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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2004. Ciclo C

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15,1-3.11-32
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmura­ban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde." Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobre­vino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo." El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"»

SERMÓN
(GEP 21/03/04)

Todavía solemos encontrarnos con católicos que afirman que han sido educados en un cristianismo represivo, con la figura de un Dios tonante, castigador del pecado -violación de leyes, impuestas arbitrariamente por Aquel, para probar, mediante ellas, nuestro acatamiento-. Dios, juez temible, al cual se acercarían más por temor que por amor... Postura que solo tiene explicación por una mala inteligencia del cristianismo, basada, a veces, en una lectura poco ilustrada del Antiguo Testamento, en donde sublimes pasajes proféticos y progresos doctrinales que hablan de la misericordia de Dios se mezclan con presentaciones espeluznantes de castigos divinos pavorosos -pestes, terremotos, guerras, hambre- o intervenciones de su ángel exterminador, sumadas a amenazas de escarmientos sangrientos y órdenes terribles de degüello y aniquilación del enemigo. Lectura, pues, que no debería hacer cualquiera. Porque el AT solo debe ser leído o desde las ciencias bíblicas o desde las correcciones a él impuestas por el Nuevo. Por ello, la Iglesia no fomentó, durante mucho tiempo, la lectura solitaria e ignara de esos viejos libros, y los utilizaba solo en la interpretación de los antiguos teólogos de la Iglesia llamados Santos Padres y en la liturgia. Los mayores recordarán todavía cuando de chicos se les desaconsejaba leer el Viejo Testamento. Estudiaban solo lo que entonces se llamaba "Historia Sagrada".

Desdichadamente, el protestantismo, con su adhesión obsesiva a la letra de toda la Escritura y ayudado por la imprenta entonces naciente, promovió esa lectura directa entre todo tipo de gente. Los mismos Lutero y Calvino llegaron a mostrar en su doctrina la figura de un Dios vengativo, iracundo, a quien había que aplacar a fuerza de sacrificios, capaz de cebarse en el dolor de los hombres e incluso de su propio Hijo. El cristianismo protestante contagió la visión de Dios de muchos católicos. Aún el tercermundismo subversivo y su brutalidad pseudomesiánica mucho debió -y lamentablemente debe, en su resurgencia actual entre nosotros- a esa lectura judaica del AT.

A estas lecturas deformantes, habría quizá que sumar lo que sostiene un biblista tan preparado como P. Grelot, contemporáneo, que afirma que esta visión de un Dios represor, proviene de la transposición a la idea de Dios de la figura del padre tal cual la presenta ingeniosamente Freud. Se proyecta a Dios la imagen del padre represor, castrador, plasmación del superego, que se hace rival del amor de la madre y de todo impulso de la libido, origen de todos los complejos e inhibiciones de los cuales un buen psicoanalista podría librarnos -sobre todo si asociado a Marx- y así poder llegar a la adultez, al rechazo de todo paternalismo y a la libertad omnímoda. Sería pues esta proyección del padre edípico a Dios, la que transformaría a Éste también en represor, castrador, adversario de nuestras libertades y placeres, so pena de amenaza, de desprotección, de castigo...

Que con estas figuraciones de Dios y del padre nada tiene que ver la predicación de Cristo y el evangelio nos los demuestra, palpablemente, nuestra parábola de hoy, que no solo nos habla de lo esclarecedor de la revelación divina, sino de lo maravillosamente buen padre que debe haber sido San José -cuya solemnidad hemos festejado antes de ayer- como para sublimar la relación de Jesús con el Padre celeste, sin necesidad de ningún diván, ni doctorado discípulo de Freud con pipa.

Hablar de esta parábola tan mentada y manoseada del hijo pródigo, aunque siempre conmovedora, está casi de más. Basta escucharla para comprenderla, para encontrar terapia, para entender, finalmente, a Dios -representado en el padre de los dos hermanos-... y para comprender el mal pésimo del pecado, sin necesidad de ningún recurso a divinos castigos.

