1999 Ciclo A
Domingo 2º de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". 5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo". Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos".
SERMÓN
(GEP, 28-02-99)
Cuando, después de sus tempranas victorias en Italia, Napoleón decide conquistar Egipto -y efectivamente lo hace-, con la intención de cerrar las líneas comerciales de Inglaterra con la India, ha de enfrentarse no solo con los ingleses sino con el Imperio Otomano, que, en 1799, declara la guerra a Francia. Para anticiparse a los turcos Napoleón, desde Egipto, invade Siria y, aunque finalmente deberá retroceder en Acre frente a ellos -a los cuales, luego, sin embargo, aplastará, nuevamente en Egipto, en la segunda batalla de Abukir-, consigue en Palestina unas cuantas victorias, entre ellas, con su segundo jefe, Kléber, la de la batalla del Tabor.
El monte Tabor se halla en la baja Galilea, a unos treinta kilómetros al este de Nazaret, dominando la planicie que lo rodea a una altura de aproximadamente 400 metros. Su situación estratégica, en medio de un importante cruce de rutas, es lo que lo ha hecho célebre en los libros del Antiguo Testamento, especialmente el de los Jueces, habiendo jugado un papel determinante en la histórica lucha entre los pueblos israelitas y los cananeos.
Si Vds. recuerdan, en esa pugna, un papel importantísimo lo tuvo una mujer, Débora, una especie de profetisa y líder carismática que, puede decirse, es prácticamente la fundadora de Israel como tal, porque, por primera vez en la historia, mucho antes de la monarquía, logra reunir a todas las tribus hebreas del norte, hasta entonces independientes y divididas, dándoles conciencia nacional y aunándolas en su lucha contra Canaán. Es ella precisamente -Débora- la que inspira a Barak, guerrero de la tribu de Neftalí, a descender hacia Galilea y, junto con la tribu de Zabulón, unos diez mil hombres, ocupar las alturas del Tabor. Desde allí desafía a las tropas cananeas lideradas por Sísara, un reyezuelo de Canaán a quien la confederación cananea había dado el mando supremo y que se encontraba dispuesto al combate con las armas más avanzadas: centenares de carros de combate, acompañados de infantería con espadas y lanzas de hierro, que recién se introducía en la zona y del cuál los hebreos todavía carecían. El ejército cananeo estaba alineado abajo, en la llanura, a lo largo de la corriente del Quisón. Providencialmente, una lluvia torrencial desborda el arroyo y convierte a la llanura en una lodazal donde se empantanan las ruedas de los carruajes y no pueden avanzar los infantes. Es en ese momento que Débora indica a Barac atacar desde el Tabor con sus tropas de Neftalí y Zabulón, mientras las otras tribus, que ya han llegado convocadas por los enviados de Débora, asaltan a los cananeos por la espalda y por los flancos. La derrota de éstos es total. Su jefe, Sísara, huye a pie y, a 4 kilómetros del Tabor, se refugia en una tienda de un campamento de beduinos. Allí otra mujer interviene, Jael, y, mientras Sísara extenuado duerme, le clava una estaca con un martillo en la sien y lo mata.
Eco inmediato de esta batalla del Tabor es el famoso cántico triunfal de Débora, uno de los poemas más antiguos de la Biblia, en el libro de los Jueces, cap. 5, escrito casi contemporáneo a la batalla, en el siglo XII antes de Cristo, triunfo atribuido por las israelitas a Yahvé, el Dios de Israel y en donde a Débora se la llama "madre de Israel".
Así queda el Tabor en la memoria de Israel como símbolo de victoria, pero de una victoria adquirida en Dios, otorgada por Dios y no por mérito de las armas humanas ni de la fuerza, simbolizada por los varones y por el hierro, sino mediante la debilidad, representada por la mujeres, Débora y Jael. Napoleón, en su propia victoria desde las alturas del Tabor contra los turcos, dicen que imitó la estrategia de Débora.
Profetas como Jeremías y Oseas, muchos siglos después de estos hechos, evocarán al Tabor como signo tangible de la fidelidad de Dios a su pueblo. La montaña se convierte en un símbolo de la intervención de Jahvé a favor de Israel casi tan importante como el del paso del Mar Rojo. En el mar Rojo Dios libera a los suyos de la esclavitud egipcia; en el Tabor, de los cananeos.
Sin duda que son estas consideraciones las que hacen que los cristianos, en el siglo III, ubiquen el episodio de la transfiguración en el monte Tabor. Como Vds. han oído, el evangelio no da ningún detalle que permita localizar el lugar de este acontecimiento con precisión.
