1975. Ciclo A
4º Domingo de Cuaresma
‘Laetare' , 9-III-75
Inmaculada 11; San Benito 19
Lectura del santo Evangelio según san Juan 9, 1-41
Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". "Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo". Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé", que significa "Enviado". El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: "¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?" Unos opinaban: "Es el mismo". "No, respondían otros, es uno que se le parece". El decía: "Soy realmente yo". Ellos le dijeron: "¿Cómo se te han abierto los ojos?". El respondió: "Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: 'Ve a lavarte a Siloé'. Yo fui, me lavé y vi". Ellos le preguntaron: "¿Dónde está?". El respondió: "No lo sé". El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. El les respondió: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo". Algunos fariseos decían: "Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado". Otros replicaban: "¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?". Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: "Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?". El hombre respondió: "Es un profeta". Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: "¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?". Sus padres respondieron: "Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta". Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: "Tiene bastante edad, pregúntenle a él". Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: "Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador". "Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo". Ellos le preguntaron: "¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?". El les respondió: "Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?". Ellos lo injuriaron y le dijeron: "¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este". El hombre les respondió: "Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada". Ellos le respondieron: "Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?". Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: "¿Crees en el Hijo del hombre?". El respondió: "¿Quién es, Señor, para que crea en él?". Jesús le dijo: "Tú lo has visto: es el que te está hablando". Entonces él exclamó: "Creo, Señor", y se postró ante él. Después Jesús agregó: "He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?". Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: 'Vemos', su pecado permanece".
SERMÓN
San Juan, en su evangelio nos narra poquísimos milagros de Cristo. De ellos elige, para contárnoslos, solo unos pocos que utiliza para subrayar simbólicamente alguna enseñanza. Así el de la multiplicación de los panes precede el discurso de Jesús sobre la Eucaristía; la reanimación de las piernas de un paralítico al discurso de Jesús fuente de vida; el que acabamos de leer, la curación del ciego, sirve para ilustrar la afirmación de Jesús “Yo soy la luz del mundo”. De tal manera que todo el largo pasaje que acabamos de escuchar, además de su realidad histórica, adquiere, en la intención de Juan, una profunda dimensión simbólica.
Luz y tinieblas, vista y ceguera, no se refieren pues solo a la presencia o ausencia de fotones y bujías, o al buen o mal funcionamiento de retinas, sino a esa dimensión del hombre –la espiritual‑ en donde, para iluminar, no basta toda la incandescencia junta de soles y de estrellas, ni se caen las tinieblas porque se nos vacíen nuestras órbitas de carne.
En estas épocas en que los cortes de luz, bajas de tensión y desabastecimiento de pilas han acostumbrado nuestros ojos a la penumbra, tanto como los teléfonos nuestros oídos a la incomunicación, somos todos capaces de comprender el paralelo que existe entre la oscuridad de los sentidos y la oscuridad del alma. Todos conocemos de la tristeza de nuestras casas apenas iluminadas, la inseguridad ‑durante los cortes‑ de caminar en la oscuridad, la sensación de desamparo en un lugar desconocido cuando es de noche y ni siquiera nuestra linterna prende y los duendes se divierten haciendo ruidos fantasmales a nuestro alrededor.
¡Tristeza de la penumbra; de la luz amarillenta! ¡Terror de las tinieblas y de la oscuridad! ¿Quién, chico o grande, no las ha experimentado?
Y ¿quién no ha experimentado alguna vez, en el campo del espíritu, cuánto más terribles y tristes son las oscuridades y penumbras del alma? El no saber qué hacer, el no entender, el ignorar, el desconcierto de la duda y la indecisión.
Y más cuando esas ignorancias y dudas se refieren a los problemas fundamentales de la vida: ¿para qué vivo? ¿Por qué existo? ¿Dónde está la felicidad? ¿Cuál es el sentido de mi existencia? ¿Qué debo hacer para realizarme? ¿Cómo enfrentar el absurdo del dolor, de los fracasos, del mazazo de la inevitable muerte?
Y es inútil tratar de escaparse o de no plantearse estas preguntas porque ellas permanecen latentes en el fondo de todo humano corazón. Y el comenzar a preguntarse, aunque aún no se vislumbre la respuesta, es ya empezar a salir de la oscuridad.
Y por eso llega más fácilmente a la luz que es Cristo ‑respuesta a todas las angustias y preguntas‑ aquel que se sabe en tinieblas, que sufre su ceguera, que pregunta, que indaga, que tantea, que aquel que, como nuestros aturdidos contemporáneos, engordados en la pseudocultura de nuestras escuelas, revistas y pantallas, chapotean en sus tinieblas multicolores y ni siquiera sienten el hambre de la verdadera luz. Están a oscuras en medio de un paisaje hermoso y creen que ven porque al prender un fósforo vieron el brillo de sus zapatos.
“He venido a este mundo para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven”
Gioacchino Assereto (1600–1649) Carnegie Museum of Art