1995. Ciclo C
4º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde." Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo." El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"»
SERMÓN
Es sabido que, para Freud, el sentimiento de culpabilidad o de culpa, -das Schuldgefühl- no es sino una forma de angustia neurótica. A pesar de ello es común a todos los hombres, ya que nace, surge, de la relaciones infantiles del individuo con su padre o con sus suplencias parentales. La situación edípica del infante, hace que las pulsiones de la libido, los deseos del yo, polarizados hacia la madre, se enfrenten siempre con la figura paterna que los limita y acota. El padre se convierte así en adversario o impedimento de la satisfacción libidinosa, lo cual lo hace de inmediato objeto de instintos agresivos. Las fuerzas instintivas del hijo pugnan por eliminar al padre, sustituirlo al lado la madre, alcanzar la igualdad con él...
Pero como, además de adversario, el padre es al mismo tiempo objeto de amor, ya que fuente de seguridad, de protección -lo cual engendra el miedo a perder su estima y apoyo- y a la vez figura admirada e imitada, la agresividad que la libido despierta contra él es reprimida y, en búsqueda de objeto donde descargarse, se vuelve contra el yo, en forma de sentimiento de culpa.
Y así, para Freud, la angustia de la culpa, el sentimiento de culpabilidad, es el autocastigo del yo, por el intentado parricidio.
Sobre este sentimiento primordial se configurarán luego todos los sentimientos de culpa que en la sociedad se desarrollan como tejido moral y represivo. De tal manera que la relación conflictiva con el padre es -según Freud- constitutiva de la psique del hombre y aún de las jerarquías, represiones y convenciones sociales.
Mucho más: para Freud, esta relación-conflicto entre el padre y el hijo es el fundamento mismo de la religión.
Porque, para él, la religión no es sino un conjunto de procesos psicológicos inconscientes proyectados hacia el mundo externo, pero sin realidad objetiva. Dios, para Freud, no es sino el padre agigantado, el superego personificado.
Junto con la cultura, la ley, la moral y la realidad misma de la vida social, la religión es, para Freud, el caso más notable de dependencia del complejo de Edipo. En su libro "Totem y tabú", de 1911 escribe: "Del examen psicoanalítico del individuo surge con particular evidencia que cada cual dibuja a su dios personal a imagen de su padre; que la actitud de cada cual hacia Dios depende de su actitud respecto del propio padre carnal, y varía y se transforma, junto con esta actitud, y que, en el fondo, Dios no es otra cosa que un padre de orden más elevado."
Pero, en el ámbito psicológico, ¿cómo se resuelve el conflicto padre-hijo? Nunca del todo, según Freud, porque si, a nivel consciente, la socialización, la ubicación en la sociedad, dependerá de la aceptación de la condición de hijo y no de adversario del padre, las pulsiones inconscientes seguirán siempre insistiendo en su configuración edípica y, por tanto, engendrado neurosis más o menos larvadas, angustias y sentimientos de culpa. Precisamente las religiones y específicamente -afirma Freud- la religión cristiana, ofrecen un alivio a estas angustias sublimándolo todo, y ofreciendo como autocastigo expiatorio de lo edípico la muerte del Hijo en la cruz. El autocastigo de Jesús ofrecido a cambio de nuestros propios Edipos nos liberaría del sentimiento de culpa.
Pero ese es un consuelo ilusorio, según Freud, lo realmente maduro sería dejar de lado la ilusión religiosa y sumir adultamente el conflicto tratando, por medio del psicoanálisis, de paliar sus consecuencias. La desestructuración mental y ética a que puede conducir esta pseudoterapia todos la conocemos.
Pero aunque la interpretación freudiana del sentimiento de culpa y su relación con el padre haya sido modificada substancialmente por la gran psicoanalista británica Melanie Klein ; y la figura paterna, como configuradora de actitudes sociales, haya sido desmitificada en parte ya por Marx y, contemporánemanete por la escuela de Francfurt, (Adorno, Marcuse, Fromm, Horkheimer), lo de Freud, en cuanto tenga de verdad, evidentemente ofrece una luz interesante a las bases psicológicas de nuestras relaciones con Dios.
El ha querido, revelarse a nosotros precisamente como padre. Para decir quien es El con respecto a nosotros en un largo camino que parte del Antiguo Testamento y donde se descubre como el creador omnipotente, en el Nuevo se revela como padre, con todo lo que este nombre significa y lleva de carga conceptual, social, emocional y subconsciente. Y precisamente puede utilizar conceptos humanos para referirse a si mismo -y nosotros entenderlos- porque el mundo del hombre ha sido creado expresamente a imagen de Dios.
