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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2000 Ciclo B

DOMINGO 2º DE CUARESMA

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos 3 Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos".

SERMÓN
(GEP; 19-03-00)

Catorce años antes de que Carlos Martel detuviera en la batalla de Poitiers el fulminante avance musulmán sobre Europa, otro grande de la historia, el emperador bizantino León III, el Isáurico, en el 717, destruyó, con el famoso fuego griego, 1500 navíos de guerra sarracenos que habían puesto sitio a Constantinopla y amenazaban desde allí precipitarse sobre Occidente. Después de ello Bizancio podrá resistir siete siglos más la permanente y obstinada insidia islámica, con lo cual dio tiempo a que Occidente se fortaleciera y pudiera oponer luego, caída finalmente Constantinopla, sus propias fuerzas a las cimitarras mahometanas.

Lamentablemente, este formidable soldado que fue León el Isáurico, surgido de la nada escalando con su extraordinario valor grados militares que le llevaron al fin al trono de Bizancio, no se sabe si por diálogo con los judíos que se contaban entre los súbditos económicamente más poderosos de su imperio o ecumenismo con el mismo Islam con el cual tenía que llegar a un acuerdo en sus fronteras, inicia en el 726 una despiadada ofensiva, dentro del cristianismo, al culto de las imágenes. Es sabido que tanto judíos como musulmanes se negaban y niegan a simbolizar de cualquier manera a Dios y prohíben por ello la facción y veneración de imágenes que lo figuren -y aún de cualquier pintura de ángeles o de santos- en sus lugares de culto.

El Isáurico, tomado por estas ideas, mandó, pues, destruir y quemar todas las imágenes, los íconos -en griego-, dondequiera se encontraran, encalar todas las pinturas y mosaicos de los templos del ámbito de su imperio y, sangrientamente, encarcelar, torturar y ajusticiar a quienes se negaran a hacerlo. Esta persecución, llamada iconoclasta -literalmente, en griego, 'rompedora de imágenes'-, fue continuada más ferozmente aún, por su hijo Constantino V Coprónimo. Miles de mártires, mutilados, hombres y mujeres sometidos a tormento, sobre todo entre los monjes -ya que la mayoría de los obispos estaban a favor del emperador o callaban- poblaron el santoral de aquellas crueles épocas. Finalmente el II Concilio de Nicea -reunido en el 787 a instancias de la emperatriz Irene, casada con el sucesor de Constantino V y gobernante del imperio a su muerte- proclama solemnemente la licitud del culto a las imágenes, a las cuales se ha de tributar -dice- 'respeto y veneración', aunque no, por supuesto, verdadera 'adoración' o 'latría'. Se reconoce claro que el culto a las imágenes puede dar lugar a abusos e incluso a superstición, pero se legitima absolutamente el uso.

Después de variadas vicisitudes, entre las cuales el alzamiento del hijo de Irene, Constantino VI contra su madre, la cual una vez derrotado éste le arranca poco maternalmente con sus propias manos los ojos, unos cuantos emperadores más, alternadamente favorables y adversos a los íconos y convenientemente destronados y asesinados por sus sucesores, en el año 843, el 11 de Marzo, en solemne celebración realizada en Santa Sofía, con la presencia de la emperatriz Teodora y el Patriarca Metodio, se proclama el triunfo definitivo de la recta doctrina del concilio de Nicea. Esta fecha del 11 de Marzo todavía se celebra en Oriente como la "fiesta de la ortodoxia", cuando, aún en nuestros días, en todos los templos ortodoxos, se cantan las odas del mártir Teófanes Graptos, algunos de cuyos versos dicen así "Guardando las leyes de la Iglesia patria, pintamos íconos y los veneramos con boca, corazón y alma, elevando todo su honor y veneración a Jesucristo, el Prototipo. Tu santa casa, iluminada con los rayos de la luz espiritual, cobija y santifica con la nube del Espíritu Santo a todos los fieles que exclaman ¡Bendecid al Señor todas las obras!" Vds. pueden notar en ésta última frase la alusión a la escena de la Transfiguración que hemos leído hoy en el evangelio.

