1989. Ciclo C
4º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?". Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?". Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".
SERMÓN
En este tiempo de meditación y conversión que es la Cuaresma , la Iglesia propone hoy a nuestra reflexión uno de los pasajes más conmovedores del Evangelio, la parábola del hijo pródigo que, junto con la de la moneda de plata extraviada y la de la oveja perdida -que trae Lucas una detrás de otra- forman una trilogía admirable, (la quintaesencia del evangelio, de la buena noticia, según algunos) en la cual se nos revela, finalmente, la verdadera imagen de Dios: el amor que busca sanar nuestras heridas, la misericordia que va más allá de nuestros pecados, la compasión que quiere superar nuestras culpas.
Frente a una cierta concepción excesivamente legalista del cristianismo, en la cual el pecado se definiría como violación de normas y, su malicia, como ofensa a Dios digna de terribles puniciones y castigos, el evangelio nos muestra al pecado como una situación existencial de lejanía y de desdicha que el mismo hombre extraviado se inflige a sí mismo y de la cual un Dios conmovido, lejos de estar ofendido, quisiera recuperarlo, liberarlo, volverlo a la vida.
El pecado no se describe como un insulto a Dios, como un delito de lesa majestad. Si Dios es ofendido, en todo caso lo es en su angustia de pastor que ve su oveja extraviarse, en su amor de padre que ve a su hijo alejarse. Y la malicia del pecado aparece, sobre todo, en el hambre, tristeza, soledad y hastío que, tarde o temprano, produce en individuos o sociedades alejadas de Dios.
Situación de exilio, de lejanía, de sentirse extranjero que, inevitablemente, experimenta el hombre apartado del creador, justamente porque el ser humano no está hecho para poner su cerebro y su corazón solo al servicio de lo terreno, sino que su vocación original es lo divino, lo eterno, para lo cual ha sido fabricado y programado por Dios.
Todos sabemos de la fascinación de lo inmediato, del postergar los horizontes difíciles a los cuales nos hace apuntar el cristianismo y el aceptar lo que cada vez más liberadamente nos ofrece el mundo; pero todos también hemos experimentado la insatisfacción profunda de todo logro temporal, o placer, o promoción, conseguidos a espaldas del querer de Dios, fuera de la casa paterna.
Es verdad que el mundo, hoy, con sus ideologías y la liberación de las costumbres y la amoralidad del ambiente en que nos sume, mucho hace porque el hombre pierda el sentido de su dignidad y por lo tanto el sentido de pecado y, fácilmente, entonces, se instale en él, lejos de la casa del padre. De tal manera que pueda nunca sentir la tristeza del estar lejos de Dios. Y esto terrible desgracia es, porque solo el que se sabe en pecado puede salir de él.
Pero si los individuos, cada uno, puede que nunca se dé cuenta de la tristeza del pecado, la sociedad en cambio en su conjunto siempre termina por oler como chiquero cuando se construye lejos de Dios. Y no hace falta tener el olfato demasiado delicado para darse cuenta a qué está empezando a oler nuestro país. Y lo peor que nos puede pasar es que nos acostumbremos al mal olor.
Y esto del acostumbramiento es terrible. Porque, lamentablemente, también podemos acostumbrarnos a Dios, al menos aquí en este mundo, en donde no lo percibimos como es, sino a la medida de nuestra mente, como tantos cristianos que, pacíficamente, han recibido la fe de sus padres, de su familia y quizá nunca, a lo mejor, han vivido la dimensión del asombro, de la maravilla, de la novedad absoluta e inmerecida que es el haber sido adoptados por Dios, poderlo llamar “Padre” - ¡nosotros que somos mera creaturas!-, tener como hermano a Jesucristo.
Ese gozo palpable del convertido que, de pronto, se encuentra con la revelación cristiana, o del pecador quien, después de mucho tiempo, se confiesa y vuelve a la gracia. Ellos, a veces, parecen apreciar más el prodigio del ser cristianos, del amor del Padre que aquellos que lo han vivido toda la vida. Como el hermano mayor del hijo tarambana.
Es claro que uno tendría que preguntarse si un cristianismo vivido sin asombro cotidiano, por rutina, que no exulte la permanente acción de gracias del saberse amado y elegido por Dios y, en conciencia permanente de pequeñez y humildad frente a él, y que no participe, al mismo tiempo, de la profunda compasión y amor de Dios por los extraviados y pecadores, uno tendría que preguntarse –digo- si este sería verdadero cristianismo o más bien la deformación farisaica que pretende hoy reflejar Lucas en la figura del hermano mayor.
Pero, en fin, nosotros, que tenemos profunda conciencia de nuestros pecados y miserias, y que, gracias a Dios, nos sentimos más cerca del hermano menor que del mayor, y experimentamos frecuentemente la desdicha del pecado, del estar perdiendo el tiempo con los cerdos, y la nostalgia de la casa paterna, y de los bienes mejores ¡qué consuelo saber que, cuando nos decidamos a volver, no nos estará esperando el fiscal para llevarnos a tribunales, el guardia para conducirnos a Caseros, el juez para pronunciar sentencia, la justicia con los ojos vendados para juzgarnos, sino el padre, loco de alegría, para recibirnos, para abrazarnos, para hacer fiesta por nuestra vuelta.
[Antes del ofertorio: “Rendimos nuestro homenaje y recordamos especialmente en esta santa Misa al Mayor Horacio Ferández Cutiellos quien tantos domingos participara con nosotros de la Santa Misa en esta Capilla, cosa que hizo por última vez el domingo pasado, antes de caer gloriosamente en combate el lunes. El nos siga acompañando desde la patria definitiva y nos fortalezca con su ejemplo]