2002. Ciclo A
4º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 9, 1-41
Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". "Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo". Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé", que significa "Enviado". El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: "¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?" Unos opinaban: "Es el mismo". "No, respondían otros, es uno que se le parece". El decía: "Soy realmente yo". Ellos le dijeron: "¿Cómo se te han abierto los ojos?". El respondió: "Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: 'Ve a lavarte a Siloé'. Yo fui, me lavé y vi". Ellos le preguntaron: "¿Dónde está?". El respondió: "No lo sé". El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. El les respondió: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo". Algunos fariseos decían: "Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado". Otros replicaban: "¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?". Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: "Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?". El hombre respondió: "Es un profeta". Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: "¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?". Sus padres respondieron: "Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta". Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: "Tiene bastante edad, pregúntenle a él". Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: "Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador". "Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo". Ellos le preguntaron: "¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?". El les respondió: "Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?". Ellos lo injuriaron y le dijeron: "¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este". El hombre les respondió: "Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada". Ellos le respondieron: "Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?". Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: "¿Crees en el Hijo del hombre?". El respondió: "¿Quién es, Señor, para que crea en él?". Jesús le dijo: "Tú lo has visto: es el que te está hablando". Entonces él exclamó: "Creo, Señor", y se postró ante él. Después Jesús agregó: "He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?". Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: 'Vemos', su pecado permanece".
SERMÓN
(GEP 10-03-02)
"Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego? "
La pregunta de los discípulos refleja la vieja y supersticiosa creencia de que los dioses o los demonios castigaban airadamente a los seres humanos que osaban fastidiarlos, infringir sus tabúes, caprichos o prescripciones. Para el hombre primitivo, todo mal, todo fracaso, toda desdicha, se debía a algún mal paso dado frente a alguna divinidad y que habría a ésta importunado. Cuando las cosas andaban mal en las tribus, familias o sociedades, había que buscar al menos un culpable dentro de ellas que fuera la ocasión del enojo de los dioses. Dicho resentimiento debía aplacarse mediante ofrendas, sacrificios, súplicas, conjuros. A veces, mediante el castigo, o destierro, o ajusticiamiento liso y llano, del supuesto culpable. Eso haría que las cosas retornaran a la normalidad, las pestes se alejaran, las lluvias volvieran a irrigar los campos, las enfermedades y peligros cedieran...
El pueblo de Israel fue superando poco a poco -aunque solo en parte-, esta concepción: el favor de Dios -el único Dios- ya no dependió mayormente de una supuesta sumisión a prescripciones caprichosas, tabúes, leyes de pureza, cambios de humor divino, sino, antes que nada, de la sumisión del hombre a una ética, a una moral, que, en primer lugar, favorecía no a Dios sino al mismo hombre en su vida personal y social. Así Israel unió, por primera vez en la historia, de modo claro, lo ético y lo religioso. Y lo ético, como sabemos, fue plasmado de modo sintético y genial, allá por la época del exilio, en los famosos diez mandamientos.
Sin embargo continuaba vigente la concepción de que era Dios mismo quien, frente a la violación de sus mandamientos, iracundo y ofendido, castigaba a los culpables. Peor: era capaz de escarmentar a la sociedad que, a lo mejor sin saberlo, los albergaba. -Piensen en Jonás , comprometiendo con su desobediencia la suerte de todos los tripulantes de su nave. Finalmente hay que echarlo al mar para que se salve el barco-. Incluso Dios podía vengarse ¡en los descendientes del infractor! Recuerden la famosa frase bíblica " Yo el Señor, soy un Dios celoso: castigo la culpa de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación " (Ex 20,5). (Piénsese, subsistente aún entre nosotros, en la tradición catequística del pecado de Adán y de Eva que, hipotéticamente, sería castigado por Dios en todos su descendientes.)
De allí que, entre los judíos -salvo algunos sabios como el que escribió el libro de Job, perplejo ante los sufrimientos de los inocentes- era una verdad adquirida el que quien estaba aquejado por algún mal, enfermedad o desdicha, sufría por su pecados o por los de sus padres, era un pecador. Algunos rabinos llegaban a sostener que esos infortunios podían ser, incluso, consecuencia de algún pecado cometido antes de nacer, en el vientre de la madre. Por eso la pregunta a Jesús sobre si el pecado era del ciego o de sus padres.
