2001. Ciclo C
3º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 1-9
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El les respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.» Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás"».
SERMÓN
(GEP 18-03-01)
De la crueldad de Pilato hay abundantes testimonios en los historiadores de la época. Es sabido que finalmente, después de una matanza de samaritanos, fue depuesto por el legado de Siria, Vitelio , y exiliado a Vienne por el emperador.
De estas muertes que nos narra hoy el evangelio no hay noticias en otras fuentes históricas - Filón , Flavio Josefo o Tácito , que se refieren en sus obras a Pilato-, pero condicen con los rasgos generales del gobernador. El ambiente levantisco de la época, el nacionalismo judío exacerbado por la ocupación romana, las protestas, hacían que con frecuencia la represión debiera ejercerse severamente para mantener la disciplina. Era corriente que, justamente, el templo de Jerusalén -el gran edificio representante de la identidad judía-, fuera lugar propicio de revueltas y protestas. No es extraño que los soldados de Pilato hubieran realizado en los días de Jesús un escarmiento a un grupo de galileos que, en llegando a Jerusalén, habrían tenido un ataque de nacionalismo extemporáneo.
Pero de ello Jesús -siendo también él galileo-, no saca ninguna consecuencia política, ni se dedica a azuzar el resentimiento de los judíos y galileos que lo escuchan. No se pone a señalar culpables y perderse en los cauces de la politiquería barata. Es sabido que Jesús era un judío de ley, de prosapia davídica, profundamente patriota y, sin embargo, frente al drama único de la muerte, deja de lado cualquier punto de vista pedestre, declina toda manipulación utilitaria del trágico incidente y alza su mirada a los destinos trascendentes del hombre. No se queda en la tragedia de un mero fin o deceso, o en el resentimiento que alimenta deseos de venganza o pide explicaciones, como el de los parientes de los galileos reprimidos por Pilato o los de los muertos en el absurdo accidente del derrumbe de la torre: busca causas y motivos más profundos y apela al llamado de eternidad que Dios nos hace mediante el vivir en este mundo aquende el morir.
Jesús, más allá de las causalidades inmediatas de esos hechos donde se ve implicada la maldad o las inquinas o soberbias raciales o ambiciones de dominio de los hombres o la imprevisión de arquitectos y constructores o la insolvencia de los dirigentes, levanta sus ojos hacia Aquel, omnipotente, El que Es, sin cuya voluntad ni un solo pelo se cae de nuestra cabeza y que mueve todos los hilos de la historia y logra sus fines aún a través de las impiedades y los errores humanos.
Frente a la opinión supersticiosa de sus oyentes que entendían que las desgracias en esta tierra, incluida la muerte imprevista, eran una especie de castigo divino o señal de presuntos pecados de los afectados o de sus familias, Jesús se muestra irónico con sus oyentes y lo niega terminantemente.
Pero, tan pronto lo hace, toma la ocasión para hablarnos de la imprevisibilidad y, al mismo tiempo, la seguridad del momento de la muerte en la cual tan poco pensamos como destino ineluctable de nuestras vidas. Ni siquiera la vejez o las enfermedades terminales nos hacen reflexionar demasiado sobre ella. Nuestro instinto de supervivencia es tan intenso y nuestra huída anestésica al pensamiento de que ella está siempre acechando tan recia que pocos, ni el condenado a muerte, ya en el Puente de los Suspiros, suele tomar conciencia cabal de que su vida termina.
Pero es verdad que si la muerte de los ancianos biológicamente previsible, por algún biograma psicológico hereditario que todos tenemos, es aceptada sin demasiados pensamientos religiosos ni filosóficos, la muerte imprevista, accidental, el deceso de los niños y los jóvenes, siempre suscita en los que quedan una oscura rebeldía, una incógnita, interrogantes enojados en los cuales, más allá de nuestros reproches a Dios o a los causantes, nos obliga a reflexionar.
Eso es lo que aprovecha hoy Jesús en el evangelio -ante esas noticias impactantes de la muerte injusta de los galileos y la de los aplastados por la torre-, para pasar inmediatamente a insistir sobre el sentido último de nuestro temporario estar en este mundo, mediante la expresiva parábola de la higuera.
