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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1990 Ciclo A

3º domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 4, 5-42
Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: "Dame de beber". Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: "¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?". Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva". "Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?". Jesús le respondió: "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna". "Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla". Jesús le respondió: "Ve, llama a tu marido y vuelve aquí". La mujer respondió: "No tengo marido". Jesús continuó: "Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad". La mujer le dijo: "Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar". Jesús le respondió: "Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad". La mujer le dijo: "Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo". Jesús le respondió: "Soy yo, el que habla contigo". En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: "¿Qué quieres de ella?" o "¿Por qué hablas con ella?". La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: "Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?". Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro. Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: "Come, Maestro". Pero él les dijo: "Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen". Los discípulos se preguntaban entre sí: "¿Alguien le habrá traído de comer?". Jesús les respondió: "Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: 'no siembra y otro cosecha. Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos". Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que hice". Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: "Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo".

SERMÓN

Baño ritual en sinagoga

Quizá no muchos sepan que, entre los judíos practicantes, uno de los ritos más frecuentes es la inmersión. Todas las purificaciones prescriptas por las tradiciones talmúdicas deben hacerse sumergiéndose en agua. Desde la que ha de hacer quien se convierta al judaísmo -amén de la circuncisión los varones-, pasando por la que se prescribe a las mujeres después de sus períodos, la de Yom Kippur, la de los más piadosos -que lo hacen frecuentemente-, hasta la inmersión de los platos y utensilios nuevos que han de usar las familias en sus mesas.

Mikvah herodiano

Para ello, en todas las sinagogas más o menos importantes -y aún en casas particulares-, se construyen una especie de piletones, de acuerdo a minuciosas prescripciones y medidas rabínicas, que garantizan que no se trata de cualquier clase de agua y que presentan un complicado simbolismo. " Mikvah " se llaman -en singular- estos piletones, -“ mikvoth " en plural- literalmente, "depósitos".

Mikvah de Qumram

La palabra mikvah está asociada por la Cábala, interpretando al Talmud, al concepto de ‘renacer', ‘ser', y, también, al concepto de ‘útero', ‘matriz', y su significación fundamental consiste en establecer un vínculo místico entre el paraíso original y el pueblo judío. Para ello recuerdan la descripción del Edén, en Génesis 3, donde se menciona al río que lo regaba y que, de allí, se derramaba en cuatro brazos por todo el mundo. El agua de ese río tendría, además, que ver, según ellos, con el agua primordial de la cual se habla en el relato de la creación; la que existe antes que nada, gran matriz del universo, madre de todo lo existente y sobre la cual se cernía, fecundante, el espíritu de Dios.

Mikvah moderno

El hombre –dicen- conserva la nostalgia de ese estado perfecto, paradisíaco, perdido por el pecado. Pero esa nostalgia tiene alguna posibilidad de realizarse, por cuanto aún existe una posibilidad de retorno, una conexión entre mundo actual y Edén, que es justamente el agua primigenia, el agua que surge del Edén y que recogen los judíos en la ' mikvah '. Que, por eso, también, en hebreo, es homófona de la palabra esperanza.

Los cuatro ríos del Edén bajando hacia Adán y Eva

En el templo, el judío reconstruye un trozo del Edén, allí están las aguas purificatorias y vivificantes del Paraíso, la mikvah , allí recibe también el espíritu fecundante de la palabra de Dios, la Ley, la Torah. Y el judío, elegido entre todos los pueblos de la tierra -porque según la tradición Dios vio que era el único capaz de cumplir la Ley, la Torah- desde allí está destinado a reconstruir, para toda la humanidad, el paraíso. Esto lo han entendido y lo entienden de muy diversas maneras que no vamos ahora a exponer.

Sea como fuere, todo el mencionado simbolismo, como Vds. Ven, es semejante al que nosotros referimos a nuestro bautismo. Pero hay diferencias fundamentales. Porque, para el Talmud, el estado edénico seria algo ‘natural' al hombre: la perfección seria recuperar algo que se perdió. El hombre es edénico, divino, por naturaleza. El actual es un estado de decadencia que no corresponde a la naturaleza humana. Peor aún: ese estado puede recuperarse con las propias fuerzas naturales, en un baño puramente simbólico en agua natural, primigenia, terrena y sencillamente, cumpliendo la ley, los mandamientos, la Torah, la ética. Todo al alcance del ser humano, de sus posibilidades naturales.

Mikvah de una sinagoga de Orlando

Algo de esto hay en el trasfondo de la conversación que entabla hoy Jesús con la mujer samaritana.

No se trata simplemente de una polémica contra la visión puramente alimenticia del agua. Esa agua que en la primera lectura los judíos ansían más que a la propia libertad, y los hace recordar, no ya el paraíso, sino a Egipto, donde, aunque esclavos, bebían sin problema el agua abundante del Nilo.

