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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1984. ciclo A

2º Domingo de Cuaresma
18-3-84

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". 5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo". Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos".

SERMÓN

A primera vista el episodio de la así llamada ‘transfiguración’ que acabamos de escuchar en la versión de Mateo, no parecería del todo adecuado ‑como el de las tentaciones del pasado domingo‑ para impulsar el espíritu penitencial de Cuaresma que la Iglesia ha comenzado. El hecho parece más bien festivo, triunfal, gozoso, más apto para expresar las alegrías pascuales que las austeridades propias de este tiempo. Tanto es así que algunos exégetas protestantes sostuvieron que el episodio se referiría a una de las apariciones de Jesús resucitado que, luego, en la confusión del tiempo transcurrido, los evangelistas habrían colocado equivocadamente durante la vida terrena de Jesús.


Theophanes el Griego. Transfiguración. Siglo XV temprano, Galería Tretyakov, Moscú.

Pero esta impresión es rápidamente borrada en cuanto nos acercamos más detenidamente a nuestro evangelio. A su contexto inmediato que son los dos primeros anuncios de la Pasión que le enmarcan y, luego, al pasaje mismo y la terminología que emplea, comenzando por lo del ‘monte elevado’ ‘oros hipselón’, expresión que no se encuentra más que aquí y en el relato de las tentaciones, justamente, para designar el indeterminado lugar desde donde Jesús contempla todos los reinos del mundo.
Más aún, el ‘seis días después’ ubica la escena cronológicamente en la famosa fiesta ‘de los Tabernáculos’ o ‘de las Tiendas’ –que, aún en nuestros tiempos, seis días después del ‘yom kippur’, celebran los judíos ortodoxos (esos de sombrero y de barba que vemos los sábados caminar por Once y por Belgrano)‑, fiesta que conmemora, por medio de la construcción de una especie de carpa de ramas que se hace en los patios e incluso en los comedores de los hogares hebreos, las frágiles chozas en las que vivieron los israelitas en los cuarenta años que vagaron por el desierto una vez liberados de Egipto y antes de entrar en Palestina.

Fiesta que, en aquella época, marcaba el apogeo de la exaltación nacionalista y mesiánica judía y que era particularmente celebrada por los zelotes y los esenios, guerrilleros que esperaban el surgir de un caudillo armado que llevara a los judíos hacia sus altos destinos. Esas son las tres ‘carpas’ que ingenuamente, aún sin entender qué clase de Mesías es Jesús, quiere levantar Pedro frente a la experiencia de la majestad de su jefe. De allí la voz, la palabra divina, que interviene en el relato como explicación del verdadero sentido de la escena.
Este es mi hijo predilecto” que, para cualquier oído judío acostumbrado a las Escrituras, debía recordar los dos únicos ‘predilectos’ que aparecen en el antiguo testamento: Isaac, el hijo predilecto de Abraham a quien se le pide que lo sacrifique y al famoso 'siervo de Yahvé’ de Isaías “este es mi servidor, mi predilecto”, el conducido al matadero. Y todo en medio de una nube luminosa que, paradójicamente, no los ilumina sino que ‑dice el texto‑ los cubre con oscuridad, con su sombra.

Revelación pues de un mesianismo difícil de comprender que, lejos del triunfalismo terrenal y orgulloso que deseaban las multitudes judías, pasará por el camino riscoso y brutal de la Cruz. Pero eso no lo pueden entender las multitudes. Por eso Jesús las ha dejado y ha quedado solo con este puñado de discípulos que apenas tampoco lo entienden.
De allí que, quizá, en este relato hay que detenerse menos en la ‘subida’ al monte alto que en la ‘bajada’.

Este puñado de íntimos de Cristo –después de esta brevísima experiencia de ambigua exultación‑ baja con él al llano, a la multitud, al campo de batalla, a la senda por la cual el caudillo, al frente de su mesnada, marchará hacia Jerusalén y hacia la muerte.
Es por eso que la iglesia nos hace leer este pasaje durante la Cuaresma ‑tiempo de examen y de rectificación de rumbos‑ para recordarnos que, en esta vida, el camino de quien verdaderamente quiera seguir a Cristo, entre los pocos, entre los íntimos, no puede transcurrir entre las experiencias luminosas de los montes altos, las blancas vestiduras y las exultaciones, sino en la vereda común de la gente, el traje de todos los días, el combate y la Cruz.
Error en el cual caemos frecuentemente los cristianos y que es motivo de tantos desalientos y defecciones. Porque ¿quién no recuerda en su vida de cristiano algún momento de transfiguración? Latiendo quizá como recuerdo de nuestra niñez, cuando creer era fácil y nuestro contacto con Dios inmediato, ingenuo, candoroso. O, a lo mejor, después de un retiro, ¡tan decididos, tan contentos! O cuando nos confesamos después de tanto tiempo. O cuando, pasadas nuestras rebeldías estúpidas de adolescentes, volvimos un día a Cristo. O cuando nos convertimos y nos encontramos con Él por primera vez. O esos períodos en nuestra experiencia cristiana en que el fervor da alas a nuestra oración y resulta fácil rezar, meditar, portarse bien. Períodos en que ‘sentimos’ devoción, ‘sentimos’ a Dios, ‘sentimos’ ganas de ser cristianos.
Sí: momentos que casi constituyen una tentación que nos lleva a pensar que lo normal en la vida cristiana es vivir en medio de esos sentimientos, de ese fervor, de ese ímpetu, de esa gana.
De tal manera que, cuando llega inevitablemente lo ‘normal’, cuando bajamos al llano y, tarde o temprano, se acaba el fervor y surgen las dudas y reaparecen defectos y tentaciones de pecados que creíamos tontamente definitivamente vencidos, y todo nos resulta cuesta arriba y nuestra naturaleza humana patalea, con su pereza, con su egoísmo, con sus miedos, con sus escuálidos orgullos, con sus preguntas, con sus oscuridades, entonces, decimos o pensamos: “he perdido la fe”, “dejaré todo”, “volveré con la multitud”, con lo que hace todo el mundo, a lo de antes.

Vean es por eso que yo no soy tan amigo de esos retiros modernos que tienden a la exaltación de fervores y lágrimas y entusiasmos fáciles no siempre cultivados en silencio y verdadera oración. Arrebatos alterados que llevan a la falsa impresión de que uno ha sido tocado por Dios y podrá vivir de esa emoción y hasta delirio hasta el fin de sus días. Enardecimiento y ebullición del corazón que, cuando desaparecen, nos dejan más fríos y en nieblas que nunca.

No. No has perdido la fe. Es que has bajado al llano, a lo normal, que, en esta vida, no es el uniforme lleno de medallas y de cruces, ni aplausos de la gente y de periodistas, ni de entradas triunfales.
No existe aquí, aún, la pascua victoriosa definitiva. No se trata de la Visión Beatífica, ni siquiera, siempre, de la oración fervorosa, la virtud fácil, el traje inmaculado. Se trata del sendero y empresa de los pocos, los escogidos, formando firmes a los flancos de Cristo para acompañarlo en lo más duro de la lid, entre el silbido y el escarnio de la chusma. Con los ojos desafiantes y las mandíbulas apretadas, aunque, por dentro, sintamos el gusano del miedo, la neblina del desaliento, la noche de la duda, el cansancio de la lucha, la desilusión de tantas retiradas, el peso de tantos pecados.
¡Cruzado que tan cansado y sucio marchas hacia Jerusalén!

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