1999. Ciclo A
4º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 9, 1-41
Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: "Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". "Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo". Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: "Ve a lavarte a la piscina de Siloé", que significa "Enviado". El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: "¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?" Unos opinaban: "Es el mismo". "No, respondían otros, es uno que se le parece". El decía: "Soy realmente yo". Ellos le dijeron: "¿Cómo se te han abierto los ojos?". El respondió: "Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: 'Ve a lavarte a Siloé'. Yo fui, me lavé y vi". Ellos le preguntaron: "¿Dónde está?". El respondió: "No lo sé". El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. El les respondió: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo". Algunos fariseos decían: "Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado". Otros replicaban: "¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?". Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: "Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?". El hombre respondió: "Es un profeta". Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: "¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?". Sus padres respondieron: "Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta". Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: "Tiene bastante edad, pregúntenle a él". Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: "Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador". "Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo". Ellos le preguntaron: "¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?". El les respondió: "Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?". Ellos lo injuriaron y le dijeron: "¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este". El hombre les respondió: "Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada". Ellos le respondieron: "Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?". Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: "¿Crees en el Hijo del hombre?". El respondió: "¿Quién es, Señor, para que crea en él?". Jesús le dijo: "Tú lo has visto: es el que te está hablando". Entonces él exclamó: "Creo, Señor", y se postró ante él. Después Jesús agregó: "He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?". Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: 'Vemos', su pecado permanece".
SERMÓN
(GEP, 14-03-99)
El noventa y cinco por ciento de la información sensorial que llega a nuestro cerebro pasa a través de dos globos blancos rellenos de gelatina, de dos centímetros y medio de diámetro y ocho gramos de peso. Estamos hablando de los ojos, esas ventanas al mundo por las que se asoma nuestro cerebro.
La gente suele comparar la percepción visual con una máquina fotográfica: las lentes de los ojos -córnea, humor acuoso y cristalino-, al igual que las de una cámara, enfocan e invierten la imagen sobre una placa, la retina. Pero esa analogía dista muchísimo de la complejidad extrema y sofisticada de lo que la visión es. Los ojos apenas son el comienzo del mirar, lo realmente importante es lo que pasa en el cerebro, cuando el nervio óptico envía el mensaje eléctrico que codifica la percepción del color, del movimiento, de la forma, a los cuerpos geniculados laterales y, de allí, a las cortezas visuales derecha e izquierda. Es el cerebro el que decodifica los mensajes quimioeléctricos de los haces nerviosos y los transforma en percepción de la realidad. Proceso que el cerebro ha de aprender en los primeros meses de vida y para lo cual no basta que tengamos nuestra retina, con sus conos y bastones completos y funcionando, ni todo el complejo nervioso que desemboca en el cortex visual en buenas condiciones. Sin ese aprendizaje en el cual ensayamos procesar distancias, formas, estereoscopia, volúmenes, colores y asociarlos con los objetos, por más que todo funcione orgánicamente bien, literalmente no podríamos ver -lo que se dice "ver"-.
De allí que es muy distinto un ciego de nacimiento de alguien que ha adquirido la ceguera por accidente o enfermedad después de haber podido usar sus ojos.
El ciego de nacimiento ni siquiera sabe que está sumido en la oscuridad, porque simplemente no tiene ni idea de lo que es la luz. No le podemos hablar de colores, de pintura, de televisión, porque sencillamente no tiene en su mente la más insignificante base para imaginarlo.
El ciego de nacimiento ha de arreglarse con la realidad mediante los otros sentidos: la audición, el tacto, el olfato, que son las únicas vías por las cuales le llega información del exterior, y es así que configura su mundo. Un mundo de tinieblas -pero que para él es lo normal, sin saber ni siquiera lo que son las tinieblas- formado de olores de ruidos, de sensaciones epidérmicas en el cual finalmente aprende a moverse con cierta eficiencia, apenas tropezando, sin llegar nunca a extrañar aquello que jamás ha tenido ni puede imaginar.
Tampoco el ciego de nuestro evangelio de hoy extraña la luz. Vive perfectamente adaptado a su permanente noche, de tal manera que ni se le ocurre poder ser curado por Jesús. Noten Vds. que en esta curación extraordinaria es el mismo Cristo quien toma la iniciativa. No precede a ella ningún pedido del ciego, como en otras ocasiones cuando los no videntes a quienes cura -y que no lo son de nacimiento- claman a él para que les devuelva la luz. Aquí, en nuestro evangelio de hoy, no hay ninguna devolución, porque el pobre hombre nunca había podido mirar nada, ni a nadie.
