1976 Ciclo B
3º domingo de Cuaresma
21-III-76
Lectura del santo Evangelio según san Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.
SERMÓN
A pesar de que ya nos vamos acostumbrando ¿quién no exuda su correspondiente cuota de horror ante los cotidianos secuestros, matanzas, atentados y desapariciones que engalanan las noticias de nuestros diarios? ¿Quién no ha de preocuparse frente a la escalada del terror y de la violencia que parece extenderse como una oleada salvaje por todo el mundo? Y ¿quién entonces no escuchará aliviado y solidario cuando, desde las altas cátedras de la política o la religión, se hacen llamados a la paz, a la no-violencia, al diálogo, a la comprensión, a la mansedumbre evangélica? Mahatma Gandhi, Luther King, obispos comprometidos, políticos con voz de Berta Singerman ¿no despiertan, acaso, inmediatamente nuestra simpatía cuando hablan y lloran por la paz, la unión, la concordia, el desarme? Sí ¿quién no desea la paz, la tranquilidad, la seguridad, para él y para sus hijos? “El amor, no la guerra” decían los hippies, tirando flores a la boca de los cañones de los soldados.
¡Magnífica expresión, por cierto, de deseo! Pero, no sé quién decía por ahí que “la realidad es la única verdad” Y la realidad es que mientras, desde principios de siglo, ideologías desencarnadas y utopistas clamaron a diestra y siniestra contra la guerra, contra las armas, contra los militares, nunca ha debido la humanidad soportar guerras y revoluciones más funestas y crueles como las que han ensangrentado el mundo en los últimos decenios.
Más da que pensar cuando los mismos que desgarran histéricos sus vestiduras ante cualquier tipo de violencia de un lado, silencian sus chillidos, ocultan o aplauden y hacen la apología de la violencia, del otro.
Por eso nosotros, cristianos, hemos de detenernos un instante para reflexionar –y más en estos momentos‑ sobre la validez de un pacifismo a ultranza o de un repudio absoluto de la violencia.
Y hemos de decir que la violencia, la fuerza como tal, es un hecho puramente físico y, como tal, bueno o indiferente, pasible, como todas las cosas de ser bien o mal usado. La misma fuerza que crea energía provechosa dentro de una pila atómica es capaz de desatarse sanguinaria y vesánica en una bomba nuclear. Una misma paliza conveniente y justamente aplicada a un hijo cuando lo merece, se convierte en pura expresión de ira y creadora de traumas cuando se hace intempestiva e injustamente.
Es decir: no es la violencia, la fuerza como tal, lo malo, sino el modo y fin según se aplique. ¿Qué pacifista o pseudosanto permanecerá impasible si tratan de herir, robar o violar a su madre o a su hermana? ¿No le calificaríamos duramente si así lo hiciera? Y esa violencia defensiva ¿no sería justa, plausible, obligatoria?
Indudable que si el mal no existiera, si los hombres todos fueran justos y buenos, la violencia contra los demás, amén de innecesaria sería ciertamente perversa, execrable. Pero cualquier hombre realista se dará cuenta de que las cosas no son así: basta mirarse a uno mismo –aún sin creer en el pecado original‑ para constatar las oscuras fuerzas del egoísmo, la mentira, la envidia, la agresividad, la ambición que se mueven dentro del ser humano. ¿Y quién no tiene la experiencia de que para comportarse como corresponde ha de hacerse tantas veces violencia a sí mismo y sus tendencias? ¿y que el temor a los justos castigos legales no lo aparta tantas veces de hacer el mal?
No. El mal existe: el pecado original, nuestros propios pecados, fuerzas demoníacas, hacen que tanto la historia individual como la de los pueblos se desenvuelvan siempre en la oscilante dialéctica de la lucha entre el bien y el mal. Desconocer la realidad del mal, de Satanás, de hombres e ideologías perversas y caer en utopías irreales –como la del hombre ‘naturalmente bueno’ de Pelagio o de Rousseau- es lo que lleva a tantos a condenar indiscriminadamente el uso de la violencia.
Desde el comienzo de su historia el hombre ha debido enfrentarse con el mal y, las sociedades, contra individuos ambiciosos, desenfrenados, perversos que, por medio de ilícita violencia pretendían y pretenden herir la paz, la justa y honesta convivencia. De allí que, en legítima defensa, hombres y sociedades debieron oponerles virtuosa violencia. Por algo la fuerza o fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales.
Es claro que la violencia de por si lleva una inclinación de prepotencia no fácilmente domeñable, amén de que el uso de ella siempre, de una u otra manera, excita la ambición de poder. Por eso los pueblos civilizados –salvo en casos de peligro extremo e inmediato‑ vedaron su uso a los particulares y crearon cuerpos especializados para ejercerla con moderación. Así nacieron la policía y los ejércitos. Grupos de hombres seleccionados y educados para transformar a la violencia en instrumento de orden y de paz.