Obviamente se trata de una parábola, casi una alegoría, una especie de fábula. Muchos de sus detalles son difícilmente compatibles con costumbre de la época y, aquí y allá, hay repartidos términos que elevan el relato a significados más profundos que el del mero cuento.

Por ejemplo, no parece tener asidero histórico el que un hijo pudiera reclamar la parte de la herencia que le correspondería si su padre muriera. Sí podía, el progenitor -no la madre-, testar en vida, repartiendo los bienes que dejaría a cada uno, pero en ningún caso se los adelantaba antes de morir. Cosa que, cuando se hace en nuestros días, suele ser extremadamente imprudente. Más de un padre ha muerto en la indigencia o encerrado en un geriátrico gracias a estas generosidades prematuras.

Pero hete aquí que el padre de nuestra parábola hace precisamente eso: le da la parte que le toca de sus bienes. En toda la frase hay mucha miga: una traducción literal del pasaje habla de que el hijo pide, no ' la herencia ' sino la porción de ' substancia ', de ' ser ' -la ousía , dice el griego- que le corresponde. Y el padre -dice también el texto griego- le reparte no 'sus bienes', como vierte nuestra traducción, sino 'la vida' - tòn bìon -. Ven, no se trata solo de una anécdota de cuestiones económica, de despilfarro pródigo de dinero; la cosa es mucho más vital, metafísica. Y quizá, también, esté insinuado que, al exigir el reparto que solo se hacía cuando moría el padre, de algún modo el hijo considera al padre muerto. " Dios ha muerto ", decía Nietzsche, " el hombre, con la pequeña linterna de su razón ha de regir independiente y autónomo el destino de su vida ".

Eso hace el hijo menor, de algún modo matando simbólicamente a Dios -como lo hacemos en todo pecado-, y se hace dueño de su vida. Y se aleja, se va. ¡Lejanía de Dios, olvido de la casa paterna, pérdida de la conciencia de mi calidad de hijo de Dios, de mi dignidad de bautizado, distancia de las sabias directivas de un padre que solo busca mi bien...!

Y allá, lejos de Dios, exiliado, migrante, apartado de la patria, arrancadas sus raíces, no hay necesidad de que nadie vaya a castigarlo y, mucho menos, su padre... La vida languidece, se extenúa, fuera del hogar paterno, del anticipo de cielo que significa vivir en dependencia amorosa del padre. Se encuentra el infierno. 'El infierno que son los otros', según Sartre. La soledad en medio de los muchos, 'homo homini lupus' (Hobbes), 'el hombre lobo para el hombre': no puede haber auténtica compañía fuera del ámbito del verdadero amor, de los legítimos quereres, de las religaciones naturales y sobrenaturales.

Desgaste paulatino de la vida, insatisfacción, "todo me divierte", pero nada me llena, gasto mi ser, mi 'substancia'. Oquedad, nostalgia.

Finalmente, chiquero. El chiquero doblemente simbólico que representaba el cuidado de ese animal, el cerdo, que, porque impuro según la ley, estaba prohibido tocar a los judíos; y el servir a un pagano. El cristiano servidor y consumidor del mundo; asimilado al mundo; digerido por él.

Y ¡de pronto!, la súbita decisión, el brillo de lágrimas que apenas puede retener en sus ojos. El pródigo, el manirroto, el que ha desperdiciado su vida, el que ha querido independizarse del padre, se da cuenta de que, en esa falsa independencia y libertad, no encuentra sino miseria, hambre, inedia, falsa vida sin salud, sin salvación (vida 'licenciosa' traduce mal nuestro texto, que en griego dice ' zoón asótos' , vida sin salvación, sin gracia, sin divina salud).

¡Volver, regresar! No doy más. El retorno... ¡Alegría del retorno!: como aquel que salía de su casa solamente por el gozo de volver y renovar en cada regreso la alegría de estar en el propio lugar y con los suyos -en el bellísimo libro de Chesterton, ' Hombrevida ', que nadie debería dejar de leer-.

