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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1973. Ciclo B

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 14-21
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios".

SERMÓN

Chesterton, el famoso escritor inglés convertido al catolicismo, -creador, entre otros, del personaje del P. Brown, el sacerdote detective-, en uno de sus escritos más densos, “La esfera y la cruz”, narra la locura del agnóstico aquel que había adoptado, como tantos, la opinión de que la señal del cristiano era un resabio de barbarie e irracionalidad.

Comenzó, naturalmente, arrojando el crucifijo de su casa, del pecho de su mujer, hasta de los cuadros. (Un poco como ese general que, no hace mucho, en Córdoba, mandó retirar todas las cruces de las paredes de la administración pública y de las escuelas). Nuestro personaje afirmaba que la cruz era una forma arbitraria y fantástica, una monstruosidad y que se la amaba solo porque era paradójica.
Pero no se conformó con eso: el asunto de la cruz lo obsesionaba y se hizo al respecto cada vez más excéntrico. Hubiera querido derribar las cruces que se alzaban a lo largo de los caminos de su país. Un día hasta se encaramó sobre el campanario de una iglesia, arrancó la cruz y la arrojó a la calle.
Ese fue el comienzo de una locura que ya no lo abandonó más. Y la demencia transformaba todas las cosas ante su mirada. Veía cruces por todas partes. En su delirio hasta llegó a ver un día, caminando por una senda, al odiado símbolo en el entrecruzamiento de las maderas de una empalizada y los travesaños que la sostenían. Y arremetió contra ellos con su bastón, como contra un ejército de enemigos. A todo lo largo del camino destrozó, arrancó, desarraigó cuanto encontró a su paso recordandole el abominable símbolo. Odiaba de tal manera la cruz que en cada palo veía una. Loco de remate, lo encerraron en su casa. Pero ni allí quedó tranquilo porque, en el parquet, en la ventana, en la biblioteca, el urdirse de las líneas perpendiculares le hacían aparecer la repugnante imagen por todos lados. Y; entonces, destruyó sus muebles, la emprendió a golpes con todo y, finalmente, prendió fuego a su casa. Al día siguiente, no había ni casa, ni muebles, ni nada. Él mísmo había perecido entre las llamas.

Claro que ésta no es una historia verdadera. Es una parábola, una fábula, una imagen. Pero según la explicación de Chesterton su alegoría es la imagen de nuestro mundo moderno. Este mundo que ha nacido rebelándose contra la Cruz de Cristo, intentando desterrarla de la sociedad y que se debate ahora en la destrucción y en el suicidio de sí mismo.
Porque, a pesara de los oropeles de jolgorio y falsa alegría con que la sociedad del consumo disfraza sus miserias ¿quién podrá decir que es exageración de literato o jeremiada de predicador el señalar el cúmulo de ruinas que afligen a la época moderna en el mundo de los espíritus? Los individuos, ricos por fuera, paupérrimos por dentro, sufriendo el hambre espantosa -no siempre percibida claramente- de sus almas insatisfechas; las familias desintegradas sin más lazos que lo débiles afectos sometidos a los vaivenes de las pasiones, las sociedades pulverizadas en la suma de los egoísmos incontrolados de cada uno. ¿Cómo no reconocer con Giovanni Papini que “los hombres al alejarse de la cruz de Cristo, han encontrado solo desolación y muerte”?


Giovanni Papini1981-1956

Porque, señores, no es un juego de palabras, una paradoja pronunciada para suscitar la atención del oyente, la frase de Cristo es cierta y verídica en toda su impactante literalidad: “el que ama su vida la perderá”. “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto”.

Y no necesitamos recurrir a la vida de la gracia, al ámbito de lo sobrenatural para probar este aserto. Surge natural en todo hombre la admiración por aquel que es capaz de sacrificarse, aún de dar su vida, por una causa noble.
¿Y no es acaso ley de todo progreso material o espiritual el que las cosas más grandes se obtengan sacrificando las menores? Aún en las acciones menos trascendentes la cruz es el camino no de la muerte, sino de la vida. Si queremos recibirnos, obtener un título, debemos estudiar, sacrificando diversión y descanso. Si queremos ganar una pelea, una carrera, debemos prepararnos en la disciplina, el ejercicio, la abstinencia. Si queremos llevar adelante nuestra familia, debemos mil veces renunciar a nuestros egoísmos personales, puntos de vista, comodidades. Si queremos vivir un gran amor estamos obligados a abandonar los mil burdos remedos de éste. Si intentamos construir una nación no lo haremos sin el sacrificio de nuestros mezquinos individualismos. Si buscamos la verdad será necesario tantas veces mortificar, hacer morir, nuestras opiniones personales. Cada peldaño que se asciende implica el abandono del que está debajo.
¿Cómo llevar adelante la vida, la familia, la sociedad en un mundo que pregona la ilegitimidad del dolor y del sacrificio? Si la cruz, -en cualquiera de sus formas, pequeña o grande- es el peor de los males ¿quién va a renunciar a uno solo de sus placeres egoístas para ayudar a su prójimo, para cumplir la ley, para ser fiel a su compromiso matrimonial, para ser buen padre de sus hijos, buen ciudadano, buen estudiante? ¿Quién va a ser capaz de dar la vida por la patria, o para defender un principio, o para ser leal con la verdad que uno profesa?
La parábola de Chesterton es una terrible realidad: el odio a la cruz termina por ser la forma más deletérea y universal de la autodestrucción.
Quién no riega el camino de su vida con la sangre de sus renuncias y sacrificios –como la sangre le los patriotas que fecunda el germinar de las naciones, como la savia de los mártires y de los santos que fertiliza la vida de la Iglesia- está condenado a la esterilidad más absoluta. Nunca será un hombre. Será un triste engendro de ser humano.

Y, señores, si la dialéctica de la muerte que conduce a la vida es la ley aún en las cosas humanas y terrenas ¡cuánto más lo es en las sobrenaturales! Porque todas aquellas no son más que el reflejo, la imagen, de esa Muerte, resumen de todas las muertes, que lleva a la Vida, resumen de todas las vidas.
Si cualquier progreso, conquista, ascenso supone un sacrificio, el progreso, la conquista, el ascenso definitivo supone el sacrifico total. El camino a la Vida atraviesa ineluctablemente la puerta del morir.

Por eso el cristiano no se arredra frente a la muerte, no recusa la Cruz. Más aún: el cristiano es aquel que ha aceptado de entrada que la condición indispensable del acceso a la plenitud de la existencia es el morir. Y, por eso, no solo sabe enfrentarla en su manifestación final, sino que también sabe asumirla en sus manifestaciones anticipadas: las pequeñas muertes del dolor, la angustia, la enfermedad, la renuncia, la pobreza, el abandono. Porque cada vez que la cruz irrumpe pungente en el transcurrir de sus días sabe que acaba de atravesar un umbral más hacia la definitiva resurrección.
Sí hermano: “la semilla que muere”. “El que ama su vida la perderá, pero el que odia su vida en este mundo, la conservará para la eternidad”.

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