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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2001 Ciclo C

2º DOMINGO DE CUARESMA

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 28b-36
En aquel tiempo: Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo» Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.

SERMÓN
(GEP, 11-03-01)

A diferencia de los otros evangelistas, que dejan de lado ese detalle, el relato de la Transfiguración de Lucas dice, expresamente, que los discípulos "vieron la gloria de Jesús". Pero 'la gloria de Jesús' es, a lo largo de todo el nuevo Testamento, una condición específica del Cristo Resucitado. Es evidente que Lucas quiere de alguna manera poner en conexión esta escena con la Resurrección de Cristo. De hecho, escrito tantos años después de los acontecimientos, los evangelios, con sus más y con sus menos, consciente o inconscientemente, proyectan al Jesús de antes de la Pascua la condición del Cristo Resucitado. Y eso no es una deformación de los hechos porque, como sabemos, los evangelios no quieren hacer estrictamente historia o periodismo, sino presentarnos al Jesús real. Y el Jesús realísimo con el cual está en relación la iglesia de los evangelistas y con quien estará la Iglesia hasta el fin de los tiempos es el actualmente viviente, el sentado a la derecha del Padre. Su existencia de antes de la Pascua es simplemente la prehistoria, el camino que siguió para arribar a su estado actual y señorial.

Por eso, resultando difícil concebir esta escena como un suceso periodísticamente narrado, fotografiable, materializado, sensorial -con el cual, después de semejante vivencia, serían inexplicables las posteriores negaciones de Pedro y abatimiento de los discípulos-, algunos exégetas tienden a interpretarla como una experiencia interna de Pedro o de los tres, a la manera de las visiones de los videntes de Lourdes o de Fátima o de Juana de Arco. Pero ésta sería una interpretación psicologista, poco afín a la mentalidad de los evangelistas. Otros piensan que se trataría de un relato de aparición del Resucitado que los evangelistas habrían retrotraído a la época del ministerio de Jesús. Pero tampoco la transfiguración parece adaptarse, en su forma literaria, a la del resto de los relatos de resurrección. Otros, por fin, hablan de una escena simbólica, -verdadera, por supuesto: simbólico no quiere decir falso-, en la cual los evangelistas intentan definir teológicamente, sin recurrir a términos técnicos, el ser de Jesús como Hijo de Dios y revelación definitiva del Padre.

Ninguna de estas explicaciones puede ser exclusiva: si fue un hecho puntual, si fue la suma de experiencias de los discípulos, si fue la plasmación de lo que la Iglesia sabía de Jesús después de la Resurrección y que de hecho Jesús, aunque 'kenótica', ocultamente, había sido desde el momento de su concepción, no puede tomarse como interpretación única del pasaje. De hecho los evangelios en todas sus partes admiten múltiples niveles de interpretación y su profundidad nunca podrá agotarse en un par de frases. Cada vez que se leen, cada generación, cada época, cada cristiano, cada circunstancia de la vida, cada técnica de lectura, encuentra en ellos nuevas facetas de su insondable mensaje y sabiduría divina.

Pero es verdad que, a un determinado nivel, Lucas está forjando esta escena con el pensamiento puesto en los cristianos para los cuales está escribiendo en la segunda mitad del siglo primero. Sus oyentes son la Iglesia militante de la tercera o cuarta generación, en donde ya prácticamente no se encuentran testigos directos vivos de los hechos que relata, y lo que importa al evangelista no es tanto recordar los sucesos pasados, sino aleccionar y alentar a esos cristianos vivientes en su condición de tales. En realidad ya Lucas está escribiendo para nosotros, los que hoy hemos leído o escuchado el evangelio, y que tenemos relación con Jesús no como lo vieron sus contemporáneos de Judea, sino como está hoy: vivo, triunfante, resucitado, señor del Universo.

Lucas sabe que la Resurrección ha transportado, ascendido, a Jesús a esa dimensión definitiva -los cielos nuevos y la nueva tierra-, que nosotros imaginamos al fin de los tiempos o, al menos, al final de la vida de cada uno, pero que, sin embargo, ya existe, como lo más real de la creación ya terminada y permanente, contundente, maciza, acabada perfecta, no como este nuestro estado actual, transitorio y que el tiempo va devorando hacia irretornable pasado. Y esa dimensión definitiva de alguna manera se hace presente ya en la Iglesia. La vida del Resucitado, su Espíritu ya impregna nuestra misma vida temporal y terrena de bautizados. La dimensión celeste no es solo futura, ni presente pero totalmente ajena a nuestro tiempo, vive ya en nosotros mediante la fe, la esperanza y la caridad. A través de estas virtudes teologales que ya han comenzado nuestra transformación, metamorfosis definitiva, estamos en contacto no con un Jesús de hace dos mil años, no con un Cristo futuro, sino con el Señor de la Gloria que, coronado Rey del universo, preside nuestra vida, la historia y toda la creación y se hace realmente presente en la Iglesia y sus sacramentos.

Ese contacto real puede apagarse en nuestras conciencias y nuestros corazones, en la medida en que cerremos nuestra mente y nuestros afectos a su presencia. Y revitalizarse cuando, al contrario, nos ponemos en sintonía con él mediante la oración, los sacramentos, la escucha de su palabra en la sagrada Escritura, los escritos y la vida de sus santos, el magisterio de su iglesia.

Y es por eso que la liturgia nos hace leer el evangelio de hoy en medio de estos cuarenta días de Cuaresma, preparación para la Pascua. Es una especie de llamado a reavivar nuestra vida de oración, el principal ejercicio de nuestro plan de reformas cuaresmales. Esa oración que, si queremos ser verdaderamente cristianos, debe ser el pivote mismo de nuestro vivir de bautizados. Sin oración no puede haber vida cristiana.