En los retiros espirituales que algunas veces he predicado a muchachos que están por ordenarse de sacerdotes siempre les digo: "no dejen de ir a un velorio cuando los llamen, aún cuando el difunto haya muerto infiel o sin sacramentos, y hablen, nunca dejen de decir alguna palabra". No tanto por el difunto, cuya suerte ya está jugada, ni por los deudos sumidos en el dolor que apenas escuchan nada, pero para los demás presentes. En este mundo en que las respuestas últimas difícilmente sean buscadas y todos andan preocupados por los problemas económicos, políticos, sociales, laborales, o distraídos por el mundo del deporte o del espectáculo y en donde es tan difícil introducir la palabra de Dios, hay que aprovechar esos instantes críticos en donde ya no tiene ninguna respuesta ni el político, ni el médico, ni el economista, ni ningún charlatán y solo tiene palabras luminosas la Iglesia de Jesús. Porque el mensaje de Cristo no viene a responder a preguntas tontas, ni a dar solución a problemas meramente mundanales, ni técnicos, ni científicos, ni psicológicos, ni te enseña a arreglar el aparato de televisión ni a manejar una computadora ni a conseguir trabajo, el mensaje de Cristo viene simple y sencillamente a responderte sobre el porqué y para qué de tu vida, lo que le da sentido, profundidad y trascendencia, y cómo encaminar tu existencia hacia donde Dios te llama, a la vez que te da las fuerzas y las gracias para hacerlo. No se si resolverá tus problema laborales, ni de salud, ni de relaciones con los tuyos, ni del país, pero ciertamente, a través de todos los avatares y circunstancias de tu vida, dura o llana, exitosa o difícil, en alegrías y penas, en un campo de concentración o en un piso que mira al río en Libertador, Dios te llama a hacerte santo y te dice que lo único, -¿entendés?-, lo único que importa en este mundo es hacernos santos, abrazarnos enteros al querer amoroso de Dios, para que Él nos acune un día para siempre en la gozosa eternidad.
Así has de vivir el tiempo de esta vida; para eso estás plantado en tu porción de tiempo y de espacio en este mundo: para que crezcas, para que te arraigues en el humus de Cristo, extiendas tus ramas y des fruto, ¡des fruto!: fruto de varón o de mujer cristianos, fruto de redimido por Cristo, fruto de santo.
Y Él te espera, Él sabe bien la carga de inercias y de egoísmos que llevamos y lo difícil que nos resulta crecer en serio, rectificarnos, cambiar, convertirnos... Nos tiene paciencia... Sabe que no somos una computadora, una máquina que arreglamos ajustando un tornillo, un espíritu que pueda decidir en un instante intemporal si acepta o no su oferta de amor... Somos hombres, cada cual con su historia. Por eso te da tiempo. El tiempo que necesites para encontrarlo y amarlo o, al contrario, el que precises para que lúcida, voluntaria, libremente, a pesar de su acoso, de su paciencia, de su tratar de conmover tu corazón, te encierres definitivamente en ti y prefieras la muerte a la vida, lo humano a lo divino, la tierra al cielo...
A todos les da el tiempo suficiente, a los santos inocentes, a los niños mártires, a los soldados jóvenes de Cristo caídos en batalla, a los que llama imprevistamente, a los que chocan en la ruta o se estrellan en el Concord, a los que deja madurar en santa ancianidad... Su providencia paterna sabe cual es el óptimo tiempo que sabremos aprovechar o desaprovechar de vida, en actitud definitiva, frente a su oferta de eterno amor.
Hoy recordamos la fecha de la explosión que destruyera, junto con el edificio de la embajada israelí, nuestro templo, casa parroquial y pensionado de ancianas, segando vidas de todas las edades, entre ellas la de nuestro querido Padre Juan Carlos Brumana y el joven médico de nuestra cristiana comunidad Alexis Quarim, junto con tantos otros cristianos y no cristianos.
No venimos -por lo menos en esta Misa- a reclamar justicia, ni a reavivar rencores, ni a buscar culpables, ni a alimentar pensamientos de vendetta, venimos a rezar por los nuestros y a los nuestros, a los que sabemos que Dios ha llamado en el momento oportuno y han sido recibidos fraternos, filiales, por Jesús y por María. Venimos, también, a rezar por nosotros, que aún ocupamos nuestro lugar prestado en este mundo. Que Dios nos tenga paciencia, que nos de tiempo, para convertirnos, para crecer, para hacernos santos; y fuerzas y bríos para que no nos demoremos:
"Señor déjanos todavía este año, esta cuaresma, removeremos nuestra tierra, la abonaremos con abono de arrepentimiento, de oración, de buenas obras, de sacramentos... Te prometemos, esta vez en serio, dar frutos... Si no, nos cortarás".