INICIO


Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1993 Ciclo A

3º domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 4, 5-42
Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: "Dame de beber". Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: "¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?". Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva". "Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?". Jesús le respondió: "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna". "Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla". Jesús le respondió: "Ve, llama a tu marido y vuelve aquí". La mujer respondió: "No tengo marido". Jesús continuó: "Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad". La mujer le dijo: "Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar". Jesús le respondió: "Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad". La mujer le dijo: "Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo". Jesús le respondió: "Soy yo, el que habla contigo". En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: "¿Qué quieres de ella?" o "¿Por qué hablas con ella?". La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: "Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?". Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro. Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: "Come, Maestro". Pero él les dijo: "Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen". Los discípulos se preguntaban entre sí: "¿Alguien le habrá traído de comer?". Jesús les respondió: "Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: 'no siembra y otro cosecha. Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos". Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que hice". Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: "Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo".

SERMÓN

Cualquiera eche una mirada a un mapa del llamado Israel histórico, conformado por la repartición territorial de las famosas 12 tribus y lo compare con el actual territorio del moderno estado de Is­rael, se dará cuenta de las diferencias que entre ambos existen. Si bien terrenos de la Transjordania, que pertenecieron a las tribus de Manases, Gad y Rubén, están hoy en manos de los árabes; la superficie, por ejemplo, en cambio, que va desde Gaza hasta el golfo de Acaba -el Negueb- perteneció siempre a amalecitas, edomitas y luego idumeos, salvo uno que otro emplazamiento militar de Salomón. Y hablamos precisamente de un territorio máximo, que coincide más o menos con unos pocos años de la época de éste último gran Rey de las doce tribus, en el siglo décimo AC.

Pero en realidad difícilmente pueda hablarse de una verdadera unidad nacional entre estas tribus, de parecida etnia y bastante parecida religiosidad. Coaligadas solo por necesidad, en la época de Saul y de David, para combatir a los filisteos, desaparecido el peligro y negándose a sostener la vida rumbosa del heredero de David en Jerusalén -Salomón- y sus sueños de grandeza, rápidamente se dividieron nuevamente a la muerte de éste, en el 935, y formaron dos reinos. El del sur, con capital Jerusalén, llamado Judá y el del norte, con capital Samaría, llamado reino de Israel.

El del sur fue llamado Judá , porque estaba casi exclusivamente constituido por esa tribu, propiamente la de los judíos, supuestamente descendientes de uno de los doce hijos del patriarca epónimo Jacob, llamado también por segundo nombre Israel. El resto de las tribus, descendientes legendariamente de todos los demás hijos de Jacob o Israel, se coaligó en el norte en un reino adversario de los judíos y se llamó con el nombre común de Israel. Así que Israel al norte y Judá al sur.

De tal modo que Judá se reduce al viejo territorio de su tribu; y su reino ocupa -en su momento máximo- apenas las tierras que van desde el Mar muerto hasta la costa Mediterránea, desde un poco más al norte de Jerusalén, a la altura de Jericó, hasta Gaza. Un territorio pobrí­simo y que cada vez fué haciéndose más reducido, hasta su conquista definitiva por Nabucodonosor.

Pero, cuando, al sur, el pequeño territorio judío es conquistado por la máquina de guerra babilonia, ya hacia un siglo y medio, en el año 721 AC- que, al norte, el mucho más apetitoso reino de Israel, con su capital Samaría, próspero, rico en extensión y de fértiles territorios como la Galilea, había desaparecido, totalmente aniquilado por Sargón II, rey de los Asirios. Así las diez tribus que formaban Israel, y que pervivían en el Reino del Norte, desaparecen para siempre de la historia. No hay ningún descendiente que pueda estrictamente reclamar su herencia territorial. Sargón deporta a sus habitantes y es­tos nunca más volverán a Israel y se pierden sin dejar rastros en sus lugares de esclavitud y destierro.

