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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1999. Ciclo a

3º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 4, 5-42
Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: "Dame de beber". Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: "¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?". Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva". "Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?". Jesús le respondió: "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna". "Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla". Jesús le respondió: "Ve, llama a tu marido y vuelve aquí". La mujer respondió: "No tengo marido". Jesús continuó: "Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad". La mujer le dijo: "Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar". Jesús le respondió: "Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad". La mujer le dijo: "Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo". Jesús le respondió: "Soy yo, el que habla contigo". En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: "¿Qué quieres de ella?" o "¿Por qué hablas con ella?". La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: "Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?". Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro. Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: "Come, Maestro". Pero él les dijo: "Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen". Los discípulos se preguntaban entre sí: "¿Alguien le habrá traído de comer?". Jesús les respondió: "Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: 'no siembra y otro cosecha. Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos". Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que hice". Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: "Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo".

SERMÓN
(GEP, 07-03-99)

Hablar en nuestros días del genial austríaco Sigmund Freud , evoca inmediatamente en la gente, aún la menos culta, la idea de 'complejo de Edipo' o de no se que cuestiones de índole sexual o de psicoanálisis. Entre los cristianos el nombre de Freud suele asociarse a heterodoxas posiciones morales, a permisivismos rayanos en lo escandaloso, a liberación de represiones y límites...

La verdad es que la doctrina freudiana llega a las mayorías deformada, no solo por discípulos que han extremado sus posiciones sino por vulgarizaciones que no respetan las complejas posiciones de Freud tanto en sus afirmaciones, como también en las dudas y cuestiones que él mismo se planteaba.

Pero, más aún, discutibles o no, acertadas o erróneas, detrás de las hipótesis del plano científico que le llevaron a pergeñar su terapia psicoanalítica, Freud, además, extraía una determinada visión filosófica del hombre, es decir una antropología que desbordaba el estricto campo de sus observaciones. Enmarcaba sus geniales intuiciones psicológicas y terapéuticas en una concepción global del sentido del existir humano y de la vida.

Para Freud el hombre no era fundamentalmente más que un momento parcial y entremezclado de dos grandes movimientos de la materia y del universo que él descubría en la realidad y que eran, uno, el de la tendencia a la unidad y a la vida, el otro, el de la inclinación a la disgregación y a la muerte. La vida se lograba por la unión: la unión de la materia en células, la unión de las células en organismos pluricelulares. La tendencia opuesta, la de disgregación, llevaba a la fragmentación, a la muerte. Todo se mueve pues en la dialéctica de la tendencia a la vida y la tendencia a la muerte, o, en el ser humano -los llama Freud-, el 'instinto de vida' y el 'instinto de muerte'.

La tendencia a la vida, a la unidad, se plasma en la materia de modo consciente recién en el ser humano. Pero no en el ser humano adulto, individualizado, ya persona, sino en lo humano fundamental, el Ello -lo llamaba Freud- que permanece en el fondo de todo ser humano como una corriente, una inclinación -indeterminada, ilimitada e infinita- a la vida. Es lo que Freud denomina el eros, o la libido, manifiestado primordialmente en el 'sentimiento oceánico' que hace que el recién nacido todavía se sienta uno con la madre, uno con la realidad. Pero -continúa Freud- este 'ello' primigenio comienza a tropezar con las limitaciones de la realidad, con la separación, la división: el bebe empieza a darse cuenta de que es distinto de su cuna, de su cuarto, de las cosas que lo rodean, que no forman parte de él mismo, sino que se plantan frente a él presentándole resistencia. Así toma conciencia de su separación con respecto a lo otro. Este 'principio de realidad' -lo llama Freud- es lo que constriñe al Ello a transformarse en Yo, en Ego. Y este toparse con la realidad como separada del Yo es -según Freud- una primera disgregación, una primera ruptura, y, por lo tanto, la primera aparición en la vida del instinto o impulso de muerte. Fíjense, pues, que, para Freud, ya el ego, el yo, es una mezcla de instinto de vida e instinto de muerte.

Pero todavía viene una segunda separación, una ulterior disgregación. Es la separación que el complejo edípico produce en el yo no solo respecto de la madre por el miedo a la castración, sino respecto del padre, que a la vez que se introyecta en el yo del hijo en forma de superego, de superyo, se transforma en adversario, en represor de los instintos del yo y del ello. De la formación de este superego son cómplices para Freud todas las figuras paternas, desde el maestro, hasta el militar, o el juez, o la mera sociedad.

La persona adulta es, pues, una mezcla de instinto de vida, alimentado por la libido del ello, y al mismo tiempo de instinto de muerte, abrevado en las limitaciones de la realidad, en las separaciones de la individualidad y del ego, en las represiones del superego, en las normas de la sociedad y la cultura.

Por supuesto que resumo y simplifico: las posiciones freudianas además de que han cambiado a lo largo de su vida son mucho más sutiles y complicadas. Pero, para nuestro propósito de hoy, baste saber que en el fondo de la existencia en general y del existir de cada uno en particular subyacen -para Freud- constatablemente, dos grandes impulsos o pulsiones: el instinto de vida, y el instinto de muerte. El primero, repito, la fuerza indeterminada de la libido, del eros, tendiente a la unidad, manifiesto conscientemente en el instinto de placer. Libido, eros, instinto de placer, de por si infinitos, indeterminados, insaciables.... El otro el instinto de muerte, sin el cual el individuo no sería individuo, la persona no sería persona, pero que a la larga, y ese es el mensaje terriblemente pesimista de Freud, termina triunfante, porque últimamente ni la unidad de la persona, ni la del universo permanecerán: todo terminará -según Freud- en el polvo, en la disgregación, y por lo tanto en la muerte-

¿Cual es, pues, para él, el objeto de la vida? Freud lo dice explícitamente: "el objetivo de la vida es la muerte".

