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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2004 Ciclo C

 

2º DOMINGO DE CUARESMA

 

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 28b-36

En aquel tiempo: Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo» Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.

 

SERMÓN

(GEP 07/03/04)

Más allá de su sublime mensaje religioso, los acontecimientos que están en el origen del pueblo de Israel escapan, al menos en sus detalles, a la mirada de la ciencia histórica. Piénsese que el Pentateuco, nuestra fuente de datos, toma su forma actual recién en el siglo sexto, quinto, antes de Cristo y desde allí pretende referirse a personajes como Abraham, mencionado en la primera lectura, que habría vivido dos mil años de Cristo. Mil quinientos años, sin escritura alguna ni documentos, lo separarían del personaje. Los historiadores pues se encuentran en total impotencia para pronunciarse respecto de la existencia o no de Abraham. Aunque con Moisés pasa algo parecido, mil doscientos años antes de Cristo, hay razones -nunca extrabíblicas- para pensar que ha sido un personaje realmente existente, aunque de ninguna manera es posible reconstruir una historia fidedigna de sus hechos. De todas maneras, cuando los autores del Pentateuco redactaron sus sagas, más que un trabajo de investigación del pasado, lo que pretendieron fue echar los cimientos de la idiosincrasia de Israel, 'su ser nacional' -se hubiera dicho hace algunos años- y proponer, en incisiva didáctica, su concepto único y sublime de Dios, y explicar la especial relación de Éste con Su Pueblo, en una eticidad personal y religiosa inédita en la historia del pensamiento humano.

Todos los acontecimientos narrados adquirieron así un determinado sentido teológico o patriótico que, más que ser reflejo del pasado, pretendían ser ejemplo para su presente y proyección de futuro.

Entre aquellos acontecimientos el que en la pluma de los redactores alcanzó primaria relevancia fue el llamado Éxodo de Egipto, liderado por el épico caudillo Moisés. Éxodo de la esclavitud egipcíaca, encaminado hacia la libertad de la Tierra Prometida. Libertad fundada en el cumplimiento de la ley de Dios, supuestamente entregada a ese mismo Moisés. Esta narrativa se fijó como el fundamento de la gran fiesta patriótica y religiosa de los Israelitas, su 25 de Mayo, la Pascua.

La Pascua -salir de una situación instalada para intentar la conquista de una mejor, librarse de los enemigos, enfrentar el paso del mar de una decisión difícil, sufrir el hambre del desierto, encontrarse en el Sinaí con la palabra de Dios, para, al final, arribar a la Promesa-, se transformó en el esquema que utilizó luego Israel para superar todas las decisiones difíciles, todos sus problemas y liberaciones. Entre otros, por ejemplo, la vuelta del exilio en Babilonia, siete siglos después de Moisés, en donde los judíos debieron dejar la Mesopotamia -donde ya estaban prácticamente instalados y cómodos-, para regresar aleatoriamente a su tierra devastada. Circunstancias, precisamente, en donde la saga de Moisés va tomando su forma definitiva. O la misma vida de Abraham que se calcó sobre ese esquema de éxodo: dejar su pueblo natal, Ur de los Caldeos, (los antecesores de los babilonios) para, atravesando desiertos y ríos, el Jordán, introducirse en la Tierra. ¿Ven? El interés no está ni en Abraham ni en la figura de Moisés, sino en la vuelta o la ida a la Tierra que, en el fondo no deseaba, en el siglo VI, cuando se escribe la historia, la mayoría de los judíos exiliados.

Este esquema -esquema más teológico que histórico- como ustedes saben, servirá también para explicar a los cristianos los acontecimientos vividos por Cristo en su propia Pascua, su éxodo de la vida terrena a través del mar, rojo de sangre, de su Calvario, hacia la Tierra Prometida de la Resurrección. Ni siquiera tuvimos que cambiar el nombre de la fiesta: seguimos hablando de la Pascua del Señor.

¿Se dan cuenta? Es el sistema de pensamiento antiguo, alegórico, 'mítico', en el buen sentido. Los conceptos, las ideas se construyen sobre relatos, sobre parábolas, sobre personajes prototípicos, a la manera de la antigua Grecia -Edipo, Electra, Ulises...- estereotipos de cualidades o realidades permanentes humanas o supuestamente divinas... Entre los judíos Noé, David, Salomón, Isaac.... Pero la filosofía griega, en determinado momento, pasará a buscar formas de pensar más rigurosas, dejará la forma del relato y usará conceptos abstractos: causa, efecto, forma, materia, substancia, accidente, cualidad, cantidad, relación ... montándolos sobre la lógica, y transformándose así en la fundadora de la ciencia contemporánea y de nuestro modo de pensar occidental.