Por cierto que hay experiencias que, mal interpretadas, avalan estas concepciones. Es obvio que las consecuencias de violentar las leyes éticas -que emanan no de una imposición exterior que Dios decretara arbitrariamente, sino del dinamismo psicológico propio de la naturaleza humana- son tan inevitables como las de no tener en cuenta las leyes físicas, químicas o biológicas. Si no las respetamos, nos estrellamos. Más aún, la ética ejerce su influjo también en esos niveles inferiores: vulnerar el 'no matar al inocente' no solo desordena la sociedad sino que causa daño biológico y físico en la víctima. No respetar el derecho de propiedad, el "no robar", no solo es una inmoralidad: termina finalmente por desquiciar la economía y empobrecer a todos, como lo demuestran, entre otros desastres, en el mundo, las tristes experiencias del socialismo o, en nuestro desdichado país, el Estado ladrón que padecemos y que, como sigue impunemente robando, seguirá empobreciéndonos, aún a los que dice querer ayudar. El "no mentir", transgredido, impide toda transparencia en las familias y sociedades destruyendo su unidad, la confianza mutua... Y así siguiendo... Nada eso es castigo de Dios, sufrido como es tantas veces por inocentes que nunca realizaron una acción deshonesta. Es la inevitable consecuencia y reacción de la naturaleza humana violada y que a veces toca a todos, justos y pecadores, aún antes de empezar a pensar y actuar. Como los que nacen en la Argentina y ya, de entrada, están destinados a pagar una deuda pública con la cual nada tienen que ver. O el caso de hijos de alcohólicos o de enfermos de Sida u otras enfermedades, contraídas por padres corruptos o viciosos, que heredan inocentemente malformaciones y taras.
Aunque perteneciente a un plano superior, aún la gracia, lo sobrenatural, se imbrica con las causas y efectos del actuar moral. Se puede heredar, por ejemplo, la impiedad de los padres o la ignorancia cristiana de la sociedad en la cual se nace. Pero ni siquiera allí se trataría de un castigo infligido positivamente por Dios, sino simplemente el dar curso, sin intervenciones milagrosas ni sobrenaturales, a las leyes inscriptas en la materia y en la naturaleza física y psíquica del hombre, animal social, a las cuales Dios se adapta aún en la transmisión de la gracia y la verdad.
Cuando alguien, pues, frente a una desdicha dice: "¿ Porqué Dios me habrá castigado ?" se retrotrae a arcaicas concepciones cuasi supersticiosas de la divinidad. Ni siquiera la muerte eterna será castigo divino, sino el inevitable desembocar de mis opciones libres.
Dios establece de entrada -como dice el Génesis tanto en su poema de la creación como en la leyenda de Noé- las reglas de juego de las leyes de este mundo, y deja que ellas simplemente produzcan sus previstos efectos, a menos que muy de vez en cuando, como signo de su trascendencia, no intervenga milagrosamente cambiándolas.
Pero ¿porqué Dios permite que las consecuencias nefastas de las transgresiones morales a veces caigan sobre la cabeza de los inocentes?
Hoy vemos a Jesús negar terminantemente que ello se deba a ningún tipo de pecado oculto del perjudicado, o de sus padres.
Jesús sobreeleva toda esa pobre concepción de Dios y, hablando del ciego de nacimiento, afirma: " Ni él ni sus padres han pecado: nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios ." Es decir, para " Su Gloria ". Esa gloria que en Dios no significa otra cosa que el traspaso de su santidad divina, de su trascendencia, de su suprema inalcanzabilidad, al hombre, para elevarlo más allá de si mismo, más allá de toda posibilidad de su ética natural o de su falta de ética, de sus logros humanos o sus fracasos, de su salud terrena o su enfermedad, al abismo de por si inaccesible del vivir divino.
Todo se ve ahora desde la perspectiva de esa vida superior que, mediante su Hijo, Dios viene a traer al mundo: la gracia encaminada a la gloria . Todos los bienes y males de esta tierra pierden envergadura frente al don maravilloso de la gracia. La verdadera des-gracia no es cualquier calamidad, pobreza, dolor humano, enfermedad, muerte que sea... sino la carencia de esa gracia que es la vida divina, la vida más allá de las posibilidades humanas, el existir sobrenatural.
