2003 Ciclo B
2º DOMINGO DE CUARESMA
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos 3 Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos".
SERMÓN
(GEP 16/03/03)
Ya sabemos que los evangelios no son estrictamente relatos biográficos, tal como podría escribirlos un historiador contemporáneo. Los evangelistas no están interesados, por ejemplo, en una cronología rigurosa, sino, principalmente, en hacer entender quién fue Jesús y cómo deben actuar sus seguidores. Así, algunos biblistas han querido sostener que este episodio de la Transfiguración en realidad es un relato de aparición de Jesús sucedido después de su Resurrección y que fue anticipado, desplazado, por motivos teológicos, a su vida anterior, a su vida terrena.
La mayoría de los estudiosos rechazan esta tesis, pero en realidad, ni para Marcos, ni para nosotros, lectores de hoy, es un problema que nos interese demasiado. Porque Marcos -ya lo hemos dicho varias veces-, más que en la vieja historia de Cristo, está directamente interesado en la vida de los cristianos de Roma de la segunda mitad del siglo primero para los cuales escribe y, tanto para ellos como para nosotros, el que importaba no era el Cristo de antes de la Pascua y sus vicisitudes terrenas, sino el Cristo actualmente viviente y actuante en la Iglesia, el Cristo resucitado. En realidad siempre los evangelistas están hablando, antes que nada, del Resucitado; no haciendo una biografía de un muerto como la de Alberdi, Napoleón o Sarmiento. Nosotros vivimos y nos comunicamos, en oración y sacramentos, no con el recuerdo y la doctrina de alguien que vivió hace dos mil años, sino con el Resucitado, con el que aquí y ahora me sostiene en la existencia y me conduce a la salvación, y actualiza constantemente su palabra cuando con fe la leo en la Escritura.
Es verdad que los acontecimientos anteriores a la Pascua configuran, en Jesús, el modelo para todos los que aún peregrinamos hacia nuestro puerto definitivo. Pero lo que alienta y da alas a esa peregrinación es, antes que nada, la presencia viva de Cristo.
Presencia, empero, vivida habitualmente -nos enseña el evangelio de hoy-, en la pura fe. Porque aquello a lo que apunta Marcos en su relato es precisamente subrayar que nuestros habituales encuentros con Cristo no se realizan a la manera de la Transfiguración. La Transfiguración ha sido un momento singular, fugaz y único en la vida terrena del Señor y sus discípulos y, por lo tanto, lo será de los cristianos de todas las épocas. Ciertamente el Cristo vive y está resucitado y actúa en la Iglesia, pero su actuación pocas veces toma la apariencia gloriosa de la Transfiguración, anticipo de su Gloria, trasunto sensible de su condición divina. Normalmente habremos de seguirlo a la manera de los doce, por los caminos polvorientos de Judea, la normalidad azarosa de la vida terrena, mezcla -desigual para cada uno-, de alegrías y de penas, hasta llegar al último sendero hacia la cruz, en comunión con la santa Iglesia itinerante, compuesta de hombres débiles y pecadores ...todo esto, necesariamente, antes de arribar a destino y disfrutar, definitivamente contagiados de su gloria. Por eso a Marcos le interesa presentarnos esta escena de la Transfiguración, revelación excepcional y fugaz de esa gloria de Cristo a los discípulos, en el contexto de los anuncios, que ha hecho antes y que hará después de este pasaje, de su pasión, de su terrible prisión, sufrimiento y muerte.
Esa prisión, sufrimiento y muerte que, en el tiempo de Marcos, era constante amenaza para los cristianos que vivían en Roma. Como, de una manera u otra, lo es siempre para todo aquel que quiera ser verdaderamente fiel a Jesús.
Marcos tiene que hacerles superar su humano temor a la persecución y al martirio, a las dudas que todo cristiano padece cuando debe enfrentar situaciones difíciles, exigencias aparentemente excesivas, situaciones inexplicables y dolorosamente repugnantes a lo humano y en las cuales nos gustaría que Dios interviniera para ayudarnos o se nos manifestara gloriosamente para alentarnos.
Todos los cristianos que leían el evangelio de Marcos sabían que Cristo había resucitado, y que el camino a esa Resurrección había sido el absurdo de la cruz. Pero eso que, en teoría, sabemos todos, cuando llega el momento de asumirlo, cuando cruelmente desgarra nuestras carnes, no es fácil aceptarlo, vivirlo en pura fe, entenderlo.
