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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1995 Ciclo C

3º domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 1-9
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El les respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.» Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: "Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?" Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás"».

SERMÓN

"Dios lo castigó." "Dios te va a castigar." "¿Porqué Dios tiene que castigarme si no he hecho nada malo?"

Frases que salen espontáneas a la gente. Como la rebeldía o escepticismo que cunde entre los buenos cuando ven que al malo y sinvergüenza le va bien y en cambio al honesto no.

¿Dónde está Dios, donde su justicia?

Las concepciones paganas no tenían problemas. Ya se sabía de entrada: los dioses son caprichosos, pequeños déspotas inmortales que no curan del bien de los de abajo, se sirven de ellos; hay que tratar de no molestarlos, de propiciarlos con ritos mágicos, de no incurrir en tabús; aún así finalmente hacen lo que quieren, o incluso, se ceban en los más felices, por envidia y los llevan a la desgracia. Toda la tragedia griega, desde Esquilo hasta Eurípides es un muestrario de antojos de los dioses interviniendo para causar la desdicha de los hombres.

Para el budismo o el hinduismo tampoco existe el problema del mal, porque la vida es esencialmente ilusión, destierro, karma maligno, avatares dolorosos, de los cuales ha de desprenderse el hombre en el nirvana, en el yoga, en la huída del deseo. Alá -en el Islam- tampoco trae problemas: el es el supremo, el altísimo, que predestina la vida de los hombres a su guisa y arbitrio, solo queda agachar la cabeza y aceptar resignadamente su predestinación. El materialista, a su turno, no tiene a nadie contra quien protestar: las cosas son así: leyes físicas, químicas, biológicas que se entrecruzan azarosamente, quánticamente, probabilísticamente y frente a las cuales la única esperanza es oponer la ciencia y la técnica del hombre... No hay cuestionamiento a Dios porque Dios es simplemente la ciega materia, quarks, protones, electrones, las cuatro fuerzas.

O, en concepciones más elevadas de lo divino, como Platón o Aristóteles, Dios está tan por encima del hombre, tan lejos de él, que ni se ocupa de su existencia, que no nota que existe, como el que atraviesa un campo admirando el paisaje y gozando del sol sin darse cuenta de las hormigas y bichos bolitas que mientras camina esta pisando. Las cosas son así y nadie pues puede protestar.

El problema de como justificar a Dios por las calamidades que aquejan al hombre aparece cuando en esa porción de humanidad que fue el pueblo hebreo hace alrededor de tres mil quinientos años comienza a forjarse la novedosa idea de un Dios personal, benigno, bueno, misericordioso, que se ocupaba de hasta el último de los hombres y, al mismo tiempo, sabio y omnipotente.

Precisamente el texto de la primera lectura de hoy es una composición cumbre de la teología hebrea. Una reflexión teológica escrita hacia el siglo VII antes de Cristo y que se refiere a algún hecho perdido en la bruma de la historia sucedido en la segunda mitad del siglo XIII. El hecho, escuetamente, consiste en que un tal Moisés, legendario caudillo que está en el origen de lo que luego fueron las tribus del norte de Israel, adopta como divinidad de su tribu a un dios local de los madianitas, venerado en la montaña del Sinaí -que quiere decir, etimológicamente, zarza -. Dicha divinidad se llamaba Yaho o Yahu. Aún hoy se encuentran en dicho lugar antiquísimas inscripciones con ese nombre.

Cuando más tarde, en tierra cananea o fenicia, se confederan las tribus que formarán al pueblo de Israel, ese dios es aceptado por todas ellas como signo de su unidad. Pero ya en el siglo VI, cuando se elabora el texto que hoy hemos leído, el concepto de Dios se ha depurado de tal manera que los teólogos de Israel especulan con la etimología de ese nombre. En realidad nosotros no sabemos qué idioma hablaba Moisés, sabemos que, más tarde, Israel, cuando ya empieza a ser un pueblo organizado en monarquía, ha adoptado el idioma de los habitantes del país: los fenicios o cananeos. En realidad el hebreo con el cual se escribe la Biblia es un dialecto cananeo. Y, en ese dialecto, el nombre yao o yau suena muy parecido a la tercera persona del verbo ser: yahué o yavé.

