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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2000. Ciclo B

3º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.

SERMÓN
(GEP 26-03-00)

Quienes recuerden los diez mandamientos tal cual suelen aprenderse de memoria en los catecismos - 'Amar a Dios sobre todas las cosas' ; 'No tomar el nombre de Dios en vano' ; 'santificar las fiestas' ...- se da cuenta de la diferencia que existe entre esa enumeración árida y despojada, con la de la versión bíblica que acabamos de escuchar. Que es una de ellas, la del Éxodo, porque tenemos otra, con levísimas diferencias, en el Deuteronomio.

Empezando por lo de "diez mandamientos". Las veces que la Escritura los nombra genéricamente no los llama diez mandamientos, sino "decálogo", es decir 'diez palabras'. No imposiciones, sino decires. Porque palabra habla de diálogo, de habla. Y hablar supone uno que dice y otro que escucha; dicente e interlocutor; yo y tu.

Precisamente eso es lo que falta en nuestros mandamientos del catecismo y que resalta en la versión del decálogo de la Escritura. El infinitivo impersonal -' santificar ', ' no matar ', 'no robar' ...-, en las versiones del Éxodo y el Deuteronomio se transforman en enunciados en segunda persona -' santificarás', 'no matarás', 'no robarás' -. Y, antes que nada, se presenta quien pronuncia las palabras. " Yo soy Yhavé tu Dios', ... no te postrarás ante las imágenes porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, misericordioso con los que me aman y guardan mis palabras ..." Las diez palabras de Dios se encuadran en un diálogo interpersonal, en una interpelación, que desde Yahvé Dios, se dirige al pueblo de Israel y a cada uno, hablándonos al corazón... Aún los preceptos que se refieren no a lo divino sino a lo humano, los de la segunda tabla - 'no dirás falso testimonio' , 'no codiciarás los bienes ajenos' ...- también los hemos escuchado en la primera lectura poniendo el énfasis no en el acto prohibido considerado como malo en si, mala acción, sino en sus consecuencias para el otro, llamado 'prójimo': ' no darás falso testimonio contra tu prójimo' -no se trata de un mero 'no mentir'-; ' no codiciarás la casa de tu prójimo' -no 'los bienes ajenos'-; 'no codiciarás la mujer de tu prójimo' - no por los 'malos pensamientos' como nos acusamos nosotros en el confesionario, sino por la injusticia que se infiere al prójimo...

Para darse cuenta de la originalidad de esta legislación del decálogo es bueno saber que no tiene parangón con ningún cuerpo legal conocido de la antigüedad, como el famoso código de Hammurabi , siglo XVIII AC, o las leyes de Ur-Nammu , o de Lipit-Istar , o de los hititas ... alrededor de esa época. Todos ellos atribuyen su codificación a un rey, a una autoridad humana -el rey Hammurabi, por ejemplo, en el primer caso-, además de enunciarse siempre en tercera persona, -'se ha de hacer tal cosa', 'no se hará tal otra'- como por otra parte será luego costumbre, hasta nuestros días en todas las legislaciones del mundo. Aquí, en cambio, en el decálogo nos encontramos con el inédito hecho de que las diez palabras son proferidas directamente por Dios y no se dirigen al aire en tercera persona, sino interpelándonos a cada uno, en segunda: 'harás', 'no harás'.

Es probable que, más allá de las formas, parte de las normas del decálogo sean antiquísimos, sobre todo las que se refieren a las relaciones entre los hombres: no matar, no robar, no cometer adulterio... y, por otra parte, comunes a casi todas las legislaciones antiguas de la humanidad. Algunos etólogos, incluso, perciben sus raíces en normas inscriptas ya en el código genético de los primates. Otros preceptos fueron agregándose luego, no todos novedosos, excepto los que se refieren al culto del único Dios, y, probablemente último, el de la santificación del sábado, de la época del exilio, todo reunido finalmente en diez, y cristalizado en la figura legendaria de Moisés. Pero lo que es singular es que, por una vía o por otra, quinientos años antes de Cristo, el pueblo de Israel tenía clara conciencia de que esas diez palabras no gozaban solo de autoridad humana sino que expresaban el querer de Dios. No solo eso sino que estaban enunciadas a manera de diálogo, de modo que el hombre, al cumplirlas, era como si respondiera con un si de amor al coloquio de amistad que Yahvé quería entablar con él. No se trata solo de un enunciado de artículos, incisos y codicilos que hay que obedecer por temor a la sanción y a la pena, o puras leyes naturales que expresan el correcto ordenamiento y uso de lo humano para que éste no sufra averías, sino de un divino decir que, al tiempo que busca nuestro bien, implora respuesta de amistad.