No pasa lo mismo con los judíos, que dada la pobreza de su territorio despierta más tardíamente la apetencia de conquistadores y que luego, aún en el destierro, bajo mejores dirigentes que Israel, conservan su identidad y luego, tienen la suerte, por la benevolencia de los persas, de poder volver a establecerse en Jerusalén en el 538 con un pequeño egido de tierra a su alrededor.

Con el tiempo estos judíos, desaparecidos los israelitas, también toman su nombre y, ya en la época de Jesús el patronímico de judíos e israelitas se hace sinónimo. Pero no hay que olvidar que de ninguna manera los judíos son el Israel histórico; aunque puedan decir que son el Israel místico, religioso, ya que son ellos, a pesar de ser una sola de las doce tribus, los que heredan la cultura religiosa de la totalidad del pueblo elegido.

Porque es en Judá donde finalmente todo el material tradicional y los hallazgos teológicos de los descendientes de Jacob, se hacen carne en la sagrada Escritura, en la Biblia. Ellos son el resto de Israel del cual nacerá el Mesías; es en su seno y con sus categorías mentales y sus expectativas donde surgirá el Cristo y podrá hacerse hombre el Hijo de Dios. Por eso bien apunta hoy Jesús a la samaritana que "la salvación viene de los judíos ".

Pero esto no puede de ninguna manera mezclarse con el problema histórico de la posesión territorial. Ni el Judá bíblico ni menos el Israel tienen estrictamente que ver con el actual estado de Israel. Nuestro enorme respeto por los auténticos judíos en medio de los cuales se ha plenificado la Revelación y ha nacido el Señor -él también judío, como su madre y sus apóstoles-, no puede convertirse de ninguna manera en un apoyo indiscriminado a ese novel país y sus revindicaciones territoriales. Este ya no es un problema religioso ni racial. Es un problema político, estratégico, en donde por nuestra parte solo han de intervenir razones de justicia para con todos los interesados y de suma prudencia diplomática.

Es bueno recordarlo a un año del atentado que, junto con la embajada de ese país beligerante, destruyó uno de nuestros templos, un asilo de ancianas, una escuela y decenas de viviendas argentinas.

Sin saber todavía a ciencia cierta las verdaderas causas de semejante atentado, donde hubo más víctimas entre argentinos y cristianos, que entre los extranjeros, parece absolutamente improcedente que se aduzca ningún motivo religioso o racial para que, otra vez, construyan su embajada junto a tres -ahora- templos católicos, dos escuelas, una residencia universitaria y una casa religiosa, amén de numerosas viviendas de pacíficos ciudadanos argentinos, y aquí en Belgrano.

Pero, siguiendo con el evangelio de hoy, en realidad, hay que de­cir que, si bien Sargón II terminó con casi todos los israelitas, es decir los del reino del Norte, un pequeñísimo grupo subsistió, y, como esos territorios, aún bajo los asirios, fueron gobernados desde la antigua capital Samaría, fueron llamados por todos y también con el tiempo por los judíos, no israelitas , sino samaritanos. Grupos pequeños, despreciados por los judíos, que conservaban -y aún conservan- como única escritura auténtica el Pentateuco, es decir los cinco primeros libros de la Biblia, y que tenían como único templo verdadero el que, según la tradición, había fundado Israel -o Jacob- junto a Siquem, en el monte Garizim. Es allí en Siquem, reducida a una pequeña aldea Sicar, donde Jesús se encuentra hoy con la samaritana, junto al pozo también abierto por Jacob.

Aún en esa época los samaritanos, siempre humillados y zaheridos por los judíos, continuaban considerándose los auténticos israelitas, descendientes de Israel, es decir de Jacob. Pero como todo el mundo los llamaba samaritanos habían terminado por aceptarlo y hacían derivar este nombre del verbo hebreo "samar " que significa custodiar . Se decían los verdaderos custodios de la ley, ya que eran los únicos que conservaban lealmente y sin añadidos la Torah, el Pentateuco.