Es también por eso que a Marcos le gusta insistir -para que sus lectores se reconozcan en ellos-, en la obtusidad, incredulidad y falta de comprensión de los discípulos, de los llamados luego apóstoles, de los doce. Si ellos no comprendieron sino al final y después de Pentecostés, ¡qué comprensible es que no siempre entendamos nosotros!
Allí los vemos en ese momento de bonanza -cuando la fe incluso se hace experiencia, fervor y plena seguridad-, torpes, timoratos, falsamente esperanzados, pensando que ya han llegado a la meta, tratando de levantar tres tiendas como para instalarse allí definitivamente.
El Señor, las circunstancias, nos vuelven pronto a la realidad. Del estado de gloria, de luz, de Moisés y Elías confirmando con su presencia lo razonable de nuestra fe, de la voz del Padre -apenas un momento, un instante- de pronto, otra vez, nada, ¡nadie!, Jesús solo con ellos y, de nuevo, a transitar por el mundo, con nuestros problemas, nuestras inquietudes, nuestros cansadores deberes humanos, las exigencias excesivas de nuestra nobleza cristiana, nuestro enfrentarnos final e ineluctable con la muerte. Por supuesto que resucitará -dice Jesús-, pero resucitará de entre los muertos, de los que han vencido sus egoísmos, sus pecados, al mundo, a sus comodidades, de los que han tomado su cruz. Y eso no lo entendieron, recalca Marcos, los discípulos. "No entendían qué quería decir resucitar de entre los muertos."
Es verdad que algunas veces en nuestra vida se anticipa el cielo, a la manera de la Transfiguración. De hecho la Resurrección, el Reino, ya son una dimensión presente, adelantada a nuestra vida en esta tierra, mediante la gracia de la fe.
Y todo cristiano sabe de esos momentos privilegiados de encuentro con el Señor, de seguridad casi vivida a flor de piel, de presencias extraordinarias de Cristo, de su realidad casi tangible en calidez de oración. Estados de euforia o de profunda paz que a lo mejor hemos vivido en un retiro, en un momento especial de nuestras vidas, un estado, un paisaje, un templo en penumbras, en donde, como detenidos en el aire y en el tiempo, tuvimos la plena seguridad y consuelo de una iluminada fe.
Difícilmente haya uno de nosotros que, más allá de sus convicciones racionales, más allá de su esfuerzo de plegaria y fidelidad cotidiana al Señor, no haya sido, alguna vez, conmovido y alentado por alguna experiencia semejante...
Y ¡cómo quisiéramos que se repitiera, sobre todo en esos momentos difíciles en los cuales se hace cuesta arriba vivir como cristianos, resistir la tentación, oponernos al mundo! Pero, aunque el Señor nunca nos dejará totalmente sumidos en la oscuridad hasta el extremo de llevarnos a la desesperación, todo discípulo de Cristo sabe que no solo la mayor parte de su vida la ha de pasar en la rutina de una fe umbrátil sin demasiados momentos místicos ni de exaltación, sino que tantas veces habrá de transitar oscuridad, dudas y trepidantes dificultades y tensiones. Eso no fue ajeno a Cristo, eso no fue ajeno a sus discípulos.
La oración a la cual, junto con el ayuno y la limosna, nos llama la Cuaresma -nos quiere recordar este evangelio de la Transfiguración-, más ha de ser la oblación diaria de tiempo dedicado al Señor en meditación, en la soledad de nuestros cuartos o frente al sagrario, en actitud de darnos, en signo de humildad y pequeñez frente a Dios, en dolor de rodillas, en la fe de Abraham puesto a prueba, que una vana búsqueda de autosatisfacción o falsa mística, que pretenda fervores provocados, seguridades infantiles o exaltaciones devotas, carpas donde instalarse en plácida complacencia.
Eso ha de ser nuestra Cuaresma. Preparación al gran acto de fe de la Pascua, secuela del Señor Crucificado, espera paciente de la entrada en batalla, ejercicios de rutina, reagrupamiento de fuerzas para lamer las heridas, para enfrentar el año, para disponernos a seguir a Cristo, para bajar al llano de la vida cotidiana, para resucitar, sí, pero resucitar 'de entre los muertos', de entre los que han domeñado sus egoísmos, fallecido a sus pecados y apegos desordenados, de los que han transformado su vida en ofrenda a Dios y a su prójimo, conformados, transfigurados -ahora sí- a imagen de Cristo, nuestro Señor.