Pero hay otra característica que hace del decálogo algo inédito en la historia de la humanidad y es la unión, en un mismo conjunto, de las obligaciones que nos tocan con Dios y con los hombres. En cuanta cultura antigua conocemos existen por un lado las leyes que miran a la ética, a la moral, al comportamiento de los hombres entre si y en sociedad, leyes -aunque avaladas y protegidas por los dioses, generalmente identificados con el espíritu de la polis- promulgadas por la autoridad política, civil, y por el otro, leyes cultuales, rituales, religiosas que tienen que ver con lo divino y que son legiferadas por los sacerdotes. En el decálogo, por primera vez en la historia de la humanidad, hallamos que las normas que regulan las relaciones del hombre con lo divino son seguidas homogéneamente por las que tocan lo puramente humano. Todo queda inscripto en un mismo decir de Dios al hombre. Lo moral queda subsumido en lo cultual y lo cultual se prolonga en lo moral.

La religión y la moral quedan indisolublemente unidas. No hay posibilidad de culto legítimo y adecuado en la injusticia y protervia entre los hombres. En ello insistirán los profetas: no basta cumplir los ritos. Ello lo llevará a su plenitud Jesús al resumir todos los preceptos en los dos del amor a Dios y al prójimo y equiparar el segundo al primero. Lo cual plásticamente lo refuerza en aquello de que "si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda (...) y vete primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 23).

Ya no hay posibilidad de culto sin moral: sería pura superstición, temor a lo sagrado, miedo a los tabúes, chantaje a los dioses; ya no puede existir una moral puramente humana, ética horizontal, sola filantropía. El hombre demuestra el amor a lo divino en el amor y respeto por lo humano. Y mi relación con Dios, mi mística, mis oraciones y mi culto, han de ser vividos en los senderos de mi caminar con el prójimo.

Los mandamientos ya no son la receta del médico, ni las instrucciones del fabricante, ni el ordenamiento del tránsito, ni el código de edificación urbano, ni el reglamento del club, son decálogo, diez palabras de amor que Dios pronuncia a mis oídos, requiriéndome, requebrándome. Mis acciones ya no son solo eficaces para la convivencia, valiosas por si mismas, obras lúcidas de la prudencia, actos de virtud, sino respuesta de amor al decir amante de Dios.

Mi culto no se detiene en el ámbito del templo, de mi rosario cotidiano, de mi venida a Misa, de mis oraciones al acostarme y levantarme, sino que se prolonga en mis deberes de justicia, en el trabajo, en mi trato con los demás, en mis estudios, en mis responsabilidades, en mis tareas bien hechas, en mi profesión idóneamente ejercida...

