1992. Ciclo C
4º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?". Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?". Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".
SERMÓN
(GEP 5-4-92)
Las persecuciones de Nerón o Domiciano en realidad habían sido solo estallidos de represión ocasional y localizada, que estos empera-dores desencadenaron sin darse mucha cuenta de quién era esta gente, los cristianos, y con el fin de distraer la atención pública de otros problemas, o para echarles las culpas de algunos de sus propios desa-guisados, pero sin darles mucha importancia. Lo mismo, allí, perecie-ron muchos discípulos de Jesús y se suscitaron los primeros mártires.
Pero esas pocas centenas de muertos de los primeros tiempos no son nada comparable a las grandes persecuciones sistemáticas y globa-les que comienzan con Decio a mediados del siglo III, y fueron conti-nuadas por Valeriano , Diocleciano y Maximiano , antes de la definitiva legalización del cristianismo con Constantino , en el año 313.
Es que el cristianismo había dejado de confundirse con una de las tantas religiones que el imperio romano, sincréticamente, había ido asimilando desde que Roma había comenzado a conquistar el mundo y re-coger pueblo tras pueblo y cultura tras cultura bajo su manto, y se había revelado de pronto no solo como extendiéndose numéricamente de modo prodigioso -cosa que por si sola no hubiera molestado a nadie- sino que, con su noción de Dios y del hombre, se diferenciaba radical-mente de todo el resto de las religiones paganas. Tanto Roma como el resto de las religiones, aún en nuestros días, lo que hacían era de-clarar divino al mundo y, del mundo no solamente las fuerzas naturales sino especialmente a la sociedad humana representada por el estado y, en el caso de Roma, por el emperador. No había otra instancia más allá de las fuerzas de la naturaleza divinizadas; no había apelación frente a las leyes de la sociedad ni frente a los dictados divinos del César. Por eso el emperador, encarnación de lo divino de la ciudad y del cos-mos, era a la vez el Sumo Sacerdote. Más aún: era la encarnación de lo celeste. Por eso la sumisión a Roma no solo debía probarse en la obe-diencia a sus leyes sino profesarse exteriormente en el culto al Empe-rador y a los dioses de Roma.
Ese es el problema del cristianismo. Las pseudoreligiones paganas no tuvieron ningún problema con Roma porque en realidad todas pensaban lo mismo. Todas sabían que, bajo distintos nombres y figuraciones y ritos, en realidad lo que se adoraba era lo mismo: la naturaleza y sus fuerzas y la autoridad política. El cristianismo en cambio presentaba la revolucionaria doctrina de que Dios no era el universo ni lo humano ni lo político, sino que era distinto y trascendente, y que el mundo y la sociedad y la política y el emperador no eran sino creaturas. Pero también, contrariamente a esas ideologías paganas, precisamente porque lo divino no era el Todo del mundo -cuyas partes no interesaban-, ni la sociedad o el Estado -en donde el individuo ni sus intenciones co n taban-, el cristianismo exhortaba a cada hombre a tomar conciencia de su valor único, a ser dueño de su propio destino, protagonista libre de su propia historia personal, señor de sus personalísimos e irrenun ciables actos, no teniendo que dar cuentas, en última instancia, sino a Dios: no al Estado, no al Emperador, no a la Naturaleza. Esto no p o día sino conmover a una sociedad fundada sobre el sometimiento y la e s clavitud de las mayorías. Es por ello que la Iglesia siempre ha sido perseguida por los totalitarismos.
De allí que, cuando en el siglo III, se cuenta que el Emperador, cumpliendo un día su oficio de Pontífice Máximo, sacrificando un toro en el Capitolio, vio que al hacerlo la mayoría de los presentes se ha-cían la señal de la cruz, ésto le pareció demasiado, apercibió que su imperio estaba en peligro y desencadenó la represión más feroz. Pre-cisamente Cayo Messio Quinto Trajano Decio (249-251) decía que hubiera preferido mil veces tener en Roma un emperador rival que al papa.
Justamente, el papa con quien le tocó convivir en Roma era un ex-esclavo, Calixto , que, después de una azarosa vida, convertido y liberado, había llegado a la suprema dignidad de obispo de Roma.
Es posible que esa su agitada vida anterior le hubiera dado una gran experiencia y sentido de la vida humana, porque, si tuvo algún problema en la Iglesia, fué por su excesiva indulgencia con los extra-viados, pecadores y apóstatas.