Pero se comprende cómo, por su glorioso pasado, la tradición designó al Tabor como el lugar de la manifestación gloriosa de Jesús: la revelación anticipada del poder de Dios, que se hará -a través de la debilidad de la carne de Jesús- vencedor de sus enemigos en la Pascua.
La Iglesia justamente quiere, en esta época de Cuaresma que nos encamina austeramente hacia la semana Santa, elevar nuestra mirada hacia el sentido de este tiempo penitencial, que es al mismo tiempo la fuente de las energías necesarias para llevar adelante toda nuestra vida de cristiano combate.
La Iglesia no oculta que el camino del éxito cristiano -pero también humano- pasa a través del esfuerzo, del enfrentar dificultades, de acostumbrarse a la disciplina... Ni el rezar, ni el actuar éticamente, ni el trabajar, ni el estudiar, pueden depender del tener ganas, del sentir deseos o placer en ello... ¡A veces! el placer y las ganas y el deseo y la gratificación, acompañan a los actos que sabemos hemos de realizar, pero frecuentísimamente esos actos han de ser impulsados, sin 'sentirlo', por nuestro compromiso, por nuestro sentido del deber, por nuestro inteligente querer, por nuestra voluntad.
Precisamente en nuestras relaciones con Dios sabemos que el gozo de su compañía no es aquí nunca algo ni definitiva ni plenamente adquirido. El placer de su amistad, objetivo último de nuestro peregrinar por este mundo, lo disfrutaremos totalmente solo en el cielo. Aquí solo pueden nuestras capacidades actuales, aún potenciadas por la fe, verlo oscuramente, intuirlo fugazmente, saborearlo cortamente. Los momentos más intensos de nuestros encuentros con Él, esos momentos privilegiados de oración en los cuales como Pedro exclamaríamos "Señor ¡que bien estamos aquí!" son los menos: pregustos y acicates y percepciones cercanas de lo divino que Dios nos brinda como anticipo del Cielo, no para que nos detengamos allí y levantemos nuestras carpas, sino para más empeñosamente encaminarnos hacia la meta y prepararnos no solo a enfrentar los obstáculos de nuestro caminar cristiano, sino sobrellevar las arideces de nuestra oración a veces de pura fe, sin respuestas ni recompensas aparentes, pero en la cual debemos perseverar para modelar como corresponde nuestro ser cristiano.
La Redención consiste en elevarnos de lo humano -sacarnos de lo humano- para recrearnos a nivel divino: "Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré", le dice Dios a Abram, en la primera lectura, en ese pasaje que ha servido siempre de paradigma a los llamados de Dios. ¡Deja tu tierra natal!, ¡deja tu egoísmo, deja la búsqueda de lo tuyo, de tus comodidades, de tus gustos, de tu puro progreso material, y, solo así, podrás llegar y ver el país que yo te mostraré: el cielo.
Sea pues nuestra Cuaresma encaminada hacia la Pascua -imagen en pequeña escala de nuestra vida en este mundo encaminada al Cielo- tiempo de especial oración. Más que la penitencia, más que la limosna, es la oración la obra por excelencia que nos requiere el tiempo cuaresmal. A pesar de las complicaciones del comienzo del año lectivo, del año laboral, de la rutina anual, luego de las vacaciones, si queremos aprovechar las gracias especialísimas de la semana Santa busquemos durante esta Cuaresma tiempo para orar, tiempo fijado en nuestras agendas, tiempo programado, tiempo obligado y comprometido, tiempo sacado a lo mejor a la televisión, a los diarios, no con nuestras ganas, sino con nuestro firme propósito y voluntad, para dejar en paréntesis -aunque más no sea ese rato- nuestra 'tierra natal', nuestras preocupaciones cotidianas, nuestros puntos de vista pedestres y mundanos, y atisbar el país que Dios nos quiere mostrar. Consigamos un libro de meditaciones comprado o prestado... Si no lo sabemos, aprendamos cómo se debe hacer una meditación. La oración no se improvisa, no surge sola, no nacemos sabiendo orar...
Subamos todos estos días al Tabor con Jesús y sus discípulos. Es allí, en la loma, por arriba del llano de nuestra vida común, donde debemos encontrarnos en exclusiva con Él y recibir su fuerza, percibir su luz. Esa fuerza y esa luz, que nos hará aptos para lanzarnos luego, con el espíritu de Débora, a nuestro cristiano batallar en este mundo, donde para siempre han de quedar empantanados y derrotados nuestros adversarios, nuestras penas, nuestros pecados, nuestros apegos desmedidos, mientras nosotros -en nuestro verdadero yo redimido por Cristo- accedemos a la victoria, al país de la vida, a la alegría perenne de la Pascua.