Los autores del Nuevo Testamento aún se mueven con los modos de pensar alegóricos, simbólicos. De tal modo que cuando han de interpretar, entender, los hechos sucedidos en torno a Jesús, su Vida y su Resurrección, no apelarán, salvo excepciones, a la filosofía griega -lo hará luego sí, la teología y el Magisterio- sino sobre todo, a las categorías simbólicas del AT. En realidad, mucho más adecuadas para llegar, de algún modo, a realidades trascendentes, que los conceptos rígidos y unívocos del saber científico.

De allí que, para penetrar la realidad de Cristo, entre otras cosas, los autores del nuevo testamento no vacilen en parangonarlo con los prototipos de los personajes o de las narraciones bíblicas.

Que la transfiguración de Jesús nos transmite un acontecimiento real e histórico es evidente por la profunda huella que ha dejado en la tradición cristiana. No solo en los evangelios, sino en la segunda carta de Pedro y en obras no canónicas como el Apocalipsis de Pedro, los Hechos de Pedro, los Hechos de Juan, los Hechos de Felipe ... Lo que se nos escapa es el tenor exacto, fílmico, fotográfico, de lo que allí sucedió visiblemente. Varias teorías hay al respecto: desde que la Transfiguración es una escena resumen que solo sirve de reflexión sobre el ser de Jesús, hasta que se trata de una pura experiencia mística, interior, de Cristo o los discípulos, sin monte, ni luz, ni Moisés, ni nada.

 

Aunque la mayoría hoy acepta haberse tratado de un hecho -aún en su facticidad- muy cercano al relato que se nos entrega, es verdad que el episodio nos quiere transmitir no un espectáculo fantasmagórico sino -cada evangelio con su matiz propio-, 'el significado' o algunos de los significados de lo sucedido. Y eso es lo que importa: no la apariencia, sino la realidad profunda del hecho. Sabemos que Anne Krueger habló con Lavagna. Algo pasó, ciertamente. Pero cada periodista o intérprete le da su sesgo personal.

 

Mateo interpreta la Transfiguración desde un trasfondo apocalíptico; Marcos, privilegia, en su visión, la figura de Elías; Lucas -nuestro evangelista de este año-, aprovecha más las resonancias mosaicas del relato. De hecho en su redacción, Lucas introduce un término clave que no traen los otros dos autores: precisamente "éxodo". Ese es el tema de la conversación de los tres, según Lucas. Nuestra versión traduce el término éxodo, que figura en el original, por 'partida' y así quita a los lectores esta referencia evidente a la vieja Pascua.

En resumen: que de esta experiencia tocante y densa, haya sido lo que sea, Lucas aprovecha una de sus facetas -la mosaica, la del Éxodo- y la utiliza para interpretar el papel de Cristo y proyectarlo a la vida de los cristianos.

Lucas no habla simplemente de que subieron a un monte, sino que explicita el objetivo de Jesús al hacerlo: subió a la montaña 'para orar'. Es sabido que Lucas es el evangelista que más destaca el tema de la oración tanto en la vida de Cristo como en su exhortación a los cristianos. Subir a la montaña en medio del desierto no es solo para encontrar soledad, sino para unirse, como Moisés, a Dios en oración y salir de ella, como el mismo Moisés, con el rostro iluminado, ¡transfigurado!

Y no solo la vida de Cristo, también la vida del cristiano, es entendida por Lucas como una marcha en medio del desierto. Un abandonar la vida muelle de Babilonia, de Ur, de los guisos de Egipto, de la sociedad humana viciada por su búsqueda de objetivos puramente mundanos, detenida en la ambición de bienes egoístas y terrenos, instalada y conforme con lo que le puede dar la sola naturaleza, para intentar -con la ayuda de la gracia- la conquista casi utópica del Reino de Dios, la invisible Tierra prometida, el cielo apenas deseado. Eso exige ciertamente, hacer un acto de confianza en Dios y su promesa, dejar nuestra comodidad de Egipto, Babilonia, caminar por los desiertos a los que nos obliga, en esta vida, el honor cristiano.

Eso exige ciertamente fe, alimentada en oración, en contacto con Dios, no siempre fácil. Lucas, con un toque de humor, a diferencia de Marcos y Mateo, hace que los tres discípulos se duerman. Nuestra traducción, otra vez, falla: dice que "tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos". No: el griego dice claramente: "estaban pesadamente dormidos y cuando se despertaron de golpe vieron apenas un instante la gloria de Jesús y cómo los dos hombres, Moisés y Elías, se alejaban". No: no es fácil rezar, dice Lucas a los cristianos de su comunidad, pero aunque sea forzándonos, durmiéndonos, aburriéndonos, algún golpecito de la visión de la gloria de Jesús, aunque sea fugaz, nos servirá para seguir adelante. Y sin oración, es imposible ser cristianos. Más en este mundo surcado por la omnipotencia de los medios que, por cada poro de nuestra piel, trata de hacernos regresar a Egipto, a Babilonia, volvernos a casar con las costumbres desvaídas y desviadas de este mundo.