Pero, peor aún, el instinto de muerte es tan omnipresente y nos amenaza mediante el dolor tan constantemente "a través de la caducidad de nuestro cuerpo, las fuerzas hostiles de la naturaleza y el mal funcionamiento de las relaciones familiares y sociales", que es necesario afirmar -lo dice explícitamente en el año 30 en su libro "El malestar de la cultura"- es necesario afirmar que "el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz".

Ni siquiera Freud es optimista respecto del progreso, de la civilización, porque sostiene que cuanto más compleja es una sociedad, más debe reprimir los instintos del individuo, más limitar su libido. "El precio pagado por el progreso de la cultura -escribe- reside en la pérdida de felicidad"

Sea lo que fuere de esta su tremendamente pesimista interpretación última de la realidad es interesante ver como, no desde posiciones puramente especulativas, sino a partir de la observación clínica y experimental, Freud haya descubierto en el fondo del ser humano, en la raíz misma de su ser, en el hondón de su Ello, este instinto infinito e ilimitado de gozo y de vida que es la libido. Libido que no hay que confundir groseramente en Freud con el mero deseo sexual -como incluso lo interpreta erróneamente el Diccionario de la Real Academia- sino que es la mismísima tendencia primordial a la vida, a la plenitud, a la unidad -una de cuyas manifestaciones, en todo caso, sería lo burdamente sexual-.

Al mismo tiempo Freud constata que, fuente de dolor, son las limitaciones de la realidad y que, finalmente, esas limitaciones, esos confines, separaciones y cotos que nuestra realidad corporal y biológica nos imponen, nos llevan a la muerte, respondiendo a una tendencia, a un instinto de muerte, que llega a configurar incluso muchísimas manifestaciones de nuestra psique -como el masoquismo y la agresividad- y que pertenece a nuestra naturaleza.

Y ¿qué vamos a decir? ¿que Freud en esto está equivocado? ¡De ninguna manera!: también nosotros afirmamos que el ser humano está dotado de una libido, un hambre, una sed, insaciables de placer y felicidad. Es bueno que Freud haya encontrado ese deseo no en libros de teología ni de filosofía sino en el diván de su consultorio, en la experimentación... También nosotros sostenemos que esa hambre o sed ilimitada es incapaz de saciarse en la realidad, y que lo puramente humano y biológico tiende obligatoria, ineludiblemente, a la muerte.

Pero no por eso -y allí nos separamos de Freud- afirmamos que el sentido de la vida sea la muerte, ni que no hemos sido creados para la felicidad. El plan de la Creación incluye ciertamente el propósito de que el hombre sea feliz; aunque ello no lo logre plenificar en el límite de este tiempo y este espacio, de este universo, de esta biología, de esta vida.

Lamentablemente no siempre el hombre vulgar es capaz de descubrir esta hambre de vida y felicidad plena en el fondo de si mismo. Cotidianamente aspira a cosas más simples, a placeres más inmediatos, a satisfacciones más definidas. Pero aún para el menos pensante no solo la carencia de aquello que desearíamos tener sino también la desilusión que siempre, tarde o temprano, producen las cosas que deseamos y poseemos en este mundo -o por su límite, o por su desaparición- todo eso, a la larga, es capaz de convencernos, al menos, de la incapacidad de este mundo para saciarnos. E incluso percibir los ecos de esa nostalgia indefinida de plenitud que, en el fondo de su ser, todo hombre -a lo mejor mediante el psicoanálisis, para asumirlo- puede descubrir aún en la posesión de los mejores bienes y en la compañía de las personas más amadas.

Nuestras pequeñas hambres y sedes de este mundo, en el fondo no son sino la manifestación de una gran hambre, de una gran sed, de una gran libido, incapaz de saciarse con los bienes de este tiempo. El que consume los bienes de esta tierra, el que bebe de las aguas de esta vida, tendrá siempre nuevamente sed, pero "el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed", dice Jesús a la Samaritana. "El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la vida eterna".

A partir de la sed del agua del pozo, de los deseos parciales de esta vida, Jesús consigue elevar a la mujer samaritana -representante y símbolo del camino hacia la fe- a una sed superior, a una libido explícita de infinito que finalmente encuentra su saciedad en Cristo, o por lo menos en la promesa de esa saciedad, en el reconocimiento de Jesús como Mesías, como el Salvador del mundo, precisamente como salvador del hombre de los embates de su instinto de muerte.

Es el camino de todo cristiano: bucear en su interior para encontrar esa sed capaz de ir al encuentro con Jesús. Cosa no fácil en este mundo, y mucho menos en nuestro mundo contemporáneo, en donde tantos objetos, tantos bienes ofrecidos, tanto que podemos comprar, tanto que podemos desear y adquirir, tanta gente que intentamos amar -una a lo mejor detrás de otra- nos prometen falsamente saciar nuestra sed y tienen el poder de distraernos a lo mejor toda nuestra vida y ocultarnos, incluso para siempre, nuestro profundo deseo de infinito, nuestra libido de Dios.

La cuaresma nos invita a intentar seguir en este tiempo penitencial el itinerario de la samaritana: en oración, en contención de nuestras sedes y libidos parciales, para poder hallar -en silencio interior, en diálogo con Cristo- en el fondo de nosotros mismos, ese pujo potente de nuestra libido de infinito, de nuestra hambre de Dios, para, que en el fruto de María, en la plenitud refrescante de su Hijo, volquemos toda nuestra sed, encaminemos nuestra esperanza, aventemos el instinto de muerte, en el triunfo pascual de la Vida, en la gloria de la Resurrección.

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