De allí este extraño accionar de Jesús de fabricar barro con su saliva y que a nosotros hoy nos suena tan mal. En otro contexto cultural que el nuestro, Cristo está repitiendo simbólicamente el antiguo gesto mítico de la creación, cuando desde el barro Dios crea al ser humano. De eso se trata en el caso del ciego de nacimiento: no de una curación, sino de una puro comienzo, de una verdadera creación, en la cual ni siquiera hay intervención del hombre, como la nada desde la cual Dios hace surgir la realidad a la existencia.
El ciego, por supuesto, tendrá luego que hacer algo: irse a lavar a la pileta de Siloé; pero toda la iniciativa parte de Jesús. La acción del ciego viene después; en él, previamente, no hay ni siquiera el deseo de ver, ya que no tiene la menor idea de lo que usar la visión significa.
El resto de esta larga narración evangélica que hemos leído en versión reducida -y que vale la pena hojear entera en nuestras casas abriendo al evangelio de Juan en el capítulo 9- nos muestra simbólicamente en este ciego el itinerario de cualquier cristiano hacia la fe: iniciativa de Dios, tímidas primeras respuestas del hombre, crecimiento en el conocimiento de Jesús: desde un primer reconocer al personaje que tiene el poder de curarlo -"es un profeta"-, hasta la profesión explícita de fe -"Creo Señor"- que lo lleva finalmente a predicarlo y confesarlo abiertamente, aún enfrentándose a sus adversarios.
Pero lo que hoy quiero destacar de esta riquísima escena es lo que veníamos diciendo de que se trata, no de un hombre que ha perdido la vista, sino de un ciego de nacimiento, de uno que ni siquiera sabe que está ciego, porque no sabe lo que es ver.
Así están gran parte de nuestros hermanos que no reconocen a Cristo. No son, en su mayoría, ciegos dolidos de su no ver. Viven perfectamente instalados en su ceguera, en este mundo, adaptados lo mejor posible a sus circunstancias, sin ninguna nostalgia de una fe, de una visión que como nunca la tuvieron o, al menos, nunca la poseyeron en serio, no pueden extrañar. A la manera como, en otro campo de cosas, tantos chicos de hoy, que nunca tuvieron verdadero padre o madre o no disfrutan de una auténtica familia, ¿qué pueden saber de la dicha que se pierden al carecer de ello? ¿Qué concepto de familia podrán proyectar y asumir el día que se casen... si es que les interesa casarse? Ni siquiera son infelices, porque no saben lo que se pierden. O a la manera de tantos adolescentes y jóvenes, pervertidos por el ambiente en el sentido del amor y que viven naturalmente la tontería de relaciones insubstanciales en el uso desprejuiciado de su cuerpo y de su sensibilidad, vacíos de emociones profundas ¿qué podrán saber del verdadero amor? ¿cómo ni siquiera lo extrañarán? O como aquellos a quienes nunca les han enseñado a gozar de Wagner o de Mozart o de Berlioz, por más que tenga oídos que funcionen ¿cómo sabrán lo que se pierde? ¿A que tipo inferior de música dirigirán sus aspiraciones? O, lo mismo, quien desde niño ha sido educado en un tipo de liturgia populachera, guitarresca, divertida, bullanguera ¿como podrá elevarse a la percepción de lo sacro, de lo trascendente, de lo santo?
Volviendo a lo nuestro: estamos en un mundo que ha desterrado cuidadosamente, aún del lenguaje común, los términos que se refieren al cristianismo. Los vocablos pecado, cielo, expiación, plegaria, redención, vida eterna... apenas tienen alguna reminiscencia vital en algunas familias aisladamente católicas. La religión es un hecho genérico, una necesidad subjetiva para los espíritus menos fuertes, más simples, casi un recurso supersticioso para ciertas contingencias de la vida... El catolicismo no es más que una de las tantas posibles opciones religiosas, todas igualmente válidas. A nivel de los medios la Iglesia es un hecho folklórico, cuanto mucho político... Aún el término Dios ha sido despojado de correcto significado: puede designar desde al verdadero Dios trascendente, hasta cualquier fundamento panteísta de la realidad o el fondo del propio yo...