Los pensadores de Israel entienden entonces que en ese antiguo nombre del dios del Sinaí, se esconde la revelación de lo que es Dios: ser. Y se compone este relato en idioma hebreo, en dialecto cananeo. Al preguntar Moisés a la presencia que se le manifiesta en la zarza ardiente cual es su nombre: ésta le responde ' eyeh asher eyeh '; eyeh : soy o, mejor, estoy. Soy el que soy o soy el que estoy. Lo curioso es que en hebreo no existe el tiempo verbal: pasado, presente o futuro. De tal manera que aquí se puede traducir yo soy el que era o el que es o el que será o las tres cosas a la vez. Yo soy el que estoy y siempre estuve y estaré.

Cuando el 'yo soy', eyéh , primera persona se conjuga en tercera, se transforma en yavé o yaué . El que es. Con juegos etimológicos artificiales los teólogos judíos llegan a casi una perfecta y profundísima definición de Dios: Yahvé, El que es. Y, como, poco a poco, este nombre, por respeto, dejó de pronunciarse entre los hebreos, cuando en la Escritura lo encontraban escrito lo suplantaban por el título de Señor, Adonai. Es por eso que salvo en las traducciones muy modernas al leer la Biblia encontremos solamente el nombre Dios -que traduce el hebreo Elohim- y el título Señor, que suplanta el nombre de Yahvé. Aún en nuestras traducciones de la Misa, decimos siempre Señor, nunca Yahvé, o "el que es".

Pero -haciendo una disgresión- como Vds. saben el alfabeto hebreo, copiado del arameo, no tiene vocales. Mientras la gente supo hablar hebreo bastaba ver las consonantes para recordar también las vocales. Pero, cuando el hebreo dejó de hablarse, hacia el siglo IV después de Cristo, los rabinos, por medio de unas rayitas y puntitos puestos debajo de las consonantes, recordaban las vocales. Así se editan hoy los textos hebreos con esas rayitas y puntitos. Pues bien, debajo de las consonantes de Jahvé, los viejos rabinos no pusieron las vocales propias, sino las vocales de Adonai , Señor, para que cuando llegaran allí los lectores no pronunciaran el nombre de Jahvé sino Adonai. Cuando los protestantes, hacia el siglo XVI, insistieron en traducir la Biblia no del latín sino del hebreo original, como no sabían estas cosas: mezclaron las consonantes de Javé con las vocales de Adonai y allí nació el disparate del nombre Jehová, que no quiere decir nada.

El asunto es que esta adquisición del pensamiento judío, definir a Dios por la existencia: decir simplemente: Dios es el ser, y por lo tanto el origen creador de todas las cosas, eso no viene sin problemas. Ahora sí el mal, el sufrimiento se transformaba en cuestión: si Dios es el que es, más todavía, si, como decíamos, es el que está; y está junto a nosotros para salvarnos, para librarnos del poder de los egipcios y llevarnos a una tierra que mana leche y miel. E. d., si al mismo tiempo que es, es bueno y se ocupa de nosotros ¿cómo es que permite el mal, el dolor y la injusticia en este mundo?

La vieja teología de Israel elabora una especie de respuesta provisoria: es que Dios ha dejado al hombre en libertad, lo ha hecho señor y dueño de si mismo, puede elegir libremente entre el bien y el mal, como yo puedo elegir entre comer un rico bife con ensalada o tomarme un trago de cianuro: la cosa es clara, si como el bife me alimento, si una copita de cianuro, muero; si elijo el bien me va bien, si elijo el mal me va mal. No porque Dios castigue sino porque el cianuro envenena, es tóxico, -las malas acciones envenenan mi vida, la de mi familia, la de la sociedad-; y el bife, en cambio, provee de proteínas.