En efecto: durante la persecución, para salvar sus vidas y sus bienes, muchos cristianos habían defeccionado en su fé. Decio había ordenado a todas las autoridades comunales del imperio que obligaran a todos los pobladores a hacer un acto de adhesión al culto imperial: participar en un banquete sagrado o efectuar alguna oblación o sacri-ficio -siquiera reducido a su mínima expresión como ofrecer unos gra-nos de incienso a la estatua del emperador-. Al mismo tiempo mandó que se extendieran certificados de este acto de culto, y que todos lo tu-vieran a mano para presentarlo a requerimiento de las autoridades. De-cio sabía que ese era el modo más sencillo de detectar a los cristia-nos. Ningún cristiano en serio -pensaba- injuriaría a Cristo sacrifi-cando o incensando a un ídolo, a un falso dios.
Los que se resistían a hacerlo eran atrozmente torturados, con la esperanza de llevarlos al sometimiento. Torturas que se prolongaban lo más posible porque, en realidad, lo que querían las autoridades no era matar a los cristianos sino integrarlos al sistema. No querían hacer mártires sino apóstatas. Cuando se perdía toda esperanza de flexibili-dad, recién allí se los mataba también, como ejemplo, de los modos más atroces.
Por supuesto que muchísimos cedían, al menos exteriormente; o, con pingües coimas, conseguían que los funcionarios les extendieran el certificado de haber sacrificado, el llamado " libellus ". Estas apostasías produjeron entre los cristianos fieles -a veces fieles (hay que decirlo) porque por alguna circunstancia no habían sido especialmente hostigados- un sentimiento de desprecio y de repulsa, de tal modo que se acuñaron apodos peyorativos para designar a esos apóstatas: en ge-neral se los llamaba " lapsi ", es decir, caídos, que, a su vez, se cla-sificaban de acuerdo a su tipo de caída. A los que habían ofrecido sa-crificios a los dioses imperiales los llamaban " sacrificati ", sacrifi-cados ; a los que solamente habían quemado incienso ante las imágenes de los dioses, " thurificati ", incensados ; a los que se conseguían el certificado mediante sobornos los designaban " libelatici ", libelados , de 'libelo'. Hasta hubo obispos, como los de León y Mérida, en España, Basílides y Marcial , que se consiguieron el libelo, el billete, el pa-pelito. En cambio, a los que perecían por defender su fé los llamaron " testigos ", o, en griego, " mártires ", y a los que, sin morir, habían sufrido sin defeccionar confiscaciones, destierro y torturas, de las cuales muchos llevaban las huellas, se los llamaba confesores y se los tenía en enorme veneración, aunque -también hay que decirlo- muchos de ellos, luego, se aprovecharon de esa condición y, otros, la vivieron con enorme soberbia y orgullo.
El asunto es que en los períodos en que por varios motivos la persecución disminuía y podía practicarse con relativa tranquilidad el cristianismo, muchos de estos apóstatas -en realidad cristianos bue-nos, pero sin pasta de héroes- pedían volver a la Iglesia. Y es allí donde Calixto -obispo de Roma-y luego Cornelio se mostraron tan am-plios en volverlos a admitir que muchos cristianos que no habían ce-dido, apoyados por muchos de los recién mencionados confesores, se les pusieron en contra.
Y hay que pensar que no se trataba de volver a recibirlos así no-más, las condiciones del retorno eran muy duras. En Africa -por eje m plo- el Obispo de Cartago, Cipriano -San Cipriano luego- había reunido un sínodo en el año 252 para tratar el tema de estos "lapsi" y toma las siguientes medidas: a los sacrificati, los sacrificados, se les impone penitencia perpetua y solamente puede dárseles la absolución en el momento de la muerte. A los libeláticos, en cambio, penitencia solo temporal, aunque no corta. Finalmente a los que, sin llegar al acto externo, se habian dejado vencer del pensamiento de la apostasía, habían de acusarse ante un sacerdote, quien les impondría la peniten-cia adecuada.
A pesar de ello en Roma, mientras, Cornelio , sucesor de Calixto, tuvo que enfrentarse con una oposición organizada alrededor del pres-bítero Novaciano -ordenado luego ilícitamente obispo- y que finalmente se transformó en cisma. Su base doctrinal era el extremo rigorismo. En ningún caso -decía Novaciano- se podía conceder el perdón a los lapsi, a los apóstatas, ya fueran sacrificados, incensados o libeláticos; asi como tampoco tenía poder la Iglesia para perdonar los otros pecados gravísimos o, como los llamaba, capitales, que eran, además de la apostasía, el homicidio y el adulterio. Según Novaciano, la Iglesia debía mantenerse pura y se mancillaba con la admisión de estos pecado-res que, por más arrepentidos que estuvieran, debían ser excluidos de su seno para siempre.