Que para llegar a ésto se entrecruzaran actos de crueldad y sevicias de toda índole, como en tantas otras disputas religiosas de la historia, no fue fruto de la fe cristiana sino de la pecaminosidad de los hombres y los criterios de las épocas; y es bueno reconocerlo y pedir disculpas por ello -nadie va a aprobar que una madre le saque los ojos a su hijo-, aunque en última instancia es cada uno quien ha de rendir cuentas a Dios y pedir perdón por sus propios pecados y solicitar venia por los del otro es una retorcida manera de inculparlo. Porque, como dice el antiguo principio, 'de internis non iudicat ecclesia', que traducido más o menos dice: 'del interior de las conciencias la Iglesia no se pronuncia', solo puede juzgar los actos externos. El documento de la Comisión Teológica del Papa, "La Iglesia y las culpas del pasado", que tanto desconcierto ha causado entre los católicos por la parcial interpretación del periodismo, explica bien estas distinciones y el sentido de los discutidos pedidos de perdón que el Papa ha proferido en este año jubilar. Es sabido, por otra parte, que estos gestos papales y las plegarias o palabras que los acompañan, de ninguna manera empeñan su infalibilidad.

De todos modos, como decía Castellani, si hay guerras -de las llamadas justas- en las cuales valga la pena pelear y morir estas son aquellas en las cuales nos batimos, cuando no hay más remedio, por defender la fe y no meros intereses económicos, como la mayoría de ellas.

En lo que respecta a los íconos no se trataba solo de preservar venerables costumbres u obras de arte o formas de devoción; se jugaba la mismísima verdad de la encarnación: Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Como hombre perfecto, plena imagen de Dios, ícono de Dios, como dice San Pablo. Todo lo que sabemos del Dios invisible, podemos leerlo en el rostro visible de Jesús. María ha prestado a Dios la paleta de colores de su vientre para pintar entre nosotros el amabilísimo semblante de Jesús. Condenar las imágenes era como negar la encarnación, despreciar la materia, la creación, aspirar a una espiritualidad maniquea, gnóstica.

Por ello no es extraña la alusión a la Transfiguración del himno que hemos mencionado de la fiesta de la ortodoxia, del triunfo de la veneración a las imágenes. Como no es extraño que los monjes pintores de íconos, en la primera escena en la cual debían ejercitarse con sus pinceles cuando recién comenzaban su carrera, fuera también la de la Transfiguración. Centenares de íconos de la Transfiguración han llegado a nosotros pintados por noveles manos.

Y es que en la Transfiguración los teólogos ortodoxos descubrían justamente el misterio de la encarnación. Por un momento la naturaleza de Dios, metamorfoseando a Jesucristo y envolviéndolo en blancura simbólica, se transparentaba en El. La nube, como en el antiguo testamento, simbolizaba la presencia del Padre y la voz proveniente del cielo autenticaba su ser filial, mientras Moisés y Elías significaban su continuidad con la gran familia humana del pueblo de Dios. Era como si, por un momento, la gloria del Resucitado -que de nacimiento pertenecía a Jesucristo y que estaba como velada durante su vida en la tierra para poder desempeñar su obra redentora- por esos ¡ay! tan breves instantes en el Tabor, se descubriera, se hiciera patente, para que los discípulos tuvieran un atisbo de la profunda y definitiva realidad de Cristo y pudieran emprender con más fuerzas el camino hacia la cruz.

El ícono resultaba así como una lejana imitación y símbolo de esa encarnación: materia transfigurada en colores y luz, rostros hieráticos, sacros, allende lo puramente humano, gestos estereotipados, que trascendían la movilidad del tiempo y querían hacer levantar la vista y el alma de los fieles hacia realidades trascendentes, despegadas de las de las meras figuraciones de este mundo. Cuando mucho más tarde el arte gótico y luego el arte del renacimiento vaya transformando el arte en cruda o puramente humana representación de la realidad, perderá este impulso místico del arte icónico que quería elevarse de su pura apariencia y de sus coloridos y sus formas. El arte irá derivando en la modernidad hacia una crasa idolatría de la belleza sin arrestos de infinito y, poco a poco, vaciada de Dios. Por más que nunca podrá lograrlo a menos que se torne sórdida y fea -como mucho llamado arte contemporáneo- porque cualquier obra verdaderamente bella, aún falta de inspiración religiosa, de por si, solo es bella en cuanto reflejo de la suprema Belleza y a Ella, aún sin querer, conduce.

Pero es verdad que el luminoso e icónico misterio de la encarnación, será plenamente revelado en la final Resurrección, atisbado fugazmente en la Transfiguración. Normalmente es vivido en la tierra por la fe, a la manera como los discípulos vivieron la compañía bien humana de Jesús al bajar del monte y antes de la Pascua. Con todas las oscuridades respecto a lo divino que eso conlleva y aún en esa incomprensión que según los evangelistas vive el mismísimo Pedro, que poco entiende y que -incluso- llegará a negarlo.