Vean que Lucas enmarca toda la escena de la transfiguración precisamente en un ambiente de oración. Comienza: "Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan y subió a la montaña para orar".

A propósito el evangelio no localiza la montaña y aunque la tradición posterior, en su gusto de historicizar todos los relatos del evangelio, ubicaron el pasaje en el monte Tabor, de hecho la montaña, más que un accidente geográfico es aquí lugar simbólico del encuentro con Dios. Desde la antigüedad la montaña, con sus picos apuntando a lo alto, era la imagen del hombre elevando su mirada y su pensamiento a lo celeste. En una montaña se había encontrado Elías con Dios, en una montaña había recibido Moisés la revelación de la ley... La montaña aparece constantemente en la tradición religiosa universal como el lugar privilegiado del contacto entre el cielo y la tierra. Y cuando no hay montañas hay que reproducirlas de alguna manera: piénsese en las pirámides de Egipto, en los 'ziggurat' mesopotámicos, en los templos mayas o aztecas: todos con su lugar de encuentro con lo divino en la cúspide, en la cima.

También nosotros, toda vez que queramos orar en serio hemos de subir a la montaña. Ciertamente no a una montaña o altura medible en metros, pero sí ascendiendo, evadiéndonos de nuestra cotidianeidad, de nuestros problemas inmediatos, de las luchas y polvareda del llano, "el mundanal ruido" que decía Fray Luis de León, "aqueste mar tempestuoso", para encontrarnos a solas con el Señor. Quien en este Buenos Aires no sepa ascender a la montaña, encontrar sus momentos diarios de ascensión, de alpinismo espiritual, de silencios largos, de dejar de lado diarios y televisión, cálculos y cuentas, pequeños rencores y absurdas rencillas, preocupaciones excesivas del aquí y ahora, no puede vivir desde el impuso de vida y de alegría del Resucitado. Porque la oración hace asomar la cabeza más allá del 'smog', de las nubes de este mundo al ambiente transfigurado, deslumbrante, glorioso, de Jesús vencedor. Aún cuando esa oración tantas veces pueda no resonar o vibrar en nuestra experiencia directa o volcarse en seguida en destellos de luz y de consuelo, lo mismo, en el hondón de nuestro ser, conecta con la misma fuente del poder y del amor divinos, produciendo tarde o temprano sus efectos. Antes de nuestra propia final resurrección, la experiencia de lo definitivo solo se da muy de vez en cuando en toques de luz y de paz suprema, pero lo mismo, aún en la oscuridad, siempre, la oración bien hecha, el encuentro con Cristo, es bocanada de aire fresco, de fuerza de la gracia, de palabra transformante sin los cuales no podemos vivir.

"Subió a la montaña para orar". "No diciendo muchas palabras" ni pidiendo constantemente cosas, "como hacen los paganos" -dice Jesús cuando enseña a orar a los discípulos (Mt 6, 7-15)- "el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que os hace falta antes de que se lo pidáis", sino el encuentro agradecido, el disfrute de la presencia, el estar con él, la alabanza por sus obras y por el amor del Padre que descubrimos en el rostro amabilísimo de Jesús.

Elías y Moisés son, en esta escena, el Antiguo Testamento, la sabiduría de los hombres dirigida por Dios hacia El, de alguna manera, también, la razón humana tratando de elucidar los problemas y los caminos del hombre, todos esos interrogantes tan humanos que a veces desconcertados hacemos a Dios cuando no entendemos porqué permite tantas cosas en nuestra vida. "Hablaban del éxodo de Jesús", dice Lucas, usando a propósito la palabra "éxodo" -no "partida" como traduce nuestro texto- haciendo apuntar así todo el pasaje a la Pascua "que iba a cumplirse en Jerusalén". El camino de la cruz -de la cual ha hablado antes a los discípulos y de la cual volverá a hablar luego de este pasaje en su segundo anuncio de la pasión-, insiste aquí Lucas, solo encuentra su plena explicación en la Resurrección. Esa Resurrección que es la meta del cristiano, la proclamación central de la Iglesia y que es la sola que esclarece todos los enigmas de la realidad precaria, sufriente y trabajosa de la vida del hombre en esta tierra, con sus alegrías evanescentes.

Precisamente por eso, porque Jesús es la única y definitiva respuesta, no la de la razón del hombre librada a si misma, no nuestras dudas y precarias explicaciones humanas, por eso cuando del cielo se escucha la voz "Este es mi Hijo, el elegido, escuchadlo", continúa Lucas: "y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo". El antiguo testamento ha desaparecido, ya Moisés y Elías son innecesarios, la razón o la sin razón de los hombres queda superada. Jesús, solo. Esa es la respuesta, ese es el centro de nuestra fe, eso es, si no lo único, lo más importante que tenemos que saber y entender y conocer y amar: Jesús, el Señor.

Que María la Virgen, nos de la mano en esta cuaresma: Ella, nuestra Madre Admirable, 'maestra de la vida interior', como la llamamos. Que Ella nos conduzca todos los días 'a la santa montaña', que allí depongamos nuestras inquietudes, nuestras penas, nuestras razones humanas, nuestras preocupaciones mundanas... y nos encontremos reposada, largamente, con el Jesús Vivo, el Resucitado, transfigurado en gloria para siempre, aunque no podamos permanecer allí como hubiera querido Pedro, aunque sus reflejos lleguen a nuestra retina de caminantes muy de vez en cuando, velado como está, aunque soberanamente presente, en su modesta forma de pan, como cielo encerrado en la carpa del Sagrario.

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