La ceguera del protagonista de nuestra historia de hoy relatada con tanto gracejo por Juan -y que habría que leer en casa en su longitud original, ya que nosotros la hemos entrecortado para no hacerla tan fatigosa-, esa ceguera óptica, es solo símbolo de la ceguera a la gracia de los hombres, en este relato, de los judíos -los verdaderos ciegos- que se niegan a reconocer en Jesús, a la auténtica luz del mundo y permanecen por tanto en su oscuridad. La ceguera puramente oftalmológica no interesa demasiado al Señor y su curación solo está ordenada, como signo milagroso, para medicar una ceguera mucho más trágica. El ver será para al ciego, al mismo tiempo, creer: " Tu lo has visto, es el que te está hablando ." " Creo, Señor ".
Dios, gratuitamente, encamina todo el acontecer del mundo, todas sus leyes físicas, químicas, biológicas y morales, incluidas las leyes económicas y las políticas, con sus consecuencias aparentemente adversas o favorables al hombre, se respeten o se transgredan, todo lo encamina al bien de aquellos a quienes ama, de sus elegidos, de sus santos (Rm 8,28).
Nada es verdaderamente bueno o malo en nuestra existencia cristiana sino lo que nos acerca o aparta de la luz de Cristo, lo que nos aproxima o aleja de la santidad.
Si la pobreza y la estrechez nos acercan a Dios, ¡bienvenidas sean! Si el dolor nos ayuda a entregarnos más a Él, ¡enhorabuena! Si la conciencia de nuestra indignidad nos hace abrirnos al perdón de Jesús, ¡bendita sea! Si la prosperidad o la paz de estar en Su gracia nos ayudan a vivir en permanente acción de gracias ¡alabadas sean!
En ese sentido es verdad que las consecuencias perversas de los actos malos puedan tener algo de pedagógico y por tanto ser queridas por Dios. En realidad 'castigar' en su sentido etimológico, primigenio, no es sancionar, punir, tomar vindicta, sino "hacer casto", "castus-fácere": ayudar a alguien a ser probo, virtuoso -no solo en materia de sexto mandamiento como hoy lo entendemos- sino en su integridad humana. Así, quizá, con mucha cautela, se podría hablar de que las funestas secuelas de las malas acciones son 'castigo' de Dios, pero solo en este sentido más bien inusual, de que Dios siempre, a través de todos los acontecimientos, nos impele a hacernos virtuosos. Virtuosos no en el sentido de una virtud meramente humana incapaz de trascenderse a si misma y alcanzar la salvación, sino en el de esas nuevas virtudes cristianas -fe, esperanza y caridad- únicas poderosas (porque teologales, gratuitas y sobrenaturales) para sacarnos del límite de nuestra humanidad. Por eso a Dios no le interesa excesivamente eliminar todas las desgracias de este mundo, ni siquiera todas las corrupciones e inmoralidades -que también pueden ser ocasión de asco y de conversión a Dios-: su objetivo único y obstinado es atraer al hombre a la vida eterna, a la santidad. Dios prefiere tantas veces un deshonesto que se sabe tal y que por ello es capaz de elevar sus ojos a la luz, a la gracia de Dios, que un virtuoso y honesto que, por ello, dice no necesitarlo.
Como tal, el ciego, además de su desgraciada situación de no vidente, no sería seguramente mucho mejor persona que los cumplidores y meticulosos fariseos. Ya sabemos que la mendicidad y los bajos fondos no suelen llevar a nadie a la virtud. Pero fueron precisamente esa su desdicha y su conciencia de pobre bicho lo que le hicieron abrir sus ojos a la luz y a la fe. Y, en cambio, fueron sus riquezas y su falsa conciencia de hombres probos los que hicieron a los judíos de nuestro relato permanecer en su atroz ceguera y rechazar a Jesús.
Que en este mundo y particularmente en estas circunstancias de Cuaresma obligada que estamos viviendo en la Argentina sepamos separar los planos: luchemos ciertamente por el respeto a la ética y a la ley y, si fuera posible, por sanar la economía, combatir la pobreza, pero sepamos al mismo tiempo, en serenidad y paz cristianas, más allá de los reclamos morales y económicos, elevar nuestra mirada, en 'santa' Cuaresma- a la verdadera luz, a los objetivos reales de nuestro existir cristiano, al desafío de santidad que, precisamente a través de esta coyuntura, Dios, "castigándonos", amorosamente, nos hace, en Jesús, a los cristianos argentinos.