Así, alegremente, desde el relato de Adán, hasta las calamidades de la historia de Israel, el pensamiento hebreo defendía a Dios afirmando que todas las calamidades eran producto de pecados, de perversidades o errores de los hombres. El que se portaba bien todo le iba bien. El que se portaba mal sufría tarde o temprano el castigo de Dios. Por otra parte en esas épocas de gran solidaridad tribal y familiar, se sostenía que también era posible heredar o mancharse con el pecado de los padres, parientes o compañeros. De tal manera que la explicación era aparentemente sencilla, si yo no pequé, y lo mismo me va mal, habrán pecado mis padres o alguno de mis hermanos o parientes, o algún mítico ancestro...

El individualismo de pensadores como Jeremías o Ezequiel, negaban esta posibilidad. Cada uno era responsable de sus actos y nadie heredaba el pecado de nadie. Pero este principio, ingenuamente sostenido, llevaba como conclusión lógica a que el infeliz, el baldado, el pobre, aquel a quien le aquejaban males o desgracias era un pecador, público u oculto, consciente o inconsciente, pero pecador al fin; y al que le iba bien, el sano y robusto y con muchos hijos y bienes tenía que ser una persona buena, honesta...

Estas razones, pues, como bien podemos darnos cuenta nosotros, no explican todo. Porque ni todas las acciones moralmente malas hacen mal al que las hace y si muchas veces a los que las sufren inocentemente, ni todos los males que aquejan al hombre pueden atribuirse a sus propios desaguisados. Que haya un terremoto, que se caiga la torre de Siloé, que fallen los motores del avión, que se reviente una arteria en el cerebro, que, finalmente, todos muramos eso no parece responder a ninguna culpa...

En realidad la misma Biblia ya había planteado, por ejemplo en el libro de Job, el problema del justo sufriente, del dolor del inocente. Y no podemos decir que allí la respuesta fuera satisfactoria.

Vean que en el evangelio de hoy Jesús se enfrenta a una problemática parecida: un grupo de hombres ejecutados y reprimidos por Pilato cuando estaban rezando en el templo, dieciocho obreros o peatones aplastados por el derrumbe de un edificio.

Cómo en el caso del ciego de nacimiento por quien preguntan a Jesús: ¿Quién pecó, él o sus padres? Cristo se eleva más allá del simplismo de la cuestión y amplía sus perspectivas. Ninguno de esos hechos se debe estrictamente a castigo de nadie, ni siquiera aprovecha Jesús para hablar de la maldad de Pilato y rebelar a sus oyentes contra el imperialismo romano. Tampoco afirma que la maldad del hombre no vaya sin consecuencias ni castigo. Pero eleva su perspectiva a horizontes más amplios. El mal y el dolor se instalan en el mundo a la vez como fruto de los errores y maldades humanas y, sobre todo, como una misteriosa y terrible pedagogía mediante la cual Dios, el que es, el que da el ser, el que está muy junto de sus creaturas, para salvarlas, a la vez seduce y empuja a la libertad del hombre para que finalmente se encuentre con él.

El tiempo del mundo es tiempo de paciencia, paciencia de Dios y paciencia del hombre: cavar y podar, remover y abonar, crecer y florecer, o secarse y perecer...

Y el verdadero mal no son los sufrimientos y dolores pasajeros de este mundo, sino, con el pecado, cortarse de la fuente del ser y del vivir, no encontrarse con Él.

Y nadie puede reprochar a Dios un universo que aún está en gestación, construyéndose, sin terminar, en el cual nunca encontraremos plena satisfacción, ni esa es su función y cuya meta son los cielos nuevos y la tierra nueva, la leche y la miel, que Jahvé, el que es, el que está conmigo y con vos y especialmente cuando sufro, cuando sufrís, nos ha prometido dar...

Tampoco El te reprocha a vos. Te aconseja, te advierte: "si no te convertís, hijo mío, acabarás igual..." Y no quiere eso, no: te ama y por eso te espera: "Te dejo todavía. Vas a andar, vas a andar. Ya frutos este año vas a empezar a dar"

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