Como tantos cristianos Pedro queda encantado con ese instante de gloria que ha entrevisto y lo quiere prolongar. "Hagamos tres carpas". Vivir siempre en el alborozo del cursillo, en la exaltación mística obtenida en el retiro espiritual.  Y la alusión de las tiendas otra vez nos lleva al Éxodo, al desierto. La famosa fiesta de las carpas, de las tiendas -junto con la Pascua y Pentecostés, una de las tres más importantes de los judíos-, conmemoraba también el paso del desierto. Los judíos varones y los niños que no necesitaran de sus madres, tanto de Jerusalén como de la diáspora -muchos todavía lo hacen, aún aquí en Buenos Aires- construían, fuera de sus casas, toscas cabañas, y por una semana, vivían en ellas recordando su estado de peregrinos hacia la tierra prometida. Entre los judíos era conmemoración alegre, porque en su origen fiesta de las cosechas, recordaba más bien cómo, en el desierto, habían vivido alimentados sin esfuerzo por Dios. Pedro es un desubicado. Quiere hacer siempre una fiesta de su oración, de sus esfuerzos cristianos, de su portarse bien... Piensa que ser cristiano, rezar, ir a Misa siempre tiene que gustarle, salir satisfecho, consolado... No entiende de sequedades, de oscuridades, de esfuerzos, de penitencias, de cuaresmas... Al fin y al cabo, el verdadero Éxodo se consumará en el paso del mar, el cruce del Jordán, el bautismo en el agua que traga todo lo egipcio, en la Cruz, cuando Jesús dice que está angustiado ante lo que deberá enfrentar. "Tengo que recibir un bautismo ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla!"

Por otro lado Pedro no entiende todavía quién es Jesús: tres tiendas iguales, como si el Señor, Cristo, estuviera a la misma altura de Moisés y de Elías... "No sabía lo que decía" anota Lucas. Ya Moisés y Elías no tienen nada que hacer, han cumplido su papel, la antigua Alianza es reemplazada por la nueva, Jesús lleva la revelación divina a una plenitud inimaginable, en donde Moisés y Elías quedan reducidos a figuras insignificantes, superadas, caducas...

Ya no bastan, tampoco, tiendas terrenas. Es una nube, símbolo de lo celeste, de lo divino, lo que cubre a los discípulos, que contrariamente a la nube brillante que guiaba a los judíos a través del desierto, su brillo es de tal naturaleza divina que, para el hombre se convierte en sombra: "una nube los cubrió con su sombra, con su oscuridad, "y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor". El Dios no de la guitarrita, ni el abuelo barbudo y comprensivo, ni el de la Misa festichola con pitos y matracas, sino el Dios que, porque quiere sacarnos de Egipto y Babilonia con sus calles bulliciosas y sus carnavales, y llevarnos a la dicha inefable de la riqueza divina, a veces abruma nuestra mente y nuestro corazón con su grandeza, y parece transformarse en sombra, en tiniebla, en renuncia pura...

Y sin embargo, aún en el desierto, aún cruzando los mares enemigos y procelosos, aún perseguidos por las tropas del faraón, aún enfrentados con aquellos que se han quedado con Moisés y Elías, aún colgado de una Cruz, dice Lucas, Jesús es 'el elegido' -(el amado, el predilecto, dicen Marcos y Mateo)- aquel para el cual Dios ha creado el mundo -junto con sus otros elegidos-, aquel cuyo estandarte es la única bandera que en este mundo vale la pena servir, y que lleva, aunque a través del desierto y del calvario, a la inexorable victoria, a la tienda permanente del cielo, a la Resurrección.

Ese es el sentido por el cual, en la cuaresma, la Iglesia propone a nuestra meditación el episodio de la Transfiguración. Cuaresma: tiempo de concientización de nuestro ser de peregrinos, de fugitivos de Egipto, de exploradores del desierto, de amigos y validos de Jesús, con nuestros breves momentos de transfiguración, con nuestros tiempos de soledad, de oración, de noble vida cristiana y también de noches oscuras, de estrecho camino hacia la tierra prometida. Siempre resonando en nuestros oídos la admonición del Padre: "Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo"

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