Por otra parte, desde la prepotencia de las actividades económicas que obligan al estrés permanente del trabajo -o la falta de trabajo-, hasta las propuestas de consumo y de diversión interminables, con sus espejismos inacabables de promesas de felicidad, todo distrae permanentemente a los hombres y mujeres de nuestros días hacia horizontes y objetivos que nada tienen que ver con lo religioso.
Al hombre de hoy le faltan retinas y sobre todo nervio óptico y programaciones cerebrales para percibir lo divino, aspirar a Cristo, apuntar a lo trascendente y definitivo, gozar de la oración, vivir con hondura el compromiso del amor al Señor y a los demás, ni siquiera a su propia mujer y sus propios hijos... No es que no quiera hacerlo porque sabiéndolo, viéndolo, lo rechace, sino que por cultura -o falta de ella- por educación, por ambiente, es ciego de nacimiento para las realidades espirituales. Ni siquiera las echa en falta, las añora, porque nunca las conoció o vivió en serio, porque no está programado para anhelarlas. Aunque por naturaleza posea una abertura innata hacia Dios -retina y nervio óptico de su espíritu- esa abertura está desprogramada, enceguecida desde el vamos... No se tiene a Dios, no se tiene a Cristo y, con esas carencias, tantas veces no se tiene verdadero amor, ni ideales profundos, ni relaciones valiosas y, a pesar de ello, ni siquiera se vive la nostalgia o pesadumbre de esa ausencia, de esa privación.
¡Pobres casi ciegos de nacimiento que no saben lo que es ver y se conforman a su pobre percepción de la realidad, creyendo firmemente que lo único que existe es lo que les llega a través de los únicos sentidos que les funcionan, los que les enseñaron a usar desde chicos, en esta cultura paupérrima y sin grandeza en que vivimos!
¿Cómo llegar a ellos con el mensaje de Jesús? ¿Cómo ofrecerles algo que no les interesa, que no extrañan, que no desean?
Pero, nosotros mismos, cristianos de Misa dominical, honestos creyentes, acaso ¿no vivimos también mal que bien, a pesar de nuestras convicciones, a pesar de nuestras buenas familias, a pesar de nuestra fundamental educación cristiana, sumergidos en este ambiente -ni siquiera anticristiano: acristiano, indiferente- que lleva a la ceguera? A lo mejor todavía cegueras parciales, en las cuales vamos perdiendo paulatinamente, casi sin darnos cuenta, nuestro gusto y deseo de oración, nuestros reflejos de rechazo frente a lo deshonesto, a lo inmoral; nuestras reacciones espontáneas de caballeros y de damas cristianos... ¿No vamos, poco a poco, perdiendo nuestra capacidad de aspirar y admirar lo bello, lo alto, lo santo; de valorar la gracia, de agradecer el ser cristianos? ¿no nos vamos acostumbrando a ver -casi indiferente, alegremente- incluso a los que queremos, que vivan alejados de Dios, ¡en estado de pecado!? ¿no vamos aceptando, no digo resignadamente ¡displicentemente!, que Cristo vaya desapareciendo de la sociedad, de nuestras escuelas, de nuestras familias... de nuestra propia alma ?
Y quizá ni siquiera nos damos cuenta. Ni siquiera sentimos la necesidad de acudir a Jesús y rogarle -como el que quedó ciego y se da espantosa cuenta de ello-, ni siquiera sentimos la desgarrada urgencia de arrojarnos a los pies de Jesús y suplicarle: "Señor, ¡haz que vea!" .
"¡Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará!" (Ef. 5, 14), hemos escuchado a San Pablo en la segunda lectura.
Que en esta Cuaresma, los ojos lúcidos y compasivos de María se detengan en nosotros, sus pobres hijos miopes, cegatos, y que por nosotros interceda a su hijo Jesús. Que Él entonces tome la iniciativa. Qué Él recree desde nuestra nada -en el barro de nosotros mismos- la retina y nuestros nervios ópticos y nuestras programaciones cristianas, para que salgamos plenamente a la hermosura de la luz, para que nada ofusque nuestra mirada, para recuperar colores y formas, para poder también ver, con compasión, con amor redentor, el mal que tenemos y el que nos rodea, para que seamos capaces de reconocer enteramente a Jesús como el Señor de nuestra vida, para que tengamos el valor de dar alegre, luminoso, radiante testimonio de Él.