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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1991. Ciclo B

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 14-21
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios".

SERMÓN
(GEP 20-3-91)

Ya mediado el tiempo de Cuaresma, cuando ésta significaba un ver­dadero intervalo de penitiencia, de austeridad, de mortificaciones -cosa que no sucede en nuestro tiempo, en que la cuaresma pasa inadvertida, aún para los católicos- este domingo cuarto quería ser como una pausa, un respiro, un alto en el camino donde se recordara la alegría fundamental del ser cristiano. Era el domingo "Laetare" así llamado por la primera palabra de la antífona de su introito, del canto de entrada: "Laetare. Alégrate, Jerusalén... Llenaos de alegría los que estabais tristes".

Esa alegría que ha de ser siempre el fondo mismo de la vida cristiana llamada a la esperanza, pero que es tan fácil de perder en las angustias y desdichas de esta vida, confundida la alegría con las felicidades más o menos pasajeras y aún pecaminosas que nos puede dar este mundo.

Y, sin minimizar para nada lo terrible de los dolores y sufrimientos que de hecho se padecen en este mundo, -todos ellos cargados por Cristo en la hora tremenda de la cruz-, ésta no quiere describirse ni definirse hoy con las tintas sangrientas del suplicio que significó, sino que es designada por Juan como nada menos el momento de la elevación de Cristo. La cruz, será para Jesús el instante supremo de su glorificación, de su exaltación. Desde allí, levantado en lo alto -como la serpiente de bronce de Moisés- podrá dar la vida eterna a los que creen en él.

Porque Dios ama tanto a su creación, al mundo, a nosotros, que no quiere que perezcamos. Pero, como su oferta de vida va mucho más allá de la limitada que puede darnos el mundo, lo humano; la condición de esta salvación -que es la obtención nada menos que de la vida eterna, divina- es que no encerremos nuestras ambiciones en este mundo, que rompamos mediante la fe en su Hijo el círculo, aún legítimo, de los intereses puramente terrenos, monetarios, sentimentales, humanos.

Y si cualquier superación supone abandono, trueque y muerte de lo anterior e inferior que se deja, por el renacer a lo superior y futuro que se obtiene, la muerte y el dolor en esta vida son los abandonos ne­cesarios para lograr aquello que está más allá de lo que con la muerte y el dolor se deja. Son la Cuaresma y el Viernes Santo que llevan a la pascua de Resurrección y que ya vienen por ello consolados y permeados con su definitiva alegría.

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