1971 Ciclo C
3º domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 1-9
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El les respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.» Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás"».
SERMÓN
No hace mucho tuve la oportunidad de encontrarme con una persona que, aquejada de múltiples desgracias en la familia, en los negocios y en la salud, se había alejado de la práctica religiosa; se había enojado con Dios.
¡Cuántas veces frente a hechos terribles no hemos escuchado la exclamación: ‘¿Cómo es posible que Dios permita estas cosas?'!
Aunque ‘naturales', este tipo de actitudes nace de un conocimiento inexacto de lo que es el cristianismo, y de lo que éste significa para nuestra propia vida.
Muchos católicos de hoy, -muchos, incluso, de los que estamos aquí llenando este templo-, viven su condición de católicos como si ciertas verdades de nuestro Credo no existieran. No que las nieguen explícitamente; pero, en la práctica, proceden como si fueran ideas, lejanas y sin fuerza. Una de estas verdades, de las cuáles hoy poco se habla y que, sin embargo, es fundamental para vivir plenamente el Evangelio, es la de la Vida eterna. La realidad de una existencia más allá del tiempo y el espacio de ésta, nuestra efímera vida terrena.
Porque es para esa vida definitiva que Dios nos ha creado. Para construir ese nuestro destino permanente y acabado Dios nos ha dado la libertad en estos breves años que pasamos por el mundo de la historia humana –a la manera de Moisés por el desierto camino a la Tierra Prometida-.
Mientras estemos aquí en la tierra aún no somos verdaderamente hombres; somos ‘proyecto de hombre'. Lo seremos plenamente recién en el Cielo. Estos setenta, ochenta años que el Señor nos concede en este mundo, no son sino la oportunidad que Él nos da para merecer aquello que es la verdadera y definitiva vida.
Todos aceptan con naturalidad lo esfuerzos y sacrificios que hay que hacer para recibirse y tener un título profesional, ser un buen futbolista, comprarse un auto o una heladera; pero muchos parecen rebelarse cuando dichos sacrificios o esfuerzos les son requeridos para alcanzar el único premio que vale la pena y que es el de la eterna felicidad.
San Pablo decía los primeros cristinas, perseguidos por los judíos, “¿ Qué son estos breves sufrimientos comparados con el premio que les espera? ” Y, sin embargo, pareciera que hoy los cristianos no estamos dispuestos a hacer el mínimo esfuerzo para conseguir aquello que debiera ser la finalidad última de todas nuestras preocupaciones.
¡Cuántos hay capaces de madrugar para ir a un ‘picnic' o a un partido de fútbol, y no lo son para ir de vez en cuando a misa o cumplir el precepto dominical! Se tiene tiempo para perder frente a la televisión o en el café, pero no se dispone ni de un minuto para rezar . Se es capaz de discutir a gritos de política o pavadas, pero se es tímido cuando se trata de defender a Dios o a la Iglesia, o de proclamar virilmente la fe. Yo quisiera encontrar tantos hombres y mujeres dispuestos varonilmente a luchar contra sus propios egoísmos y practicar las penitencias cuaresmales, como hay señoras y señoritas dispuestas a ayunos y sacrificios por mantener la línea.
¡Y no digamos nada si comparamos la paciencia de los mártires - antiguos y modernos-– o el valor de los cruzados y de las órdenes militares, o las penitencia de los cristianos de antaño, con nuestros pobres sacrificios de cristianos modernos y bonaerenses!
Vean Uds. cómo la Iglesia, frente a esta situación del hombre moderno, incapaz de hacer esfuerzos en las cosas de Dios, ha ido mitigando progresivamente todas aquellas exigencias no absolutamente necesarias, para conformarse a nuestro anémico cristianismo: ha reducido el ayuno eucarístico, ha aligerado el ayuno y abstinencia cuaresmales, ha ampliado la posibilidad de cumplir el precepto dominical al sábado por la tarde...
Y -¿por qué no decirlo?- cuántas veces el sacerdote (que, por otra parte, no siempre da el buen ejemplo necesario) debe, en el confesionario y en la predicación, cerrar los ojos y callarse frente a ciertas cosas, por miedo a que, de exigirlas, alejen a los penitentes o fieles de la Iglesia.
No obstante, de vez en cuando tenemos que decirlo. Señores, el cristianismo no es fácil, la Iglesia no es un cómodo club dominical donde nos reunimos todos de vez en cuando, para quedar más o menos tranquilos con nuestra conciencia. Ser verdaderamente católico es difícil, duro: exige hombría, constancia, virilidad... Y, hoy más que nunca, en esta civilización del bienestar y la abundancia, que nos ofrece tantas ocasiones de olvido de Dios y halago de nosotros mismos; civilización en la que, muchas veces, al que quiere ser cristiano en serio se lo mira como a zonzo.
Jesús nos ha venido, sí, a traer la Buena noticia de la Salvación y de la verdadera alegría. Pero, no debemos olvidar nunca que la Resurrección sólo germina en los campos abonados por la Cruz. En este peregrinar por el desierto, hacia la tierra prometida tendremos, sí, el agua fresca de la Roca de la cual habla San Pablo, que es Cristo; y tendremos también, a veces, consuelos materiales y la alegría de la compañía de las personas que queremos ; pero, nuestra mirada, por ello, no debe posarse en el medio de la vía, sino en la estación definitiva a la cual nos encaminamos.
Para acordarnos de ello, también nos sirven las desgracias, los momentos en los que las cosas no van como quisiéramos, los sacrificios voluntarios. Porque, en último término, no es la felicidad en este mundo lo que importa, sino la Felicidad eterna .
Por ello, como la higuera estéril del Evangelio de hoy, si no damos fruto, debemos ser podados. Y, en la poda de la penitencia, voluntaria o involuntaria, adquirir fuerzas para fructificar, para germinar definitivamente en la eterna alegría.
Que esta Cuaresma nos sirva para ello.