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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1982 Ciclo B

3º domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.

SERMÓN

Una de las celebraciones más dolientes del actual calendario judío, es la del noveno día del mes de Av(1), en nuestro invierno. Es la del luctuoso recuerdo –para ellos‑ de la destrucción del templo de Jerusalén. Por tradición se dice que ese día, en el año 586 AC, fue demolido el primer templo, por los babilonios. Mismo día, seiscientos cincuenta y cinco años más tarde, en el 70 DC, en que fue nuevamente destruido por el ejército romano a las órdenes de Tito.
Desde tres semanas antes, a partir del 17 de Tamúz(2)–que es cuando se supone que los romanos abrieron la primera brecha en las fortificaciones del Templo‑ los rabinos y judíos ortodoxos hacen una especie de cuaresma lúgubre y se prohíben ir a diversiones y fiestas. Ayunan veinticuatro horas antes y leen en la sinagoga, plañideramente, el libro de las Lamentaciones.
Y este recuerdo de la destrucción del Templo es tan vivo en sus tradiciones ‑como una herida permanentemente abierta clamando venganza‑ que, aún en las ocasiones más alegres, no dejan de rememorarlo. Por ejemplo, en la ceremonia del matrimonio. Si Vds. alguna vez asisten a una, ahí en la calle Libertad y Córdoba, verán que el rito acaba cuando el novio quiebra con su taco una copa en el suelo –barata, por supuesto‑ en recuerdo precisamente de la destrucción del templo que ningún judío debe olvidar.

Y es que, si para cualquier otro pueblo los templos eran lugares privilegiados. Para los judíos el de Jerusalén lo era de una manera totalmente singular.
Me explico: todos las razas de la antigüedad tuvieron sus divinidades y, por tanto sus lugares sagrados, es decir sitios en donde esas divinidades manifestaban de modo especial su poder. Divinidades, por otra parte, que eran las que benéfica o maléficamente ejercitaban sus poderes en determinadas etnias o limitados territorios. A estas, a partir del neolítico, solían edificar ‑en la medida de sus riquezas o posibilidades‑ palacios donde pudieran vivir, muy semejantes a los de los reyes.
Empero, a ningún egipcio que viajara, como lo relata Sinuhé(3), se le hubiera ocurrido, estando en Fenicia, adorar a Amón, el dios egipcio. En Fenicia, de necesitar algo de los dioses, se hubiera dirigido inmediatamente a un templo de Baal. Y lo mismo, al revés, un fenicio o un babilonio en Egipto. Cada dios tenía su territorio propio o sus súbditos inamovibles.
Los diversos dioses se repartían –como señala el Deuteronomio- las diversas naciones de la tierra. El que unos creyeran en Marduk no implicaba que no admitieran que otros y en otros territorios pudieran creer en Baal, El o Atón. Al mismo tiempo los mejores pensadores sostenían que solo se trataban de nombres diferentes de la naturaleza, sus partes o sus poderes. En el fondo, las mismas realidades numinosas.

Allá por las épocas patriarcales, 2000 años antes de Cristo, los legendarios relatos bíblicos hacen pensar que los hebreos o sus antecesores no pensaban de modo muy distinto. La única diferencia era que, siendo nómades, no cambiaban de Dios con sus desplazamientos –en esto eran más primitivos que las comunidades sedentarias-, sino que permanecían fieles a uno solo, el dios de los padres, el dios tribal. Añadían la particularidad de que con este Dios habían hecho ‘un pacto’ y, en sus campamentos, levantaban una tienda para éste ‑ya que no palacio‑, a la cual llamaban justamente ‘tienda del pacto’ o ‘tienda de la alianza’.

Cuando, después de muchos años y a la salida de Egipto ocuparon Palestina y las ciudades de los cananeos, los judíos, siempre tan ahorrativos, lo que hicieron fue simplemente, usar los antiguos templos y santuarios de los pueblos derrotados y adorar allí al Dios de los patriarcas que ya para esas fechas había adquirido, al menos para las tribus norteñas, el nombre de Yhavé –“El que es”‑, probablemente, en su origen puramente nominal, una divinidad ampliamente adorada en Mesopotamia, en la península del Sinaí y, aún, en el norte de Fenicia –Ea en sumerio, Enki, en acadio‑.
Pero, al mismo tiempo, los judíos se fueron dando cuenta –hacia el VI-V AC‑ de otra cosa: no solamente que Yahvé era su único Dios y que no era lícito adorar a los dioses de otros pueblos, sino que los dioses de los otros pueblos eran falsos y que no existían muchos dioses distintos para cada lugar o nación, sino un solo Dios creedor de cielos y de tierra. Ellos, los judíos, tenían el privilegio de conocer y el deber de hacerlo conocer a los demás pueblos.