Este es un nivel de interpretación sobre el cual ciertamente debemos predicar: el cristiano de hoy añorando -porque el seguir a Cristo resulta exigente y hasta heroico- la facilidad y los placeres del pecado, de lo que hace ‘la mayoría' de la gente, del ‘mundo'. Es un nivel de interpretación importante, pero no es aquel al cual apunta Jesús.

Y la mujer samaritana lo entiende, porque aparentemente con brusquedad salta del tema del agua al tema del templo. Allí ya ha comprendido que Jesús no se refiere al agua de Moisés o de Jacob, sino al agua de la Mikvah y al poder o no del Templo y de la Ley y la Torah para hacer retornar a los judíos al Paraíso.

Pero Jesús le dice que no se gaste en discutir mediante qué templo puede realizarse el retorno al Edén. Porque no se trata de ningún retorno a ninguna parte a donde el hombre pudiera llegar por sus propias fuerzas, ni aún guiado por un Mesías político enviado por el mismo Dios. No se trata de discutir sobre una doctrina o una ideología o un régimen partidario o sobre este o aquel candidato o líder. Es bueno hacer patente el significado profundo de las palabras de Cristo en estas épocas en las cuales aún los hombres de Iglesia no parecen saber hablar sino de economía, de política, cuanto mucho de ética. Poco o nunca de las realidades sobrenaturales.

Así, pues, el Edén, el Paraíso, no está, estrictamente, en el pasado, no es nada que el hombre haya perdido de hecho y que le corresponda por naturaleza y a donde pudiera volver mediante la Torah, la Ley o cualquier clase de ética o de ciencia o de técnica o de caudillo; sino algo que hay que alcanzar pujando hacia adelante, no hacia atrás , en el ‘advenimiento', el ‘adviento', no en la nostalgia, y mediante el agua bautismal cristiana, la gracia que trae Cristo, el salvador del mundo, como finalmente lo confiesan los samaritanos. No el agua que surge de ningún paraíso natural y se junte en ninguna mikvah de este mundo.

Porque “‘la hora' se acerca -dice Jesús; y ya sabemos que “la hora”, para el evangelio de San Juan, es la de la glorificación- en que se adorará al Padre en Espíritu y en Verdad ”. Y este espíritu y verdad no hay que entenderlo como si Cristo estuviera contraponiendo un culto meramente externo, y a lo mejor hipócrita, a uno puramente interior y sincero -nada que ver-; sino a uno contrapuesto a lo puramente humano que, desde la Vida de Dios comunicada al hombre -a eso se refiere en Juan lo de Espíritu y Verdad- éste pueda, precisamente, relacionarse con Dios como con un verdadero Padre, ya que, en Jesús, nos engendra a la Vida sobrenatural.

La vida sobrenatural no está en un pasado humano que pudiera recuperarse, en un proyecto a realizarse mediante la actividad del hombre, o los mesías terrenos, o la fertilidad de la naturaleza, o el cerebro humano, sino que nos es ofrecida en Cristo, el enviado del Padre, el Salvador del mundo, la verdadera agua, el alimento que el hombre no conoce.

Otra vez la cuaresma, como en los dos domingos anteriores con los evangelios respectivos de la tentación de Jesús y de la transfiguración, nos quiere hacer elevar la vista más allá de cualquier esperanza puramente humana que pudiera sustentar falsamente nuestra fe cristiana, y encaminar nuestra existencia hacia sus verdaderos objetivos.

Puede ser que el cristianismo sea una ayuda que nos permita conseguir más fácilmente –o, por lo menos, con más fuerzas- el agua y el pan necesarios para esta vida. Puede también que el cristianismo nos ayude a portarnos mejor, a cumplir la ley, a construir una sociedad más humana, a respetar más a la creación y a las creaturas, a crecer en inteligencia, a iluminar la realidad y rechazar las falsas ideologías y el error. Pero, ciertamente, nada de eso seria importante si no insertara en nuestro ser un nuevo modo de existencia, un nuevo germen de Vida, un río de conexión -ahora si verdadero-, no con ningún paraíso perdido sino con el Reino prometido, con la existencia y felicidad permanentes del mismo Dios.

Esa es el agua verdadera que nos ofrece Cristo y que ya hemos comenzado a beber en el bautismo, no la de Moisés en el desierto, no la de la mikvah de los judíos, no la de nuestros sueños, esperanzas y esfuerzos humanos. Agua que debemos continuar bebiendo en la oración, en los sacramentos, en el espíritu y verdad que nos acerca Cristo y que nos permite, desde ya, llamar a Dios ‘nuestro Padre' y hacernos santos, hasta que podamos, saciados, bañarnos de Él para siempre, en el cielo.

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