Esta idea de suma limpieza en los miembros de la Iglesia (ellos se llamaban kazaroi , puros), este integrismo inmisericorde, fascinaba a muchos, porque los hacía sentirse distintos y mejores de los demás, por lo cual Novaciano tenía muchos adeptos. De allí la tenaz oposición que encontró el papa Cornelio, quien se mantenía firme en su decisión de conceder el perdón a los apóstatas después de la debida penitencia. Lamentablemente el cisma se fué afianzando y, con este carácter de ri-gorismo exagerado, condenado por la Iglesia en el primer concilio de Nicea , se mantuvo durante varios siglos, arrastrando a mucha gente bien intencionada. Y de vez en cuando vuelve a aparecer en la historia de la Iglesia, al menos como tentación y aún en nuestros días.
Pero como decía Calixto hablando de Novaciano: " Si creemos a No-vaciano haremos lo contrario de Cristo. El era bondadoso, iba al monte en busca de la oveja perdida y, si huía, la llamaba; si la encontraba, la tomaba y llevaba fatigosamente sobre sus hombros. Nosotros, en cam-bio ¿la veremos venir y la rechazaremos a puntapiés? "
Es así pues que la Iglesia, finalmente, eligió en principio la misericordia. Pero tenemos que tener en cuenta que en aquella época, esa misericordia tenía características distintas de las actuales. El sacramento de la confesión, de la penitencia no se impartía como hoy en día.
En realidad, al comienzo y durante por lo menos los seis primeros siglos, la penitencia podía recibirse solo una vez en la vida . Más aún, al inicio -nos lo muestran los escritos del nuevo testamento- se suponía que los pecados eran perdonados por el bautismo y que, después de éste, el cristiano vivía de tal manera transformado que no pecaría ya más, mientras esperaba la pronta vuelta del Señor. Cuando la Iglesia empezó a darse cuenta de que Cristo no volvería tan rápido y comenzó a instalarse en el tiempo, en la historia, también entendió que los cristianos no eran de ninguna manera perfectos.
Es verdad que aún no se tenía clara la distinción entre pecados veniales y mortales. Sin embargo todos se daban cuenta de que los pe-cados menores en los cuales constantemente incurrían podían remitirse con simples actos interiores o exteriores de arrepentimiento indivi-dual.
Lo que les causaba perplejidad, en cambio, eran los delitos llamados graves como la apostasía, el crimen, el adulterio, el robo, la calumnia. ¿Qué se hacía con los bautizados que cometían delitos tan nefandos si luego se arrepentían? Algunos, como Montano , Novaciano y luego Donato , afirmaban que no podían perdonarse de ninguna manera. La Iglesia empero tuvo inmediatamente conciencia de que Jesús le había dejado el poder suficiente como para absolverlos también a estos. Nin-gún pecado, por horrendo que fuera, escapaba a la misericordia de Dios y a la potestad de la Iglesia.
Pero al principio la absolución se concedía con enormes exigencias. Antes que nada, este tipo de pecados tenían una sola oportunidad más, no se reconocía la posibilidad de reiterar el sacramento. Más aún, el reintegro a la Iglesia y a la eucaristía no se producía de inmediato. El arrepentido debía presentarse al obispo y confesarle su culpa. Este entonces le imponía una penitencia que solía durar años, a veces hasta el fin de la vida: se tiraba ceniza en la cabeza, se ves-tía con túnicas baratas, y luego debia emprender las diversas obras penitenciales: dar o pedir limosna, terribles ayunos, peregrinaciones, abstinencia del matrimonio u otras gravosas obras de piedad y, mientras tanto, no podía ingresar a la Iglesia, debía quedarse afuera a las puertas, o solo se lo dejaba entrar al comienzo, para escuchar las lecturas y el sermón, atrás, arrodillado, haciéndolo salir antes del ofertorio, prohibiéndosele aún la asistencia a la eucaristía. Una vez expiado el tiempo de la penitencia, el obispo lo recibía, le imponía las manos sobre la cabeza y lo reintegraba plenamente a la Iglesia.
Ciertamente que estas condiciones, poco a poco, y a medida que el cristianismo se fué extendiendo a capas más numerosas de población, se tornaron casi imposibles de cumplir. Los pecadores acudían al sacramento recién en las postrimerías de su vida o cuando se sentían moribundos.
