INICIO


Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1997. Ciclo B

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 14-21
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios".

SERMÓN

Ya sabemos que entre los mandamientos del Sinaí se contenía la prohibición expresa de fabricar imágenes de seres humanos o animales. Dicha prescripción provenía del peligro que representaba para los israelitas la tentación de los cultos cananeos o fenicios en cuyas tierras los judíos se habían asentado y de los egipcios, que tanto habían influido en su historia. Entre estos pueblos las representaciones teriomorfas o antropomorfas eran habituales y esas imágenes idolátricas y supersticiosas, que incluso se llevaban atadas al cuello o en la ropa como los escarabajos sagrados, contaminaban evidentemente la fe en el Dios único y omnipotente que predicaba la teología hebrea.

Algunas sectas poco serias se basan en dichas prescripciones para criticar a los católicos el que tengamos imágenes; como si ellas fueran para nosotros objeto de culto en si mismas y no simplemente representaciones artísticas y sensibles del misterio del Dios único que se ha dignado manifestarse en Cristo y reflejarse en su obra y en la vida de sus santos.

Aún así el recurso al antiguo testamento para prohibir las imágenes es poco válido: tanto en el libro del Exodo como en el primero de los Reyes vemos, por ejemplo, que se ordena construir, como protección simbólica del arca de la alianza, querubines de metal, que -como Vd. saben- son figuras mitológicas de animales alados que, a imitación de los que se representaban a la entrada de ciertos templos mesopotámicos, protegían el lugar sagrado.

Más aún, durante mucho tiempo, bajo el nombre de Nejustán se conservó en el templo de Jerusalén la famosa serpiente de bronce que había mandado hacer Moisés en el desierto, hasta que el rey Ezequías la mandó retirar.

Todos conocemos el antiguo y legendario episodio: los israelitas, mordidos por serpientes en el desierto, son curados por una especie de rito mágico que consistía en mirar a una serpiente de bronce hecha fabricar por Moisés y colocada en la extremidad de una vara.

De hecho se trata de uno de las tantos gestos de magia llamada simpática u homeopática tan comunes a los pueblos primitivos y aún contemporáneos, como el pinchar o quemar un muñequito o una fotografía. Aquí se trataba de ensartar una representación de una víbora retorciéndose en una lanza para que provocara la inocuidad de este rastrero enemigo.

De hecho, en el zona donde legendariamente ocurrieron esos hechos, en Meneiyeh , territorio de las minas de cobre de Arabia -en donde hay indicios de la explotación de sus minas desde el siglo XIII antes de Cristo- arqueólogos han hallado varias pequeñas serpientes de bronce que fueron utilizadas seguramente como las de Moisés, para protegerse de los ofidios venenosos que en aquel tiempo abundaban en la zona.

Pero, a medida que la religión israelita se va purificando y, con el tiempo, va dejando de lado todo aspecto mágico en sus ritos y creencias, tanto el viejo episodio del desierto con Moisés y su broncínea sierpe, como la presencia de esa misma serpiente tantos años después en el mismísimo templo de Jerusalén, termina por perturbar a sus teólogos, de tal manera que dicha imagen es finalmente retirada y su recuerdo interpretado como algo meramente simbólico.

De hecho, el libro de la Sabiduría -escrito en griego en Alejandría a mediados del siglo I antes de Cristo y que como Vds. saben es el libro más reciente del antiguo testamento- ya interpreta el episodio como si la serpiente de bronce fuera solo el símbolo de la Ley, de la Torah, que salva en la medida en que es meditada y cumplida, en cambio -dice- las víboras venenosas son el incumplimiento de los preceptos, el apartarse de los mandamientos.

En nuestro evangelio de hoy, hablando a Nicodemo, Jesús da un paso más allá en esta reinterpretación del símbolo: ahora la serpiente de bronce clavada en lo alto de la vara, es el mismo Jesús ensartado en la estaca de la cruz. No es el veneno del crótalo lo que ahora es neutralizado; sino lo que este veneno produce, pecado o no, la muerte. La toxina fatal de la muerte del hombre se transforma, por Jesús, en crotoxina de vida, pero de vida verdadera, esa Vida que más allá de lo humano solo puede dar Dios a los que alzan su mirada a Él.

Porque esa Vida no proviene de lo humano, por eso el hombre tiene que elevar sus ojos más allá de si mismo a Dios, aceptar su don, abrirse a su poder salvífico, entregarse en sus manos. Y esa vida la ofrece en su Hijo, en Jesús. Dios no podría encontrar ni figurar ni plasmar una forma más elocuente y conmovedora del amor que nos tiene sino en esa vida de su Hijo bienamado cedida a nosotros: amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna . Si Vds. imaginan una forma más sublime de representar el amor que la entrega en el dolor de un hijo propio y único -madre o padre que seas- házmelo saber.

Por eso Dios no condena a nadie: tu puedes o no aceptar su proposición de amor: creer en Jesús y vivir de acuerdo a ello, o no creer. Si no crees en Él, optas por la vida que perece, sin antídoto, que termina en la muerte: tu mismo te condenas. Si eliges a Jesús, optas por la Vida, y la Vida verdadera.

Si lo rechazas, ingresas en la luz artificial y titilante de un mundo que no cierra, que no se entiende, campo de Agramante donde linternas falsas apuntan a cualquier lado, propiedad y bienes los disputan los egoísmos, tu petulante yo adquiere descomunal importancia, te arrastran los falsos maestros, te encandilan los abalorios que te fabrican los comerciantes, te conviertes en un clon de la masa que produce en serie la educación globalizada y los medios de comunicación, saltando de un consumo a otro -consumo de objetos, o de personas transformadas en objetos- mientras te alcancen fuerzas y talentos para llegar o permanecer en el puesto que otros te disputan, y acabando finalmente la vida para siempre, tratando de disfrazarte de joven en medio de jóvenes que ya son prematuramente viejos por dentro o, mientras no se perfeccionen las técnicas de la muerte y las leyes de la eutanasia, jóvenes que te encerrarán en algún pudridero geriátrico, que también suele ser un buen negocio para ellos. Todo porque habrás preferido las tinieblas a la luz, elegir, en la penumbra, el falso bien que ahora te hipnotiza, negándote a acercarte a la claridad que te descubriría su inconsistencia, pero que te obligaría al esfuerzo duro de la superación y quizá a la renuncia a tantas de tus opiniones y acciones que identificas bobamente con tu libertad.

Porque ciertamente si eliges a Jesús entras finalmente en la zona de la luz de su verdad, y por lo tanto de sus duras exigencias y de su inevitable camino de cruz, pero al mismo tiempo ingresas a los panoramas de cielo, a la diafanidad del mundo, a la alegría de los horizontes anchos y las metas flameantes, al gozo del entusiasmo por lo bueno y por lo noble, al desprecio por lo pequeño, sucio, tonto y mediocre que está en vos, y a la ambición de la verdadera grandeza, amor y belleza. Grandeza, amor y belleza que, en Jesús levantado en alto en el estandarte de la cruz, serás capaz de vivir siempre, joven, adulto o anciano que seas, porque lo llevarás dentro -no como maquillaje que hay que rehacer todos los días- sino como semilla de eternidad y de perenne alegría.

Menú