1990 Ciclo A
1º Domingo de Cuaresma
(GEP, 1990)
Evangelio según san Mateo 4, 1-11
Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» Mas él respondió: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”» Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: «Todo esto te daré si postrándote me adoras» Dícele entonces Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto”» Entonces el diablo le deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían.
SERMÓN.
Quien haya leído hace unos años el genial y diabólico libro de Umberto Eco , “El nombre de la rosa”, se sentirá ciertamente desilusionado si se toma el trabajo de leer, ahora, su recientemente aparecido “El péndulo de Foucault . El primero, inquietante, sutil, agudo, erudito, legible a varios planos de interpretación, planteando chispeantemente el problema de la verdad y la pretensión de la Iglesia de tenerla, e inclinándose, finalmente, por el escepticismo en la figura del fraile nominalista y del oculto libro en el laberinto de la biblioteca, ‘sobre la risa', de Aristóteles.
Cualquier católico podía sentirse orgulloso, al leer el libro, de que un pensador del calibre de Eco, gastara tanto genio literario, histórico y filosófico para atacar a su enemigo por antonomasia: la Iglesia.
Pero, en este segundo libro, la decepción es grande. La Iglesia ni aparece, ya no existe como enemiga de nadie y, para acabar con su aparente importancia, lo que hace Eco, con gran inteligencia, no es tomar a la Iglesia en broma, sino -en un trabajo de camuflaje notable-, tomar en solfa a los que la Iglesia consideró siempre sus enemigos, y mostrarlos como grupos de exaltados payasos sin importancia: a saber rosacruces, masones, templarios, sabios de Sión.
Para imaginar un paralelo supongamos que yo soy un aliado de bacterias patógenas: mi enemigo será un organismo al que intento infectar o sus anticuerpos. Y para atacar ese organismo puedo no sólo intentar vulnerarlo directamente o mostrar a sus anticuerpos como perversos, sino, también, declarar que mis bacterias patógenas son beneficiosas o inofensivas.
Algo de esto último es lo que hace Humberto Eco, en su nuevo libro: muestra a todo el mundo del esoterismo como dispersos personajes más o menos ridículos en búsqueda de un inexistente secreto ilusorio capaz de conferirles poder.
Como el tipo de secreto que insinúa Eco no existe, la búsqueda de estas sectas se convierte para el lector en una alienada e infructuosa espera de algo que nunca se hallará y estos grupos están condenados, desde el vamos, el fracaso y al ridículo. Lo único que permanece, finalmente es la inutilidad de la muerte, representada en el cadáver que hace, al final del libro, de punto inmutable de suspensión del péndulo y la vida fugaz representada en el hijo que nace de la amante del protagonista.
El libro es, pues decepcionante, –aun en cuanto su aparente erudición, sorprendente solo para los que ignoren totalmente el tema- y ni siquiera sirve para pensar, porque es una gran cortina de humo que elude los principales temas; al contrario de El nombre de la rosa , en el cual los bandos estaban claramente delimitados y la opción descarnadamente planteada. Aquí los únicos enemigos -y no de la Iglesia- son chiflados que crean fantasmas y complots inexistentes.
Pero Eco no tiene totalmente la culpa de su libro, porque es la misma situación actual del mundo y de la Iglesia la que, aparentemente, tiende a hacer desaparecer las fronteras entre amigos y enemigos: los muros de Berlín, el abrazo universal entre Busch, Gorbachov y Carlos Woitila.
Pareciera que nadie tiene ya enemigos reales; solo incomprensiones, todavía, que tienden a desaparecer, en medio de un movimiento irresistible de la humanidad hacia su unificación alrededor de los valores de la social-democracia, del bienestar y del pluralismo libertario, movimiento en el cual la Iglesia, cuanto mucho, cumpliría un cierto papel de animador espiritual universal y folklórico, junto con el resto de las religiones que lo mismo dan.
Salvado lentamente el escollo de los bolsones mundiales de pobreza y atraso, la social-democracia, con la bendición del Papa y del Dalai Lama, se extenderá por el mundo. Y terminados se habrán conflictos y enemistades y guerras y, con el tiempo, hambre y enfermedades.
¿Será posible? Podría ser posible ¿por qué no? ¿Y eso es malo? Es difícil hacerlo aparecer como malo desde una perspectiva puramente humana y, por eso, en esta hipótesis –de alguna manera ya- el mal es más difícil de atacar. Es muchísimo más peligroso el enemigo que me quiere comprar y tiene medios para hacerlo que el que me quiere atacar. Yo ya empiezo a extrañarlos a Stalin y a Kruschev y al Che Guevara y hasta tenerle simpatía al pobre Ceausescu y a los albaneses y a Fidel y a Ortega, enemigos claros, declarados, de frente. Y no a esta pasta universal, empalagosa, pringosa, asfixiante, castrante, con la cual me quieren transformar el mundo y corromperme, y en donde ni siquiera me toman en serio como enemigo, en parte porque formo parte de una corporación que, en aras del ecumenismo universal, ya no es adversaria de nadie y, en parte, porque, aún cuando grite y proteste, formo parte del conjunto aceptado, uno de los integrantes necesarios a cualquier pluralismo liberal y demócrata que se precie.
Pero insistamos ¿todo esto es malo?: que no nos peleemos, que haya prosperidad, que haya libertad… Respuesta compleja. Pero ¿estará hecho el hombre, en esta tierra, para no pelearse? Y, ¿si no se pelea ni enoja nunca de ningún modo, será verdaderamente humano? Porque ¿será verdad que algún día desaparecerán totalmente las causas por las cuales alguna vez es imperioso absolutamente pelear?
