1992 Ciclo C
3º domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 1-9
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El les respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.» Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás"».
SERMÓN
(GEP, 22-3-92)
Nuestro siglo, ya a punto de terminar, tiene el triste privilegio de haber sido el más prolífico en mortandad bélica de toda la historia de la humanidad. Y ello no solo a consecuencia de una mayor densidad de población del planeta, sino por el penoso hecho de que los conflictos no quedan reducidos a luchas entre guerreros profesionales, como durante la cristiandad, sino que hoy involucran a toda la población, produciendo la mayor parte de las víctimas precisamente entre la gente civil. La cosa se agrava si pensamos que en las guerras ya no existen más normas caballerescas, ni se respeta ningún código ético y cualquier medio se reputa lícito si es conducente al fin.
A pesar de su tradición más bien pacífica nuestro país no ha sido mero espectador de conflictos ajenos, sino que, en su propio territorio, ha debido enfrentarse con enemigos sin escrúpulos: desde la guerrilla subversiva que, tras mucho dolor, fue finalmente derrotada por nuestras fuerzas armadas, hasta la guerra con los ingleses por rescatar nuestras islas usurpadas.
Tanto en una como en otra guerra hemos visto la inmoralidad del adversario: la brutalidad sanguinaria del terrorismo marxista, con sus bombas, secuestros y asesinatos; el cinismo frío y perverso del pirata hereje que, proditoriamente, sin ningún aviso, sin intimar rendición ni prestar después ayuda, aprieta el botón que ahoga a quinientos muchachos argentinos en las heladas aguas del Océano.
Pero, en fin, esos conflictos eran nuestros. Son cicatrices sangrantes que aún llevamos, pero de guerras, al fin, que nos eran propias y sagradas.
Lo que, en cambio, clama al cielo y nos rebela es que extranjeros vengan a dirimir sus propios conflictos en nuestra tierra, y nos en-vuelvan en sus guerras sucias, y maten y hieran a los nuestros.
Una guerra bestial, en la cual, sin ningún límite a los medios empleados, -desde el terrorismo, pasando por el exterminio y exilio en masa de poblaciones, hasta el uso de las armas más sofisticadas-, un grupo de una etnia, unida por oscuros vínculos de raza, nostalgias míticas y ambición de poder, ocupó un territorio ajeno, con el puro derecho de la fuerza, desencadenando una reacción también inescrupulosa y animal, que, en escalada sangrienta, creó un juego de vengan-zas, represalias y nuevas conquistas, como hacía tiempo la humanidad no había visto desplegado en movidas tan brutales.
Dicho conflicto, estrictamente territorial, político y económico, por medios propagandísticos de masividad sin precedentes, se vio camuflado en problema racial y se mezcló artificialmente con el drama del antisemitismo, apañado por la lástima universal a las supuestas víctimas históricas de la pretendida persecución.
Es indignante que se quiera mezclar una cosa con la otra y, por medio de poderosísimos vínculos raciales, culturales y económicos, universalizar esa hostilidad local y disfrazarla de problema de discriminación mundial.
Aquí lo que hay es una guerra feroz y salvaje, entre invasores e invadidos, en un lejano territorio del medio oriente y en donde ninguna de las partes -ocupantes ambos ilegítimos de una tierra que es, de por si, cristiana- puede despertarnos, por los métodos que usan, simpatía alguna y, mucho menos, pretender nuestro apoyo.
Pero lo que debemos repudiar totalmente es que vengan a pelearse con esos métodos en nuestro propio país, en nuestras ciudades, con total desprecio de nuestros bienes y de la vida de nuestros connacionales. Y de ninguna manera podemos aplaudir a uno de los beligerantes cuando, aquí mismo, en vez de pedirnos disculpas por los terribles daños causados, promete, otra vez más, venganza y represalias.
Y, mientras dure esa su rivalidad inhumana y sigan empleando esos medios bestiales, hemos de pedir a esos países que construyan sus embajadas -con sus arsenales, servicios secretos y polvorines- lejos de nuestras Iglesias, de nuestros niños y de nuestros ancianos.
Mientras tanto, recemos por nuestros muertos y heridos en esta pugna innoble que no nos pertenece, y oremos porque la humildad, la paz y la cordura se instaure también en el seno de esos desdichados países enfrentados.