El Cristo que se cansa y tiene hambre, que ríe y que llora, que sueña y espera, que tiene sed y se angustia, que de sentir en la Transfiguración la voz del Padre diciéndole "mi Hijo muy querido" termina en la cruz sintiéndose abandonado y sin ni siquiera poder decirle "padre": "¡Dios mío, Dios mío!", -le dice, no Padre- "¿porqué me has abandonado?" A la manera de Abraham que no entiende nada cuando por mandato divino conduce al único hijo en el cual había depositado todas sus esperanzas a la muerte.

Pero así se desarrolla en esta tierra, antes de transformarse en Iglesia triunfante, la icónica unidad de lo divino y lo humano en la Iglesia militante, itinerante, caminando en su terreno valle, entre los esplendores aislados del monte Tabor y el fulgor final de la Resurrección.

Plenamente divina, porque depositaria de la vida del Espíritu Santo en sus sacramentos y en su palabra plasmada en Sagrada Escritura y sagrados dogmas. Plenamente humana, hasta el punto, a diferencia de la perfección humana de Cristo, de albergar en su seno hombres y mujeres pecadores, cristianos, obispos y papas que se equivocan, comportamientos que no están de acuerdo con el evangelio. "Yo pecador me confieso", "Pésame Dios mío", comenzamos todas nuestras liturgias y oraciones. Y, de meditar todos los días la palabra de Dios, inquirir la verdad, erradicar de nuestra mente los errores y falsas apreciaciones que se infiltran solapadamente en ella -tanto más en nuestros días con el despótico poder de los medios en su mayoría en manos de los enemigos de la Iglesia- no está exento ningún cristiano, ni siquiera obispos y papa, hasta el fin de sus días...

La Transfiguración, el Tabor, lo divino de la Iglesia, resplandece empero siempre en el relumbrar de la vida y escritos de sus innumerables santos, en la verdad perennemente presente en la Iglesia aun cuando a veces oculta por la cháchara o las opiniones privadas de tantos eclesiásticos, en la sabiduría de los verdaderos teólogos y filósofos, en la majestad de la liturgia cuando equilibrados ponderadamente sus elementos de misterio y cercanía, en la belleza de su arte, de su música, en la transformación que produce en individuos y sociedades, en la maravilla de su brillante historia cuando escrita por verdaderos investigadores, a pesar de parciales defecciones que, con el Papa, en este año del jubileo, reconocemos fraternamente nuestras...

Transfiguración, Tabor, también en nuestras vidas personales, momentos prodigiosos que queman el alma y que, en la intimidad de los discípulos elegidos del Señor, alguna vez hemos sentido en aquel retiro, en aquel momento de oración, en aquella otra exultante experiencia de Dios... Pero, "¡Abajo!, ¡a la tierra, a la tierra!", nos ha devuelto otra vez Jesús, el asfalto de Buenos Aires, la urgencia del examen, el cansancio o la angustia del trabajo, la distracción de mis múltiples éxitos mundanos o diversiones, la aparente plenitud de una vida exitosa y satisfecha cuando no, al contrario, los fracasos, la nostalgia de las ilusiones desechas, el tedio de la vida, la vejez solitaria, o simplemente el insomnio, el dolor de cabeza, las pocas ganas de rezar, la oración sin consuelos, sin devoción...

Difícil recordar en ese llano, camino a nuestro propio sepulcro vacío, los destellos de la Transfiguración, y mucho menos aspirar con ganas a la gloria de la Resurrección. "¿Qué significará resucitar de entre los muertos?", decimos con Pedro, Santiago y Juan.

Cuaresma, con su llamado a la oración, nos invita a hacer un especial esfuerzo de subir con Jesús al monte elevado de la plegaria y asomarnos, en la meditación, al luminoso ícono de Cristo. Desde él reconocer nuestras faltas, detectar nuestros errores, lo que va mal en nosotros, en nuestras familias, en nuestras parroquias, sacar experiencia de las luces y también sombras del pasado para enmendar nuestros yerros y someterlos al lavado penitencial de la cruz y, sobre todo, para embebernos -amparándonos confiadamente en los maternos cuidados de María, la que dio a Dios el poder ser hermano nuestro, imagen de Dios para nosotros- embebernos de la luz y esplendores de la blanquísima túnica de Jesús, transfigurarnos nosotros mismos, hacernos sus íconos para los demás, impregnados de la sagrada imagen de su vida, del incomparable sabor de su vino y de su pan, de la gloria de ser herederos de dos mil años de su bella Iglesia, hijos agradecidos y fieles...

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