Por ello el distintivo del soldado, en la concepción católica y occidental, no es su mayor o menor habilidad en el uso de la fuerza y de las armas –porque así no se diferenciaría de un hábil deportista, de un Monzón, de un gánster, mercenario, o matón cualquiera‑ sino su educación en los principios que ha de defender, en el orden legítimo que ha de tutelar y en la disciplina exterior e interior que ha de poseer para utilizar con justicia el monopolio de la fuerza que se le ha entregado.
Lo que hace a un verdadero soldado y caballero no es su mayor o menor maestría bélica –que pudiera vender a cualquier grupo, a cualquier clase, a cualquier ideología‑ si no ese conjunto austero de sumisión a la ley divina, honor y autodominio que es lo único que transforma el ejercicio de la violencia en algo digno, honorable y santo. Por eso la Iglesia no duda en bendecir las insignias bélicas y armas de los ejércitos cristianos. Por eso son santos Juana de Arco y San Luis Rey. Por eso cantó solemne Te Deum cuando en Jerusalén plantó su estandarte cruzado Godofredo de Bouillon; y repicaron a vuelo las campanas en todo el mundo después de Lepanto. Por eso los obispos ceñían las espadas a la cintura de los caballeros. Por eso se declaró cruzada a la reconquista de España en poder de los moros y, recientemente, del comunismo.
Porque ¿en nombre de qué absurdo pacifismo vamos a dejar a la justica inerme y a los honestos indefensos frente a la violencia de los malos, de los ambiciosos, de los criminales? ¿No son acaso lo irrisorio de nuestras leyes y la lenidad de nuestros tribunales los mayores cómplices de la criminalidad en constante aumento? Con penas severas –y en ciertos casos hasta con la pena de muerte‑ ha de defenderse la sociedad cuando es injustamente agredida. Si no queremos, como está sucediendo, que la necesidad de los hechos lleve a grupos particulares y fuera de normas a armarse, o que las penas se transformen en vendettas terribles ejercidas fuera de todo control y mensura.
Son los mismos que lloran por las condenas públicas de los delincuentes los que provocan que castigos y muertes terribles sean aplicados clandestinamente por patrullas nocturnas o escuadrones de la muerte, o ejecutores, uniformados o no, sin la tutela del juez.
Pero, más aún: si en situaciones normales la fuerza ha de aplicarse a la vez severa y temperadamente, porque siempre habrá delincuentes y todos sabemos el mal que se esconde en nuestras almas y la necesidad que tenemos de coerción y disciplina, de multas y vigilantes ¡cuánto más será necesaria en estado de guerra, cuando una nación es atacada y toda negociación ha fracasado!
Y el mundo hoy, aunque no siempre en el fragor de la batalla, está en guerra. No porque haya dos bandos que quieren dirimir sus diferencias a cañonazos, sino porque hay uno insidioso, perverso, implacable, que, erosionando por todos los medios lícitos e ilícitos los restos de la civilización cristiana –y toda otra civilización‑ pretende extender su tiránico dominio a todo el mundo.
Es el marxismo, última y radical herejía anticristiana, disfrazado de mil maneras, vendido en paquetes de todos los colores, engañoso en sus sonrisas y promesas, pronto en su insidia al abrazo hipócrita o a la puñalada. Es el marxismo que ha devorado media Europa y está devorando a África y que gritando la paz en el Vietnam mandaba sus armas y tropas a Ho Chi min y, pidiendo el retiro de las tropas de Occidente, desembarca las suyas en Angola, en Mozambique y, mientras denuesta al militar de carrera y de uniforme hace la apología del bandido guerrillero. Es el marxismo que se infiltra y corroe nuestros medios de comunicación y la educación de nuestros niños y muchachos. Es el marxismo que, insidiosamente, infiltra la cabeza de muchos de nuestros hombres de Iglesia y aún sus estructuras.
Hablar de paz en estas circunstancias no es clamar histérico por el pacifismo ni cantar loas a la no-violencia, sino armar, física y espiritualmente, y alentar a nuestro soldados y, si es necesario, armarnos nosotros mismos para lograr la verdadera paz, que solo se logra en la verdad y la justicia y, en este caso, no a través de la rendición, la componenda, sino a través de la victoria.
Quien, frente a la fuerza cruel, inmoral y fratricida de la subversión vacile un solo instante en el empleo de una mayor fuerza –si es posible‑ para aniquilarla ‑por supuesto fuerza en manos de la justicia y guiada por la justicia, no por la pasión‑, se hará cómplice de la futura hecatombe de nuestra civilización cristiana.
Ni Cristo mismo vaciló, lo hemos leído en el evangelio, en empuñar el látigo y emprenderla a golpes contra los mercaderes que profanaban la casa de su Padre.
También es lícito, a los profanadores de la patria, a los sucios mercaderes de la corrupción y del desorden, a los enemigos de Dios y de los hombres, a los cómplices de arriba y de abajo, a los que callan y sonríen, a los que aprueban, a los que aplauden el mal, tanto como a los que matan y roban, echarlos a latigazos del templo de la Patria.