No es un gran descubrimiento, pues, afirmar que nuestras relaciones con Dios dependen o están condicionadas en su fondo psicológico por nuestras relaciones con nuestros padres: es una realidad dicha desde el comienzo en la frase bíblica: a su imagen y semejanza lo creó. Si él nos crea a su imagen y semejanza ¿que hay de extraño en que nosotros lo concibamos a la nuestra? y ¿qué de raro en que lo que nos constituye relacionalmente en personas, la relación con nuestros padres, configure también nuestras relaciones con él?. Y no es ésto también un llamado de atención al ejercicio cuidadoso de la paternidad: ¡responsabilidad sublime la de los padres según cuya imagen van a ir haciéndose poco a poco los hijos su idea de Dios! ¿Quién no sabe, por supuesto, de las deformaciones religiosas que un mal padre puede introducir solo por su inconducta en la mente de sus hijos? Por supuesto que no es tan fácil ser verdaderamente padre a imagen de Dios y, en cambio, siempre, la imagen del padre, buena o mala, influye en la idea de Dios. Ya constataba Freud que tantas veces la pérdida de fé de los adolescentes coincidía con la desilusión frente a la imagen paterna, descubierta ahí en sus falencias y debilidades.
Por eso el concepto de padre que quiere usar Dios para designarse a si mismo no es el de cualquier padre. Y la hermosa parábola de hoy es uno de los tantos lugares, quizá el más bello de la Escritura, en donde Jesús nos pinta la figura del verdadero padre.
El hijo exige su parte de la herencia. Freud diría que es la actitud inconsciente del hijo tratando de ser como el padre, de suplantarlo. Exigida y obtenida la herencia, alcanza la autonomía y se va como propia cabeza de si mismo.
Pero, en este intento, se aleja del amor del padre, descubre la desprotección, el abandono, la falta de interés de los que -una vez que ha gastado todo lo que lo hacía atractivo a los demás- lo mandan a cuidar cerdos. Esta sociedad sin padres, sin amores en que valés por lo que tenés o hacés. Allí se da cuenta de que ese mismo padre que aparentemente le quitaba independencia, era quien lo protegía y, porque le daba verdadero aprecio y amor, lo hacía persona.
Extraña ser querido como persona, más quizá que la comida. La figura del padre se contrasta en ternura más que en prosperidad con la del patrón que lo envía a los cerdos.
Y entonces vuelve, ya no para exigir o suplantar a su padre como a un adversario, sino en su posición de hijo y, entonces es regalado con la fiesta.
Pero aquí hay algo que nos aparta de Freud y de su interpretación de la religión. En toda esta escena el aspecto autoritario, represivo, castrante, del padre, que tanto marca Freud, es inexistente; y el sentimiento de culpa no es en el hijo pródigo, autocastigo, escrúpulo, neurosis, sino solo descubrimiento del hambre del amor del padre, ocasión de encontrar su amistad de manera más profunda y la aceptación final de la filiación -no en una especie de resignación para evitar el conflicto, como dice el psicoanálisis, sino en la plenificación auténtica del hombre que se hace realmente hombre solo frente a Dios y allí recibe el mejor vestido, anillos en los pies, fiesta.
Quizá por instintos atávicos el hijo pródigo intenta someterse: trátame como a un servidor. Pero el padre, verdadero padre, se lo impide: lo levanta, lo abraza, lo viste, lo agasaja... Más: lo ha estado esperando todo ese tiempo todos los días, desde temprano, clavando su vista a lo lejos, por el mismo rumbo por el cual un día lo vió desaparecer iluso, engañado, rumbo al desierto, estrujado su paterno corazón.
Y es importante entender estas diferencias. Porque Freud, como digo, tiene razón en que nuestras imágenes paternas influyen decisivamente en nuestra relación con Dios; y, si también tiene razón en que el sentimiento de culpa nace de nuestra relación edípica con el padre, esto es algo que nosotros debemos definitivamente purificar de nuestra relación con Dios.
No tenemos que confundir nuestros sentimientos de culpa psicológicos, deformados, neuróticos, escrupulosos con el auténtico sentido de pecado cristiano. El sentimiento de culpa puede enfermarnos; el sabernos pecadores frente a Dios solo puede llevarnos a la conversión que sana y ennoblece.
No es sentimiento de culpa freudiano, ni masoquismo, ni miedo a la castración, ni castigo, ni escrúpulo, ni angustia psicológica, ni neurosis, lo que ha de llevarnos a abrazarnos a Dios, a volver a él; sino, en todo caso, la constatación del frío y neblina del pecado, la experiencia opaca del estar lejos suyo, del desierto hambriento, de la sequía del corazón que significa su ausencia y el surgir en nosotros el deseo de calor, de ternura, de dignidad, de tener verdadero Padre, de pertenecer a noble estirpe... y el saber de su actitud de padre que nos espera siempre, para abrazarnos y hacernos sentar a su mesa en la alegría de la fiesta.