseído, solo en esperanza, como horizonte a veces más resplandeciente, a veces más oscuro. En cambio lo humano, aún lo no poseído, se le presenta con toda la apetecibilidad de las cosas concretas y coloridas de la tierra. Entre otras cosas porque, de lo humano, solemos mirar solo lo que de bueno o placentero hay y no lo malo y sórdido que suele arrastrar, ni todo lo que, aún en lo bueno, introduce de tristeza y dolor el desorden del pecado, ni la caducidad, desgaste y muerte con que todo finalmente termina.
Esa situación intermedia entre lo humano y lo divino, toda la tradición cristiana, desde los mismos evangelios, la vio gráficamente representada por los cuarenta años intermedios que Israel pasó en el desierto desde la salida de Egipto, cruzando el mar Rojo, hasta el ingreso a la Tierra Prometida. Ese desierto en donde los judíos, olvidándose de la esclavitud que habían soportado en Egipto, añoran las ollas de lentejas que allá comían, y en donde murmuran contra Dios y le plantean exigencias. De tal manera que, finalmente, en castigo, el mismo Moisés morirá antes de entrar a la tierra prometida.
Así presenta Mateo a Jesús, nuevo Moisés, saliendo de Egipto con José y María, atravesando el mar Rojo en el bautismo y yendo ahora a vivir los cuarenta simbólicos días al desierto de la existencia cristiana, camino a la Tierra Prometida de la Pascua.
Este estar en camino, propio de la vida cristiana, es quizá lo que no comprenden aquellos a quienes Mateo escribe. No entienden cómo pueden ser príncipes, hijos de Dios y, al mismo tiempo, vivir en medio de dificultades, esperando un Reino que parece que nunca llega y, aparentemente, sin más ventajas que los paganos. ¿Acaso si fueran realmente príncipes, hijos de Dios, no tendría que irles todo bien, no tendría Dios que protegerlos especialmente y hasta satisfacerlos en sus necesidades temporales y aún darles el poder político, como querían los zelotes y aún esperaban saduceos y fariseos?
¿No soy hijo de Dios? Como me han dicho en el bautismo: “tu eres mi hijo muy querido” Y si soy hijo de Dios ¿cómo no me va bien en todo sentido?
Son las mismas palabras del tentador, mis nostalgias de Egipto: “Si tu eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan… Si tu eres el Hijo de Dios, tírate abajo…” ¿Ven? En Mateo la escena de hoy no es sino una corrección a lo que para nosotros –y, por supuesto, para Cristo- significa el título de hijos de Dios que adquirimos en el bautismo.
Y -vean-, en el fondo, la deformación o tentación, es creer que el título de hijos de Dios nos da derecho a recibir inmediatamente la corona, no para seguir avanzando hacia la tierra prometida; sino para volver a Egipto como conquistadores. Usar lo cristiano para obtener lo humano, no lo divino.
Y -aparte el lenguaje tan bíblico de los pasajes de hoy, quizá por ello alejados de nuestra mentalidad- estas tentaciones las ha tenido siempre, tanto la Iglesia en cuanto institución humana, como los cristianos.
Desde una jerarquía que se olvida, tantas veces, de predicar las realidades fundamentales para inmiscuirse en problemas puramente temporales, degradando lo sagrado al servicio de lo profano, el evangelio al servicio de la democracia, cambiando el maná de la palabra de Dios por las lentejas de las arengas socialistas, ocupándose de las hambres biológicas y olvidándose de las divinas; pasando por algunos cristianos que piensan que la instauración del Reino pasa más por la revolución política que por la santidad, olvidando que no fue la cristiandad la que fundó el cristianismo, sino el cristianismo el que sustentó a la cristiandad y que buscando el Reino de Dios lo demás se nos dará por añadidura y que es inútil que estudiemos mucha doctrina y hagamos planes y afilemos sables si no nos hacemos santos; hasta llegar a cada uno de nosotros, pobres cristianos, confundidos y tentados, que pretendemos que Dios intervenga constantemente en nuestra vida, arreglando nuestros problemas fuera de sus cauces naturales y razonables y nos enojamos cuando, en el desierto del caminar cristiano, a veces, nos encontramos con la áspera roca, seca arena y escorpiones y no siempre en los oasis; o cuando nuestra fe, trastabillante, para mantenerse anda en busca de signos o milagros o éxitos más allá de la evidencia de una realidad y un Magisterio infalible que constantemente nos habla claramente de Dios.
O cuando, desde la montaña altísima de la televisión o del cine o las revistas, se nos muestran las diversiones y riquezas de esta tierra, y nos piden adoremos a sus señores para obtenerlas.
Sí, también nosotros debemos escuchar -y repetir- siempre la respuesta de Cristo: ser hijo del Rey no es, ahora y aquí, vivir regaladamente; sino como verdadero príncipe, hijo, oír siempre en obediencia la palabra del Padre, alimentarnos de su boca, sabiendo que, sin necesidad de milagros, Él, a través de Su providencia -que utiliza las causas naturales y aún las voluntades torcidas de los hombres- todo lo maneja lo lleva hacia nuestro bien. Probándonos en combate y fatiga, en estudio y esfuerzo, en sudor y sangre, en confianza y alegría.
La cuaresma que el miércoles pasado hemos comenzado es época especial para reflexionar sobre nuestra verdadera calidad de cristianos y nuestra verdadera meta. Es la época de volver a elevar nuestras miradas y hambres hacia los auténticos horizontes cristianos, de volver a repetir el ‘no' rotundo de Cristo a las tentaciones del adversario, de no distraer más de lo necesario nuestra mirada en los reinos de este mundo con todo su esplendor, en espectáculos frívolos, en diversiones superficiales, en añoranzas de Egipto.
Rectificar nuestro rumbo, aún con la penitencia y la confesión, y asumir plenamente nuestra condición de Hijos de Dios, príncipes en camino, calzados en hierro y cuero, dejando atrás a los faraones y sus lentejas, hacia la conquista del Reino y su corona.