El hijo pródigo, derrochador, regresará. El relato se transforma ahora en soliloquio, en la descripción, en primera persona, de lo que el prematuramente envejecido hijo piensa: ' pequé contra el cielo y contra ti '... El 'contra ti' no traduce bien el matiz griego de la preposición eis , más bien 'hacia ti' o 'separándome de ti' que 'contra' ti. ¡Como si pudiéramos ofender a Dios; ir 'contra' Dios! El término pecado, en griego y en hebreo, habla de extravío, de falsa dirección. El pecado es, en todo caso, el apartarse del camino que Dios nos muestra para nuestro bien y que lo hiere no en Si mismo sino en el dolor que le causamos a su amor de padre sufriendo nuestro propio dolor... No la ofensa luterana y la ira, la venganza de Dios: ¡cómo habría de ofenderse quien nos quiere dar la Vida y todo lo que es Suyo y nos ama con el mismo amor con que se ama a Si mismo...!

Pero el hijo está realmente arrepentido. No volverá reivindicando su condición de hijo. Le diré ' trátame como a uno de tus jornaleros '. El 'jornalero', - místhios , en griego- era la clase más baja de trabajador, de obrero. Peor que esclavo - doulos , en griego-. Porque el esclavo, el siervo, formaba parte de la familia. Vivía en la casa de su dueño, comía de su comida, tenía garantizada su subsistencia y su futuro, era querido... No el jornalero, que era contratado día a día y nada sabía de su futuro ni techo tenía. La palabra esclavo ha tomado recién en nuestra época connotaciones terribles y peyorativas. No las tenía ciertamente en Israel. Tanto es así que, sin ninguna humillación ni vergüenza, durante siglos, en la oración cristiana se utilizó la palabra siervo: 'nosotros tus siervos', o María, sin falsa humildad, en abandono filial, 'he aquí la esclava del Señor'. Pero no jornalero. Jornalero jamás.

Y tampoco que Dios permita que le llamemos nuestro Amo: ' ya no os llamó siervos, sino amigos '; ' no esclavos sino hijos ', dice San Pablo. Pero ¡mucho menos 'jornaleros'!

Así piensa el hijo arruinado, "le diré 'trátame como a uno de tus jornaleros' ". Pero, si Vds. se fijan en el texto, finalmente, no se lo dijo. Ante el abrazo del padre que, viéndolo de lejos, se precipitó a recibirlo y le estrechó en sus brazos -abrazos de las terminales, de los aeropuertos, de los soldados que vuelven de la guerra, abrazo inacabable, gozo inefable, reencuentro, 'no te vayas', 'no te vayas', 'no te vayas nunca más'- el hijo no dice lo que pensaba decir, no tanto porque el padre lo interrumpe o porque lo enmudece el nudo que siente en la garganta, sino porque sería mezquino decirle semejante cosa a un padre magnánimo que ya le ha perdonado con su actitud y a quien sería, eso si, ofender, decir tal cosa, 'tu jornalero'...

La abundancia de la misericordia de Dios, lo desmedido de su gracia, de su amor: ¡la mejor ropa, sandalias en los pies, anillo en el dedo con el sello, el escudo, otra vez, de la familia paterna! El bribón restituido plenamente a la filiación y a la nobleza. Olvidado ya el chiquero y el pecado, la indignidad y la infamia.

Tampoco esto tendría parangón en el estilo de la época. Aunque el padre perdonara, en la vida real lo haría con dignidad, admitiendo al culpable arrepentido a su presencia, mirándolo desde su sitial severamente, negociando casi el perdón, y, aunque, a lo mejor contento, sin demostrarlo. Pero ¡ésto de salir corriendo a su encuentro! ... ¡Excesivo! ¡Poco distinguido! ... ¡Cosa de tano!

Y, ahora, no solo: "volvé a tu cuarto de siempre": ¡Fiesta, música! - sinfonía dice el texto griego, es decir orquesta, coro, danza. ¡La alegría desbordante en el cielo por un solo pecador que se convierte!

"¿Qué es esta fiesta? ¿Qué es eso del ternero engordado? ¡El reservado para la Pascua! Por ese atorrante que muerto de hambre ha decidido volver..."