En esto Jesús no les da la razón, lo dice claro "la salvación viene de los judíos". Es decir: las auténticas tradiciones las custodia Judá. Pero, inmediatamente, supera esta polémica estéril entre judíos e israelitas, entre judíos y samaritanos. Ya llega la hora -dice- en que el encuentro con Dios no dependerá de ningún localismo, de nin­gún nacionalismo, ni en Jerusalén ni en la montaña Garizim se adorará al Padre, sino que eso dependerá del espíritu y de la verdad que se ofrecerá a todos. Esa verdad que es el mismo Jesucristo, a quien sin saber los samaritanos también esperaban como el Ta'el, el que ha de venir y los judíos como el Mesías. Y ese espíritu, que ya no es algo que surja de lo humano, sino que será el mismo espíritu de Dios infundiendo nueva vida a los hombres. Porque ya no se trata de judíos e israelitas, eso ya es una etapa superada de la historia de la salvación, se trata ahora de todos los hombres, Jesús no es el salvador de los judíos o el salvador de Israel; como lo confiesan finalmente los samaritanos, él es el salvador del Mundo.

En realidad todo este pasaje de hoy es una exposición teológica de como con Jesús se superan absolutamente y llevan a su colmo todos los deseos de los hombres y aún de Judá y de Israel.

La mujer ha ido con su cántaro de barro a buscar agua a la fuente. Tiene sed. Pero Jesús a su vez tiene otra sed. Una sed distinta: es la imagen de Dios que, a pesar de no necesitar de nada ni de nadie, se muestra como desesperadamente hambriento de que lo oigamos, vivamos su palabra y aceptemos sus dones. El que no necesita nada, por amor a su creatura, tiene sed de nosotros.

Y para darnos un agua -y luego dirá sus discípulos, una comida- que va mucho más allá de saciar cualquiera de nuestras apetencias o ambiciones humanas.

Nuestra sed, nuestra hambre, y nuestros quereres y metas, todas son poca cosa comparada con la meta que Dios quiere regalarnos. Y tan obtusos somos que aún diciendo que tenemos fé queremos usar a Dios para que nos de los bienes que decimos necesitar o querer a nuestro pequeño nivel humano, y no prestamos atención al regalo de su propio espíritu, de su vida divina, que el quiere darnos en el colmo de su amor.

No, no es el agua ni la comida material -tampoco la respuesta a las expectativas materiales o nacionalistas ni de judíos ni de israelitas o samaritanos- la que trae Jesús. El viene a ofrecernos la vida divina, la vida eterna, la verdadera salvación, frente a la cual todas las señales de vida y los placeres y bienes de esta existencia terrena no son nada, sino que han de convertirse en instrumento de la aceptación activa del don de Jesús, en su recto uso y teniendo cuidado de que no nos aparten y distraigan de la meta verdadera.

En la larga escena que hemos leído del evangelio de Juan hay un detalle curioso, un protagonista mudo: es el cántaro de barro que trae la mujer al pozo para recoger su agua. El cántaro queda olvidado al lado del jagüel, cuando la samaritana parte presurosa a su pueblo para anunciar a los suyos la buena nueva. Y ya de esa vasija no se habla más. Quizá esté allí todavía hoy. Ya la samaritana no la necesita. Su sed se ha transformado en una vocación maravillosa la de hacer partícipe del evangelio a los demás. El agua que le ha dado Jesús se ha transformado en ella en manantial.

Ese manantial en el cual -como dice Jesús- se ha de convertir en cada uno de nosotros el don de Dios. Ese don que, si bien es para cada uno, es dado para transmitirlo, para escanciarlo a nuestros hermanos.

En este nuestro tiempo de hoy de tantas sedes, de tantas hambres, de tantas falsas ilusiones y más mendaces aún promesas, de tantos deseos y frustraciones, de extraviados amores y vanos objetivos, de espurias banderas y engañadores profetas, de nuevos órdenes políticos y nuevos supermercados y paraísos artificiales de droga y erotismo, nosotros los cristianos somos quienes tenemos dentro nuestro el único manantial capaz de brotar a la verdadera vida, la comida capaz de saciar todas las expectativas y de hacer finalmente inútiles todos los cántaros de barro de este mundo.

Menú