Jesús hoy se refiere a acontecimientos similares -los galileos masacrados por Pilato; el desplomarse de la torre- de los cuales no tenemos más noticia que la que hoy nos trae Lucas en su evangelio y, por lo tanto, no podemos precisar mejor. De todos modos conocemos el contexto: el historiador Flavio Josefo nos habla en varias ocasiones de matanzas ordenadas por Pilato en Judea y que finalmente le valieron que fuera enviado por Lucio Vitelio, procónsul de Siria, a Roma, para ser juzgado y, finalmente desterrado a las Galias.
Del derrumbe de la torre de Siloé y la muerte de doce personas bajo sus escombros tampoco nos alcanzan más relatos que el del evangelio; pero de esos accidentes están llenas las crónicas de la época.
Cristo, de origen galileo, como las víctimas, podría haber perfectamente aprovechado la ocasión para hacer un discurso patriótico, nacionalista, o político, lanzándose a una crítica encendida del sádico gobernador romano o de la incuria edilicia del intendente de Jerusalén. En vez de eso, aprovecha la conmoción de la tragedia para llevar a su auditorio a una verdadera reflexión.
Siempre la muerte pone un tremendo y definitivo interrogante sobre la vida del hombre. Empero, la muerte que viene con la vejez, la prevista, la que se espera después de largos años, es como si biológicamente no sorprendiera y, por lo tanto, no impresiona, aunque duela. La muerte de los viejos hasta a veces es recibida con alivio. La tragedia del morir es como si se esfuminara con la ancianidad; pierde toda la terribilidad del acabose definitivo de la vida. Es como si el cansancio de los tramos finales hiciera menos penosa la retirada, la zambullida fatal; como si las programaciones animales que promueven el recambio de viejos por jóvenes apaciguaran la sed inapagable de vida de lo humano. La vejez es una especie de anestesia capaz de hacernos aceptar resignados el no retorno del morir.
Por eso no causa tanto interrogante la muerte del viejo, como la del joven, como la de aquel a quien sorprende el repentino estallido de una bomba, como el que es segado de la vida por la pared que cae, por el vidrio que se fragmenta y corta, por el auto que no frena. Allí no hay previsión alguna. La muerte aparece sin preanuncios, sin cloro-formo; visita inesperada, imprevista, indeseada.
Peor, cuando no es un accidente, sino producto de la maldad humana, de la delincuencia, del sadismo, o de los manejos políticos sin escrúpulos de los poderosos, que siempre, ellos, quedan a salvo. Allí sí se produce el estupor: la muerte recibe su única respuesta que es la falta de respuesta. Ya no hay palabras, sino la mirada perdida, la mente en blanco, el deseo de una venganza que en el fondo se sabe estéril porque no devolverá la vida a nadie.
La muerte de los viejos solo hace reflexionar a los viejos; los jóvenes se sienten muy lejos todavía de ella y, además, tienen otras muchas cosas de las cuales preocuparse. Pero la imprevista ruina de algunos sí es capaz de hacernos pensar a todos. También podría tocarme a mi.
Y sin embargo la muerte, para el hombre -no para el animal o el que vive como animal- siempre plantea un interrogante, siempre, aun-que no la obtenga, exige respuesta. Porque viene a suscitar, sin dar lugar a evasivas, la pregunta final, la que es capaz de dar sentido o dejar sin él a toda la existencia ¿para qué la vida? ¿por qué vivir? ¿Los instantes fugitivos de felicidad que acompañan nuestra veloz temporalidad acaso justifican la existencia, cuando todo acabará en el vacío de la nada?
Cristo, por eso, en vez de meterse en vanas críticas y polémicas, inmediatamente de esas muertes accidentales hace levantar la mirada de sus interlocutores hacia el sentido de la vida. La parábola de la higuera es una respuesta que cala hondo y es capaz de ser entendida por cualquiera. Vivir es ocupar un lugar en el mundo que hay que justificar. Se vive para dar frutos. Quien no los da no merece el don que ha recibido. Dios, sin embargo, es un granjero paciente: sabe que no to-dos crecemos de la misma manera y a la misma velocidad: nos alarga el plazo, y remueve nuestra tierra y nos abona de mil maneras. A cada cual le da su tiempo; un tiempo, empero, que sabemos no es ilimitado y que en cualquier momento puede acabar. Eso es la vida.
Quiera Dios que, cuando Él decida hacerlo y nos llame, temprano o tarde, se encuentren nuestros brazos y nuestras ramas cargados de abundantes frutos que germinen en inacabable semilla de eternidad.