Y la prosperidad ¿de qué prosperidad se trata?: ¿la que me permite ir al Colón, la que me da medios para ir a esquiar a Bariloche, la que me deja acceder a la droga, la que me ayuda a comprar libros, la que me insta a aprovechar el tiempo, la que me da libertad para perderlo? ¿de cuál se está hablando?
Y lo mismo dígase de la libertad; y aquí entraríamos en un problema harto más complejo. ¿La libertad que me da permiso para eludir mis compromisos matrimoniales, sociales, patrióticos, morales, la que manejan los ‘mass media', la que me precipita a la tiranía de mis pasiones, la que no me impone nada y, por lo tanto, me aleja de la verdad? ¿o la que me impone la mentira y por lo tanto me obnubila y arranca de mi raigalmente la verdadera libertad?
¿Y si todas estas ofertas del mundo actual y de la social-democracia universal no fueran sino un medio de ocultarme justamente mi verdadera naturaleza y vocación humana, de apartarme de la verdad? ¿Si yo no estuviera hecho simplemente para pasarla más o menos bien en los años de juventud y de salud que pueda tener en este mundo y, lo mejor posible durante mi inevitable decadencia biológica de la madurez y vejez, sino que hubiera sido creado por Alguien con la posibilidad de acceso a la fuente de todo el existir y acontecer y embellecer y beatificar? Y si, para ello, fuera necesario dejar lo humano, trascenderlo, aceptar y alcanzar algo que no puede conseguir con mis propias fuerzas y posibilidades, sino esperarlo de Aquel que todo lo posee, entonces ¿quedarme en lo humano, por mas bueno que sea, no se transformaría en una tragedia, en un error atroz y ruinoso?
Pero justamente este es el drama y la opción que tanto el relato del Génesis como el de Romanos que hemos oído en las primeras lecturas nos plantea la Revelación: o acceder a la Felicidad aceptando el don de Dios y su Verdad y obedeciéndolo; o querer conseguirla con mis propias fuerzas, con la propia libertad de decidir por mí mismo, individualmente o por voto, dónde está el bien y dónde está el mal, con los poderes que surgen de la mera naturaleza, representada por el símbolo de la serpiente. Lo puramente humano-dice Pablo- ‘adám (que en hebreo quiere decir sencillamente ‘hombre') o Cristo, el hombre asumido por Dios, trascendido más allá de su nivel humano a lo divino.
Pero no hay que confundirse: la maldad y el pecado son, en primer instancia, solo comparativamente malas, respecto a lo debería hacer un cristiano. A primera vista es ‘ atrayente para la vista y apetitoso para comer '. La libertad omnímoda y la prosperidad conseguidas por el hombre sin la limosna de nadie -como dioses, no como mendigos- ¿qué más atractivo que esto?
Los males físicos y los pecados desagradables sólo aparecerán después, consecuencias purulentas del pecado verdadero que es el de la autonomía, el de la autosuficiencia. Pero, en una sociedad donde todas esas consecuencias puedan paliarse u ocultarse ¿cómo predicar el cristianismo y hablarles de Dios y de obediente humildad?
El que hablara de esto ¿no se transformaría inmediatamente en enemigo del mundo y del progreso y de la democracia? Enemigo, hoy, sin duda, inofensivo, porque terriblemente minoritario. Pero, cuando la Iglesia consiguió que la civilización fuera realmente cristiana, ciertamente, para las minorías iluminadas que pertinazmente pensaban que el hombre, la razón, la naturaleza, la serpiente, debían ser autosuficientes en la consecución de la felicidad, como pensaban todas esas sectas que hoy Eco ridiculiza, en esas épocas, todos ellos fueron enemigos encarnizados y despiadados del catolicismo.
Hoy ya no es así: después de terribles revoluciones y de las dos últimas espantosas guerras mundiales y de la omnipotencia actual de los medios de comunicación y de la técnica, ya no es más necesario perseguir a los católicos. Los verdaderos han prácticamente desaparecido, al menos los que se dan cuenta del problema, y la mayoría de los que restan está ideológicamente infiltrada y edulcorada.
Y la misma Iglesia institucional, en sus hombres, fuertemente inclinada a plegarse al carro vencedor de la social democracia universal.
Tentación, hoy en el Evangelio, paradigmáticamente puesta justamente como prólogo al actuar del Hombre-Dios al comienzo de su acción apostólica, como advertencia para todos los tiempos: prosperidad, prestigio y poder, a cambio de servir al mundo en vez de servir a Dios y sufrir el riesgo de ser crucificada por el mundo.
Porque Dios no nos llama a una cualquiera prosperidad o libertad terrenal. Aunque ellas se pudieran obtener, en la medida en que nos apartaran del fin para el cual Dios nos ha creado, en esa medida, esta prosperidad y libertad serían perversas. Pero aún, sabemos nosotros que, fuera de la rectificación del corazón de los hombres hacia Dios y sin la gracia, no existe prosperidad ni libertad que puedan realizar un orden, aún mundano, realmente feliz y humano.
Dios nos llama a una realización que trasciende infinitamente las posibilidades de la tierra y de la inteligencia del ‘homo sapiens'. Y el peor adversario es el que me tienta a conformarme con lo que puedo conseguir solo con ellos. Y que me sonríe y que aún pretende convencerme con pasajes de la Escritura y con cristianismo falso y, por eso, prefiero mil veces y me es más simpático Fidel con cuernos y tridente, que Busch y Gorbachov vestidos de sirenas, o Angeloz y Primatesta y Ubaldini haciendo un pacto social.
El evangelio de hoy y la Cuaresma que hemos comenzado nos ayuden a rectificar nuestra fe en el Señor.