En cuarenta y seis años los judíos poniendo en ello fuerzas y bienes que no tenían, exigidos por la megalomanía de Herodes el Grande, habían construido, sobre las ruinas del viejo templo de Salomón, el edificio de mayores proporciones existente en el país, uno de los templos más grandiosos del imperio romano, del cual finalmente habían llegado a estar orgullosos y que se había transformado en el centro de la vida religiosa, comercial y política de Israel. Se llamaba templo a todo el conjunto de construcciones, empezando por una enorme explanada horizontal levantada sobre la pendiente de la loma y, hacia el centro, lo que sería propiamente el santuario, rodeado de los amurallados atrios de la mujeres, de los israelitas y de los sacerdotes. Es sabido que a esos atrios solo se ingresaba para orar y ofrecer sacrificios. Las actividades de comerciantes, cambistas y vendedores en general se desarrollaba en la explanada. En realidad se trataba de actividades necesarias, ya que en algún lado debían conseguir los fieles las víctimas para los sacrificios y la antigua moneda judía en la cual era obligatorio pagar los impuestos del templo. Pero la acción de Jesús de derribar las mesas de estos funcionarios, más que una acción subversiva contra la simonía, la usura o la codicia de los que con estas actividades mercaban, era un gesto simbólico en el que miraba a superar el culto exterior del templo con la interiorización definitiva de éste en la propia entrega de su vida. Por eso, en una secuencia de tres pasos que nuestra traducción no respeta, el evangelista va como haciendo adentrar a Jesús en la geografía de ese recinto del cual habla. Primero se habla del templo en general - to ierón -: la gran explanada, el mundo no solamente de los comerciantes sino de los políticos, de las noticias, de las discusiones. Todo ese universo de poder, de dinero y bancos, de charlatanería, de prestigio, de influencias, de apariciones públicas, de discursos y declaraciones que constituyen el aderezo obligado, la parte exterior y quizá necesaria, lo que suele aparecer en los diarios, en la televisión, de la Iglesia y sus eclesiásticos. Cuando a Jesús empero le preguntan porqué obra así, responde ya no refiriéndose a ese recinto - to ierón - sino a lo que llama 'Casa de mi Padre, la casa de Israel', y con la imaginación entramos entonces en la segunda porción del templo, la construcción central rodeada de muros y donde solo pueden entrar los israelitas: el lugar del culto y la oración. Nuestras iglesias y ceremonias, nuestros ritos sagrados, nuestros cantos y plegarias, nuestras reuniones parroquiales... Para tantos hombres de Iglesia, para tantos cristianos, el rito para cumplir, para quedar bien, para sentirme bien, para que Dios me proteja, para que me obtenga en mi oración, en mi limosna, en mi ir caminando a Luján, aquello que pido para mi bien material o mi tranquilidad espiritual o de mi familia, o simplemente ir a la iglesia, a la parroquia, para estar con otros, terapia de mi soledad, club de barrio... "Do ut des". Doy para que me des. Yo te rezo, vos me protegés y me ayudás. " No hagáis de la casa de mi Padre casa de comercio ".

Esto ya resulta duro para los que escuchan a Jesús. "¿ Qué signo nos das para obrar así ?" Y Jesús responde: " Destruid este templo y en tres días lo volveré a levantar ". Pero aquí la traducción es mendaz, porque el término griego que ahora traduce templo ya no es ierón sino ' naós', 'santuario', la parte más recóndita, prohibida e íntima de todo ese espacio sagrado: el 'santo de los santos', símbolo de la presencia de Dios y donde no podía entrar sino una vez al año el sumo sacerdote y que ahora será simplemente el cuerpo, lo humano de Jesús. El será el verdadero santuario, en cuanto hecho ofrenda de si al Padre en la cruz y levantado para siempre a los tres días.

Jesús nos hace pasar de la exterioridad del templo a lo más interior y sagrado; de la superficialidad de una religión vivida en estadísticas, actos diplomáticos, negociaciones, diálogo con los políticos o con otras religiones, documentos y comentarios eruditos, pasando por una piedad puramente ritual, supersticiosa o sentimental, devoción y solidaridades puramente humanas, reuniones, al encuentro vivo con Jesús, verdadera presencia, santuario de Dios entre nosotros.

En su persona entregada al Padre y a nosotros, síntesis viviente del último sentido del decálogo, amor a Dios y a los demás plasmado en cruz, da también último sentido al templo de Jerusalén y aún a nuestro propios templos: lugar de encuentro con Cristo para que, en comunión con la ofrenda de su cuerpo, también nosotros nos hagamos hostias vivas e integremos nuestras plegarias de oblación y nuestros ritos de ofrenda y comunión en vida al servicio de los demás. Amor a Dios transportado a amor al prójimo; amor a los nuestros iluminado por el amor a Dios.

Cuaresma tiempo de purificación, tiempo de látigo de cuerdas para quitar de nosotros todo lo que en nuestro querer a Dios subsista de velado comercio y egoísmo y de nuestro amor a los demás todo lo que, puramente humano o aún desviado, no sea compatible, no sepa vivificarse con el amor a Dios.

Que a las diez palabras de amor que nos dice el Padre respondamos haciendo de toda nuestra vida en Cristo un templo luminoso y bello levantado a El.

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