Y el hermano mayor -cuenta Jesús- no quiso entrar. Paradoja de la parábola: el que estaba afuera ahora está adentro; el que aparentemente se había quedado adentro ahora se queda afuera.

Por supuesto que el padre también ama a este su hijo mayor y, otra vez, en vez de "¡que se vaya al diablo!" "¡que, si quiere, se quede afuera!", contrariamente a lo que haría cualquier padre oriental, también sale a su encuentro. Y no 'le manda' que entre: ¡'le rogaba'! ( parekálei ). Dios, que nos hace Sus hijos, no puede sino contar con nuestra libertad para responder a sus iniciativas de amor: jamás obliga, porque lo que pide es amor y el amor no puede ser nunca obligado... ¡'Le rogaba'! Dios nos ruega. "Rogar a Dios" -decimos-. ¡No!: Dios es el que te ruega. Te ruega a vos.

Y, obcecado, el hijo mayor muestra en sus palabras el error casi freudiano de cómo ha vivido sus relaciones con el padre: " tantos años que te he servido - douleuo , el griego, se entiende: a la manera de esclavo" y nunca desobedecí ningún mandamiento tuyo, ninguna de tus órdenes ..." ¡Pobre tipo! No ha entendido la relación con el padre, la relación con Dios, fariseos que pensaban que tenían que someterse a los dictados de Dios, agachar orgullosamente su cerviz a sus órdenes y con eso pensar que Dios se hacía deudor de favor y pensar que así se transformaban en buenos servidores.... Quizá.

Pero Dios no quiere esclavos, quiere hijos, y sus indicaciones son requiebros de amor, consejos de padre, indicaciones de cómo evitar los peligros y las penas.

El hijo mayor, más que hijo, se siente servidor, empleado, y, en el fondo, resentido siempre -como todo empleado- porque pareciera que el padre no le paga como corresponde... " Ni un cabrito para festejar con sus amigos "... El negocio del 'yo te obedezco' y 'vos me pagas con un cabrito, con tu protección, con tu dinero'.

Y todavía muestra más el veneno peligroso que intenta surgir de su interior cuando, en lugar de nombrar a su hermano como tal, se desprende de él y lo llama "ése"; y, remarcando la distancia, no "mi hermano": "ése 'tu' hijo". Y lo prejuzga, porque, en realidad no sabe bien la historia: " ése tu hijo que se comió (kata fagón) tu vida con rameras (metà pornoón , así dice el griego)"

Pero, bueno, la historia aquí termina. No sabemos si el hijo mayor ha sido esa parte de nosotros mismos que, a veces, quiere salir afuera, pero que, luego de recapacitar, purificamos y, finalmente, entró a la fiesta; o no. Probablemente lo hizo. También volvió, como el hijo menor. Los dos, de distinta manera, hijos pródigos.

Pero la parábola termina resaltando otra vez la misericordia del padre, en las palabras que dirige al hijo grandulón: " Hijo mío ", y el griego usa aquí una palabra tierna: no 'hijo' simplemente -' uios '- sino, ' téknon ', 'criatura', 'hijito', 'mi muchacho'... " Hijito mío: tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo ".

¡Insondable amor de Dios que todo se da a aquellos que transforma en sus hijos! Dar más allá de todo don: for give . Per-dón, super-dón. Estar en gracia de Dios, en la casa del Padre, siempre es per-dón, super don, más allá del dar, for give; aunque no pequemos.

Amor que solicita amor. Amor al Padre; pero amor también a los hermanos.

Porque, no: "ese hijo tuyo", sino "tu hermano", "mi hermano"; ese de quien deberías querer que se encuentre, que vuelva y, -cuando vuelto, hallado, revivido- amado, perdonado.

Vida cristiana: alegría de cielo, fiesta de Dios, cuaresma de la gracia, alborozo del perdón, ágape de la caridad, abrazo de la cruz en la que Dios se te entrega y todo te lo da, pan y vino del altar, ternero engordado, "tomad y comed, esto soy yo entregado a vosotros", pascua del regreso definitivo.

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