Justamente por eso y porque el culto a Yahvé en los antiguos santuarios cananeos podía llevar a confusión: “hay tantos ‘yahvés’ como santuarios”, ‑podían decir los judíos menos cultos‑ o: “es más poderoso el Yahvé de Betel que el Yahvé de Gabaón”, por eso, según el relato bíblico, escrito mucho después, se afirma que ya hacia el año 700 AC el rey Ezequías y, luego, Josías, hicieron cerrar todos los templos de Judea, excepto el de Jerusalén. No solo porque era el de la capital sino, supuestamente, el que había hecho edificar la figura señera de Salomón sobre el templo cananeo que allí existía antes de que la ciudad fuera conquistada por David(4).
Desde entonces, el único lugar legítimo de culto en toda Palestina, fue el Templo de Jerusalén. Destruido por los babilonios fue vuelto a edificar por Esdras y, últimamente, rehecho espléndidamente por Herodes el Grande. En la época de Jesús todavía lo estaban terminando. Ese es el que destruyeron, apenas acabado, las tropas de Tito en el año 70.

De allí pues su prestigio. Era el símbolo patente de la unión del pueblo de Israel en una misma fe. Catequesis clarísima de la unidad de Dios; centro del universo; joya la más preciada de los judíos; su privilegio exclusivo en cuyo recinto central no podía ingresar ningún pagano. El Dios único, creador de cielos y de tierra, había hecho un pacto únicamente con ellos, los hebreos.
Pero, contra esto que podía transformarse en ocasión de orgullo ya habían tronado los profetas. Esa tienda que protegía las tablas de piedra de la ley, será un día destruida y reavivada, habitada por corazones de carne, no de piedra. Jeremías, con gran escándalo de los jerosolimitanos, anunciaba la demolición de Jerusalén y su templo y la deportación de los judíos a Babilonia. Ezequiel abomina contra el falso culto que en su ámbito se practicaba y preanuncia el abandono de la gloria del Señor de su profanado templo (9-10) afirmando que más valía el culto de la humildad y contrición del corazón que los suntuosos e hipócritas sacrificios rituales en su altar. Malaquías anuncia un templo futuro limpio de impiedad.


Giotto - Scrovegni

Destruid este templo”, ‑ya dice el Señor ambivalentemente, sustituyendo su propio cuerpo de carne al de piedra levantado por Herodes‑ “y en tres días lo reedificaré.”
Cristo es el nuevo templo, donde se manifiesta la presencia y la voluntad de Dios y que nada podrá destruir, ni siquiera la muerte, vencida por la Resurrección.
El es la nueva tienda de la alianza, con sus codicilos inscriptos en carne y en Espíritu.
Y, como miembros de Cristo, son los cristianos ya no los edificios de las llamadas iglesias los templos verdaderos. Ellos, los mismos cristianos inhabitados por el espíritu Santo.
De allí que nuestras Iglesias, estrictamente, no son templos a la manera pagana, palacios de Dios, más bien son –más allá de la Eucaristía conservada en sus sagrarios‑ palacios donde se reúnen los cristianos.

Por ello, también nosotros, periódicamente tenemos que purificarnos y sacar de dentro de nosotros todo lo profano, en la penitencia, con Cristo látigo en mano.
Destruir el antiguo templo de nuestras idolatrías, de nuestro egoísmo, de nuestros pecados, para resucitar como hombres nuevos, como templos del Espíritu, como tiendas de la verdadera Alianza, en la Pascua del Señor.


1- Av (30 días) (אב) - julio o agosto

2- Tamuz (29 días) (תמוז) - junio o julio

3- La Historia de Sinuhé es un cuento egipcio que se conoce por dos de los papiros de Berlín, el 10499 (B), que contiene algunos fragmentos de la historia, y el 3022 (R), más completo, descubierto por el egiptólogo Chabás en 1863. También se han encontrado partes del texto en otros papiros y en algunos ostraca. La acción sucede hacia los años 1950 AC.

4- Del templo de Salomón y del supuesto precedente jebuseo no existe hasta hoy el menor rastro arquelógico.

 

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