De tal manera que, paulatinamente, las cosas se fueron suavizando. Las penitencias ya no duraban tanto. Hacia el siglo VI se introdu-jo la costumbre de que los pecadores arrepentidos confesaran sus cul-pas e iniciaran la penitencia cuarenta días antes de la Pascua. Se hacía mediante el rito precisamente de ponerse ceniza en la cabeza y vestirse de arpillera. El jueves santo era el día en que solemnemente el obispo daba la absolución a todos esos pecadores para que pudieran volver a juntarse con los demás y participar alegremente de las fies-tas pascuales. Y ésto comenzó a poderse repetir varias veces en la vida.
Todavía era clara, sin embargo, la separación tajante entre los penitentes, incluso signados por vestiduras especiales, y los que apa-rentemente no necesitaban hacer penitencia. Pero, a medida que la Iglesia crece, se va dando cuenta de que los cataroi , los puros, los inmaculados no existen y que, en el fondo, todos, de una manera u otra, necesitan convertirse y hacer penitencia. De tal manera que allá por el siglo octavo o noveno se inicia la costumbre de que todos los fieles reciban la ceniza cuarenta días antes de la Pascua. Así es como nace nuestro miércoles de ceniza y nuestra cuaresma. Los cristianos se van sincerando en su condición de pecadores redimidos por Jesús y constantemente necesitados de su perdón, de su cariño y de sus fuer-zas.
Al mismo tiempo los monjes irlandeses que evangelizan el norte de Europa introducen la costumbre no solo de reiterar la confesión sino de dar la absolución inmediatamente. Es allí donde nace nuestra forma actual de confesarnos. Y, ya en el siglo XIII, el concilio IV de Le-trán impone a todos los fieles la obligación de la confesión anual.
Con el tiempo la iglesia, pues, ha asumido su condición de socie-dad peregrina, en marcha hacia la Patria, pero aún no llegada, en camino, con grandes alegrías, con gente decidida y de paso firme, pero también con mucho cansancio, con muchas tentaciones, con caídas y detenciones, con sudor y polvo. Aún el mejor de los cristianos será todo lo llamado que se quiera, y avanzará, hacia la perfección, pero aún no es perfecto, aún no ha llegado, y por más que se sienta fuerte ha de saber que no está exento de caer y desfallecer. Pero allí está el amor y el perdón de Dios siempre ofrecidos, para ayudarlo a levantarse y seguir. Eso lo fué comprendiendo cada vez más la Iglesia, so-ciedad no de puros, de perfectos, de íntegros, sino de "santos", es decir: de pecadores santificados por la misericordia de Dios, a pesar de sus pecados.
Es curioso que el evangelio que hoy hemos escuchado de la mujer adúltera, no aparezca en la mayoría de los antiguos manuscritos que nos han llegado; tanto es así que muchos han dudado si pertenecía o no al original. La explicación que dan muchos biblistas es que el rigorismo de la Iglesia primitiva o de herejes como Novaciano o Montano, hizo que, por miedo al laxismo, el pasaje se eliminara de la Escritura. Sin embargo ya desde el siglo IV la Iglesia de Roma lo aceptó como auténtico, y los estudios de estilo demuestran que no puede caber duda de que se remonta al tiempo de Jesús.
Sí: quizá si la Iglesia fuera más rigurosa, si volviéramos a la antigua disciplina de una sola vez en la vida, los cristianos seríamos mejores... Pero, los que hemos aprendido a conocernos, los que sabemos -a lo mejor por la psicología moderna- con cuántos determinismos fun-cionan nuestras voluntades, y nos damos cuenta de cuán fácilmente, en cuanto se nos presenta la tentación o el miedo o la presión o la cir-cunstancia, estamos dispuestos a sacrificar o incensar a los ídolos de este mundo, o a pedirles libelo de aceptación -y si no lo hacemos es porque a lo mejor Dios nunca nos ha probado en serio-, realmente ¿que-remos que se elimine este evangelio?, ¿estamos en serio dispuestos, con Novaciano, a tirar la primera piedra a nuestros hermanos? Noso-tros, que juzgamos tan duramente a los demás, en el día de nuestro juicio ¿quién preferimos que sea nuestro juez? ¿Jesús, escribiendo en el suelo sin decir nada, o los fariseos y Novaciano, vociferando nuestros pecados?
No, no: yo tampoco de juzgo, hermano; vete, vete, y no peques más...